La parábola de las minas es similar a la de los talentos que aparece en Mateo 25. Sin embargo, es otra parábola. El Señor las pronunció en momentos y lugares distintos. La que ahora vamos a considerar, fue expresada con el fin de rectificar algo que los discípulos esperaban. El hecho de que Jesús se hallaba cerca de Jerusalén les confirmaba la idea de que “el reino de Dios se manifestaría inmediatamente” (v. 11). No obstante, si bien el Señor estaba cerca de Jerusalén, en realidad estaba cerca de la cruz, y no del reino milenario.
La ausencia del Señor
“Un hombre noble se fue a un país lejano, para recibir un reino y volver” (v. 12).
El Señor Jesús presenta una imagen de sí mismo, como lo hizo en más de una parábola. Se describe aquí como “un hombre noble”. Era el hijo de David, de la descendencia real por José, sin mencionar el hecho de que él es el Hijo de Dios. La dignidad de su persona confiere a la parábola el carácter que le pertenece.
El hombre noble se fue a un país lejano para recibir un reino y volver. Sin duda encontramos aquí una alusión a la resurrección de Cristo y a su ascensión a la gloria. Aunque esos grandes eventos jamás se mencionen directamente en las parábolas, sin embargo, su contenido esencial se halla implícito en algunas de ellas, y evocan su partida, su ausencia y su retorno.
Esta parábola, como otras, se refiere, pues, a lo que iba a tener lugar durante la ausencia del Señor, al período anterior al establecimiento de su reino en la tierra. Este intervalo entre el rechazo del rey y el establecimiento definitivo del reino de paz es de gran importancia para nosotros, porque vivimos durante esa época.
El hecho de que el Señor tendrá un reino es perfectamente cierto, pero el momento de su aparición es totalmente desconocido. Jesús fue al cielo para recibir de Dios ese reino. No lo recibe de la mano de los hombres, ni tampoco en este mundo. Por el hecho de que, en este último, encontró la cruz, Dios quiere que sea glorificado en el cielo antes de tener en la tierra la gloria que le es debida. “El Señor Dios le dará el trono de David su padre” (Lucas 1:32). De acuerdo con la profecía de Daniel 7, vemos a “uno como un hijo de hombre” venir hasta el Anciano de días, y recibir “dominio, gloria y reino” (v. 13-14).
El Señor Jesús tendrá, pues, un reino visible, pero ahora ese reino “no es de aquí” (Juan 18:36). Lo recibirá en el cielo, de la mano de Dios. Y volverá con poder y gloria, como aquel que ha recibido el reino, es decir como “el soberano de los reyes de la tierra” (Apocalipsis 1:5).
La orden del hombre noble a sus siervos
“Y llamando a diez siervos suyos, les dio diez minas, y les dijo: Negociad entre tanto que vengo”
(v. 13).
“Diez siervos” y “diez minas”. No sólo el contexto sino también el número diez hablan de responsabilidad (diez vírgenes, diez mandamientos). Éste es el principal pensamiento: la responsabilidad de los siervos respecto a su señor.
A cada uno de los siervos, el señor les da una mina y ordena: “Negociad entre tanto que vengo”. En la parábola de los talentos, el pensamiento predominante es la soberanía de Dios. El Señor confía diferentemente a cada uno de sus siervos y da la misma recompensa a cada uno de ellos. En la parábola de las minas, el amo confía lo mismo a todos y la recompensa varía según la manera en que cada uno se ha comportado ante su responsabilidad.
Los talentos representan los dones espirituales que el Señor da a sus siervos, “a cada uno conforme a su capacidad” (Mateo 25:15). Algunos han visto en la mina dada a cada siervo una figura de la Palabra de Dios. En ese sentido, cada creyente ha recibido el mismo tesoro, y debe hacer valer esta Palabra como testimonio de la gracia de Dios. Pero, de manera más precisa, se puede ver en la mina la revelación o el conocimiento de Dios en Cristo que, con certeza, nos son comunicados por la Palabra de Dios. Esta revelación de Dios en Cristo es un capital de inestimable valor que se confía de la misma manera a cada discípulo.
