En el Antiguo Testamento, Dios utiliza distintas imágenes para representar su relación con su pueblo. Una de ellas, de la cual deseamos ocuparnos aquí, es la relación de un hombre con su hijo. Dios emplea esta imagen en tres ocasiones, de manera algo diferente en cada una.
...como trae el hombre a su hijo
“Jehová vuestro Dios, el cual va delante de vosotros, él peleará por vosotros, conforme a todas las cosas que hizo por vosotros en Egipto delante de vuestros ojos. Y en el desierto has visto que Jehová tu Dios te ha traído, como trae el hombre a su hijo, por todo el camino que habéis andado, hasta llegar a este lugar” (Deuteronomio 1:30-31). Dios trajo a su pueblo como un hombre trae a su hijo a lo largo de todo el camino que tuvo que andar en el desierto. Esta imagen nos habla de la manera conmovedora de los cuidados de amor de nuestro Dios. Todos conocemos tales situaciones en la vida de familia. Durante excursiones o paseos, los chicos se cansan, pierden su energía y a veces se desaniman. El gozo del paseo se desvanece a cada paso. ¡Qué alivio para el niño cuando el padre lo toma en sus brazos y lo lleva sobre sus hombros! Allí se siente seguro. No teme los senderos difíciles y hasta peligrosos.
Hacia el final de su viaje, Dios le recuerda a su pueblo cómo lo guardó de todo peligro en Egipto y a través del desierto, y cómo lo trajo hasta allí pasando sobre los obstáculos que encontró. Esta mirada hacia atrás sirve al mismo tiempo para animar al pueblo a tomar posesión del país confiando en el poder de Dios.
Nosotros, quienes somos llamados en su Palabra “hijos de Dios” (Romanos 8:15-17), también podemos apropiarnos de lo que evoca esta imagen. No solamente nuestro Padre celestial nos toma de la mano para guiarnos en el buen camino, sino que nos lleva. Recordemos de qué manera nos trajo hasta aquí. Cuando lo pensamos, nos sentimos fortalecidos y tenemos la seguridad de que nos llevará hasta el final, a pesar de los peligros del camino y de nuestra gran debilidad.
...como un hombre castiga a su hijo
“Reconoce asimismo en tu corazón, que como castiga el hombre a su hijo, así Jehová tu Dios te castiga” (Deuteronomio 8:5). Aunque la disciplina pueda parecernos dura e incomprensible al principio, es una prueba del amor de Dios. Fue así para su pueblo terrestre, y es así también para nosotros. ¿Por qué? Porque es necesaria para nuestra formación.
Hebreos 12:5-11 nos enseña a este respecto: “Hijo mío, no menosprecies la disciplina del Señor, ni desmayes cuando eres reprendido por él; porque el Señor al que ama, disciplina” (v. 5-6). El hecho de que Dios nos discipline por medio de circunstancias dolorosas, constituye precisamente una muestra de la relación filial que tenemos con él. En efecto: “Si se os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hijos” (v. 8). Y cuando Dios actúa de esta manera con nosotros, lo hace “para lo que nos es provechoso, para que participemos de su santidad” (v.10). Siempre tiene su mirada puesta en el resultado de la bendición que se propuso, por encima de los acontecimientos dolorosos: “Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados” (v. 11). Lo que puede ocurrir con un hijo que no fue corregido por su padre, lo vemos en el ejemplo de Adonías, hijo de David, en 1 Reyes 1:5-10.
Pero el resultado de la disciplina depende también de la manera en que reaccionamos a la intervención de Dios. Por una parte, existe el peligro de que seamos más o menos indiferentes a su disciplina. A este respecto, la Escritura nos advierte: “Quién desecha la reprensión, yerra” y “el que aborrece la reprensión es ignorante” (Proverbios 10:17; 12:1). En definitiva, se trata de una manera de desobediencia o rebelión. La gravedad de esta actitud la podemos ver en Deuteronomio 21:18-21, donde se presenta el caso de un hijo obstinado y rebelde que no obedece a sus padres y rechaza su castigo.
Por otro lado, existe el peligro de desanimarse. Es lo que sucede cuando nos ocupamos demasiado de la disciplina en sí y olvidamos a Aquel que nos la envía. Si fuésemos siempre conscientes de que nuestro Padre celestial obra para nuestro bien y para su gloria, y si tuviésemos presente que Él jamás comete errores, no suspiraríamos ni nos desanimaríamos a causa de la corrección que nos envía.
...como un hombre perdona a su hijo
“Los perdonaré, como el hombre que perdona a su hijo que le sirve” (Malaquías 3:17). El amor de un padre hacia su hijo aparta de éste todo lo que pudiera ocasionarle daño. En el pasaje citado, Dios asegura al remanente fiel de su pueblo que será eximido del juicio que debe ejercer sobre su pueblo.
Dios también nos perdona a nosotros, que somos sus hijos. Esto resulta de pasajes tales como 1 Pedro 1:6: “...aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas”, o 1 Corintios 10:13: “Fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar”.
También podemos apropiarnos de la gloriosa promesa de Apocalipsis 3:10, que dice: “Por cuanto has guardado la palabra de mi paciencia, yo también te guardaré de la hora de la prueba que ha de venir sobre el mundo entero, para probar a los que moran sobre la tierra”. El Señor nos salva de esta hora porque nos ama.
Cuando vemos este amor de Dios que protege a sus hijos, ¿no se conmueven nuestros corazones al leer Romanos 8:32: “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros”? Nadie sirvió como nuestro Señor a su Padre, ¡y justamente a Él Dios lo entregó por nosotros, por nuestros pecados, en lugar de nosotros, para nuestra salvación eterna!