¿Somos plenamente conscientes del valor de este tesoro? Sea como fuere, el Señor ha puesto entre nuestras manos algo que no se encontraba en el mundo durante las épocas pasadas. ¿No es éste un poderoso motivo para comprometernos a obedecer con abnegación la orden que él nos ha dado?
“Negociad entre tanto que vengo”. No es una cuestión de dones de gracia espirituales. Dios se reveló plenamente en Jesucristo, su Hijo, y quiere que esta revelación de su gracia se extienda cada vez más por el mundo. Cuando el Salvador estaba aquí abajo, él, el Hijo unigénito (Juan 1:18), hizo conocer a Dios. Esto era una cosa absolutamente nueva. Ahora que el Hijo está en el cielo, Dios quiere emplear a sus siervos para que lleven a cabo un servicio análogo. Se hizo conocer a ellos, y ellos conocen sus pensamientos. Deben hacer valer la mina que han recibido a fin de que ella se multiplique.
Éste es, pues, el verdadero objetivo, la gran misión, de nuestra vida. No debemos guardar para nosotros mismos la revelación que nos ha sido confiada. No basta guardarla con firmeza en su integridad para nosotros mismos, por más necesario que ello sea. Dios quiere que lo que es de él se multiplique en nosotros mismos y en los demás. Es una maravillosa misión, que todos podemos ejecutar, y de diferentes maneras. Por ejemplo, una madre que habla del Señor Jesús a su niño cumple precisamente la idea central de esta parábola: hace fructificar la mina. No es en la escuela donde el niño podrá aprender algo tan precioso. Cada uno de nosotros tiene este tesoro; ¿negociamos con lo que nos ha sido confiado? Qué privilegio poder ayudar a alguien a comprender mejor lo que concierne a Cristo.
“Entre tanto que vengo”. Que podamos desempeñar nuestro servicio con el dichoso sentimiento de que la ausencia del “hombre noble” puede terminarse hoy mismo, o a cada instante.
Sus conciudadanos
“Pero sus conciudadanos le aborrecían, y enviaron tras él una embajada, diciendo: No queremos que éste reine sobre nosotros” (v. 14).
Sus conciudadanos son los judíos. A qué punto éstos aborrecían al Señor Jesús se demostró en el rechazo y la crucifixión de su Mesías. La parábola no menciona ningún motivo para este aborrecimiento, y de hecho no había ninguno. “Sin causa me aborrecieron” dice el Señor (Juan 15:25). Aborrecieron a aquel que, como hombre, era de su propio pueblo y de la descendencia real. Y a aquel que, como Dios, era la persona más noble y más elevada que jamás haya vivido entre ellos.
Pero fueron todavía más lejos. Enviaron tras él una embajada diciendo: “No queremos que éste reine sobre nosotros”. Esto tuvo lugar cuando rechazaron el testimonio que Esteban dio al Señor glorificado, y lapidaron a ese fiel testigo de Dios (Hechos 7). El mensaje de rechazo no podía ser más claro.
Sin embargo, el Señor habría estado dispuesto a volver otra vez hacia ellos. Poco antes, Pedro había llamado a los judíos al arrepentimiento. Si hubiesen respondido a su llamamiento y se hubiesen convertido, los tiempos de refrigerio anunciados por los profetas habrían venido y Dios les habría enviado a Jesucristo (Hechos 3:19-21).
No obstante, los judíos rechazaron el testimonio de Pedro así como el de Esteban. Ese pueblo no quería que Jesús reine sobre ellos, y lo mismo ocurre todavía hoy. Continúa aborreciéndolo. ¿Qué hará a esos hombres? “A aquellos mis enemigos que no querían que yo reinase sobre ellos, traedlos acá, y decapitadlos delante de mí” (v. 27). El Señor los menciona aquí como “sus enemigos”. Sufrirán el juicio cuando Él regrese en poder y gran gloria.
A su vuelta
“Aconteció que vuelto él, después de recibir el reino, mandó llamar ante él a aquellos siervos a los cuales había dado el dinero, para saber lo que había negociado cada uno. Vino el primero, diciendo: Señor, tu mina ha ganado diez minas. Él le dijo: Está bien, buen siervo; por cuanto en lo poco has sido fiel, tendrás autoridad sobre diez ciudades. Vino otro, diciendo: Señor, tu mina ha producido cinco minas. Y también a éste dijo: Tú también sé sobre cinco ciudades” (v. 15-19).
El “hombre noble” recibirá el reino y volverá. Entonces juzgará a sus enemigos y recompensará a sus siervos. Nos detendremos aquí sobre todo en lo que es característico de la parábola de las minas, en contraste con la de los talentos. “Señor, tu mina ha ganado diez minas”. Esta manera de expresarse corresponde a la naturaleza del tesoro confiado, a la revelación de Dios en Cristo, y no a los dones que Dios ha acordado. La mina, por decirlo así, ha producido por sí misma. El siervo lo reconoce humildemente. Él no dice: «He ganado…».
Para mostrar en qué el siervo ha sido fiel, el amo utiliza las palabras: “en lo poco”. Nuestra responsabilidad es el aspecto menos importante de las cosas. Esto de ninguna manera significa que no tiene importancia; la parábola precisamente enseña lo contrario. Pero en comparación con los consejos de Dios, y con la maravillosa posición en la que hemos sido introducidos conforme a esos consejos, lo que podemos hacer, si somos fieles, es muy “poco”. Lo que es grande, es lo que hay en el corazón de Dios, es lo que hizo y lo que hace por medio de su Hijo. Sin embargo, si la gracia insondable de Dios llena nuestros corazones, también seremos animados a ser fieles, en nuestra pequeña medida.
En esta parábola, los dos primeros siervos, de quienes su diferente fidelidad se pone en evidencia mediante la ganancia de las diez minas y de las cinco minas, no oyen las mismas palabras de aprobación del amo. Las palabras: “Está bien, buen siervo” son dirigidas sólo a aquel que tiene las diez minas. El amo lo establece sobre diez ciudades, mientras que al otro sólo sobre cinco. Los dos pueden conservar lo que han ganado y gozar de ello. Pero la posición de los siervos en el reino será proporcional a la fidelidad con la cual el servicio haya sido ejecutado. Como se ha dicho, no es el aspecto más elevado de las cosas. Aquí no encontramos la invitación: “Entra en el gozo de tu señor” (Mateo 25:21, 23). Y el hecho de compartir el gozo con él en el cielo es un privilegio superior a reinar con él en la tierra.
El mal siervo
“Vino otro, diciendo: Señor, aquí está tu mina, la cual he tenido guardada en un pañuelo; porque tuve miedo de ti, por cuanto eres hombre severo, que tomas lo que no pusiste, y siegas lo que no sembraste” (v. 20-21).
¡Cuán humillante es, para un señor tan bueno y tan noble, que exista también este otro siervo! Él también emplea el título de “Señor”, y también habla de “tu mina”. No obstante, ¡qué tono diferente se deja ver en sus palabras! ¿Qué había hecho del dinero que su amo le había confiado? Nada. “Aquí está tu mina”. La había depositado en un pañuelo; se había conducido como si jamás hubiese recibido esta riqueza. ¡Qué desprecio para su amo!
El Señor Jesús no habla aquí de un siervo que abusa de la confianza que se le da o que roba; no habla de alguien que rechaza abiertamente la revelación de Dios. Se trata de alguien que aparentemente confiesa a Jesús como Señor, que sin duda acepta exteriormente el conocimiento de Dios que le es dado, pero que no hace nada de ello ni para sí mismo ni para los demás. No le da mucha importancia.
El siervo declara que vivía en el temor de su señor. Si verdaderamente le hubiese temido, le habría sido obediente. Pero había totalmente despreciado la orden que había recibido.
Además, se queja de tener un señor severo, que toma lo que no ha puesto y que siega lo que no ha sembrado. Éstas son palabras hipócritas y mentirosas. El señor le había puesto una mina en la mano; ¿cómo podía pretender que no había “puesto” nada? La verdad es que este siervo no conocía ni amaba a su señor. Ni un solo instante ha tenido el sentimiento de que su señor quería hacer de él un administrador de sus bienes, y que habría podido usarlos como si él mismo hubiese sido el señor.
Este mal siervo es una figura de todos los que, en la cristiandad, profesan conocer a Cristo y pretenden servirlo, pero en realidad ni lo conocen ni lo aman. La manera en la cual respondemos a nuestra responsabilidad pone en evidencia si amamos o no al Señor. Así es como se manifiesta la autenticidad de nuestra profesión cristiana. “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama” (Juan 14:21). Haber recibido la gracia de Dios en Cristo y no encontrar ninguna incitación para hacer valer ese tesoro como él lo pide, es haber recibido “en vano la gracia de Dios” (2 Corintios 6:1).
Los «cristianos» que pertenecen a este grupo de siervos pueden comprometerse mucho en cuestiones tales como los derechos humanos, la justicia social o lo que ellos llaman la ética cristiana. Pero la mina recibida no tiene para ellos ningún significado, y no mucho más que el mismo Señor.
“Entonces él le dijo: Mal siervo, por tu propia boca te juzgo. Sabías que yo era hombre severo, que tomo lo que no puse, y que siego lo que no sembré; ¿por qué, pues, no pusiste mi dinero en el banco, para que al volver yo, lo hubiera recibido con los intereses?” (v. 22-23).
Lo que este siervo dice no hace más que revelar que es un mal siervo. Se condena a sí mismo. Cuando los hombres buscan justificarse ante Dios, a menudo ellos mismos dan los motivos que los condenan. Su supuesta lógica sólo es una grosera ilusión.
Su señor se pone en el terreno de la argumentación del mal siervo. Si lo que él pretendía hubiera sido cierto, habría debido obrar de otra manera; habría debido poner al menos el dinero de su amo en el banco. A su vuelta, éste habría podido retirar el dinero con los intereses.
“Y dijo a los que estaban presentes: Quitadle la mina, y dadla al que tiene las diez minas. Ellos le dijeron: Señor, tiene diez minas. Pues yo os digo que a todo el que tiene, se le dará; mas al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará” (v. 24-26).
El señor da la orden de quitarle la mina al mal siervo. Aquí no se dice nada más. Esto está en armonía con el carácter del evangelio de Lucas, que pone la gracia de Dios en el primer plano. Por eso, el destino y el juicio de este siervo no se describen con mayores detalles. Encontramos lo mismo con el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo (Lucas 15:25-32). La parábola menciona el juicio de los enemigos públicos (v. 27), pero no se detiene sobre el juicio de este siervo.
Conclusión
Podríamos estar sorprendidos de que la mina quitada al mal siervo sea dada al siervo que ya tenía diez minas. Los oyentes se asombran y dicen: “Señor, tiene diez minas”. Sin embargo, aquí tenemos un principio divino: “A todo el que tiene, se le dará; mas al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará”.
Si la gracia y la revelación de Dios suscitan en nosotros una respuesta de amor, lo que ya tenemos será engrandecido. Es verdad hoy y será verdad cuando entremos en la gloria del reino. Lo que hemos ganado aquí abajo, lo conservaremos.
Por otro lado, si una verdad divina puesta ante nuestro corazón no suscita en nosotros la respuesta de la fe, si ella es un mero conocimiento sin efecto sobre nuestra conciencia, si no tenemos verdaderamente a Cristo ante nosotros, el Señor quitará tarde o temprano tal conocimiento. Entonces perderemos lo que pensábamos tener.