Dios tiene un perfecto conocimiento, no sólo de cuanto hacemos o decimos, sino también de nuestros más secretos pensamientos. Discierne todo lo que hay en nuestros corazones, aun cuando nosotros mismos no veamos claro en la mayoría de los casos. Si, por ejemplo, en ocasión de vernos envueltos en ciertas dificultades, se nos exhorta a juzgar en nosotros lo que no tiene la aprobación de Dios, inmediatamente protestamos y estimamos que todo en nosotros está bien, y que hay que buscar en nuestros hermanos la causa del problema. ¡Qué poco nos conocemos! A menudo necesitamos aprender, mediante diversas experiencias, que siempre es conveniente examinar, ante todo, el estado de nuestro corazón. Una vez que lo hemos comprendido, podemos pedir, como lo hacía el salmista: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno” (Salmo 139:2-4, 23-24).
Dejémonos “examinar” por Dios, por “la palabra de Dios… viva y eficaz”; ella es “más cortante que toda espada de dos filos”, “discierne los pensamientos y las intenciones del corazón”, y “todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta” (Hebreos 4:12-13). ¡No intentemos, pues, desviar el filo de la Palabra, embotar la punta de la espada, si queremos mantenernos en una buena condición moral!
¡Hasta en nuestras mejores actividades, la mayoría de las veces nos motiva la búsqueda y la satisfacción de nosotros mismos, y tal vez el orgullo también! Y si, con toda rectitud, pudiéramos decir: “De nada tengo mala conciencia”, deberíamos, no obstante, añadir: “No por eso soy justificado; pero el que me juzga es el Señor” (1 Corintios 4:4).
Puesto que tan poco sabemos discernir nuestro propio estado, es necesario que Dios mismo nos muestre lo que hay que juzgar en nuestro corazón. Por eso permite o nos envía pruebas que revelan lo que hay en el fondo de nosotros mismos (véase Deuteronomio 8:2). A veces basta algo insignificante —¡un grano de arena!— para que salga a luz el estado de nuestro corazón. Cuando un hecho sin importancia llega a producir un gran trastorno, ello es indicio de un estado moral que deja mucho que desear, ya que, de no ser así, habría hecho falta una causa mayor para llegar a semejante desconcierto: cuanto más insignificante es el hecho que revela un estado moral que corregir, tanto peor es este estado. Generalmente nos detenemos en las causas secundarias, y luego somos llevados a decir: «¿Cómo es posible que circunstancias tan insignificantes produzcan semejantes resultados? Si no hubiese hecho esto o dicho aquello, todo lo que siguió seguramente no habría ocurrido». Y ¡cuántos reproches nos hacemos, o hacemos a aquellos que provocaron lo que reveló el estado del corazón! Perdemos así de vista el hecho de que fue Dios mismo quien lo ha dirigido todo, con vistas a alcanzar su objetivo: poner de manifiesto el estado interior. El hecho que condujo a esta manifestación, en la mayoría de los casos, tiene en sí mismo muy poca importancia. Dios había discernido lo que debía ser juzgado, cuando nosotros aún lo ignorábamos y, por el contrario, considerábamos que todo estaba bien; así pues, no queriendo dejarnos en este estado, Dios permitió, o envió, lo que nos abrió los ojos en cuanto a un estado personal no confesado y hasta no reconocido. ¡Qué gracia tan grande, pues, que Dios obre de esta manera!
Lo que es verdad de un creyente también lo es de una iglesia. ¿Cómo puede ser que un hecho sin importancia provoque disturbios y discordia? Sin duda, porque Dios se ha servido de él, o lo “mandó” (véase Lamentaciones 3:37-38), para revelar el estado moral de la iglesia. De manera que no sería de ningún provecho detenernos en los mismos hechos y buscar, bajo pretexto de paz, un «arreglo» que salvaría tal vez las apariencias pero que de ninguna manera constituiría el verdadero remedio. Hay que ir hasta el origen, de los efectos hasta las causas, e inclinarnos bajo la poderosa mano de Dios. El estado de los corazones es lo que debe ser juzgado, y esto sólo puede hacerse en la presencia de Dios. Por eso, es sumamente importante llevar a las almas delante de Dios. ¡Sólo a este precio se obtiene la restauración del estado moral de un creyente o de una iglesia, el restablecimiento de la paz entre los hermanos, la comunión y la prosperidad espiritual! ¡Ignorarlo, sería obstaculizar al trabajo de Dios!
Si el estado de un creyente, o de una iglesia, es bueno, las circunstancias permitidas u ordenadas por Dios jamás traerán resultados nefastos, sino que manifestarán que todo está en orden y en regla con Él. Si, por el contrario, ese estado es malo, la «prueba» sacará a la luz el estado del corazón, y permitirá juzgar lo que haya de ser juzgado.
Un creyente en mal estado huye de la presencia de Dios (Salmo 139:7-12; Génesis 3:8-10), cuando Él quisiera que gozáramos continuamente de Él y de su comunión. Por eso, él obra para que nada, en nuestros corazones, pueda impedírnoslo. Manifiesta lo que no discernimos, para remover todo posible obstáculo que impida el gozo de su comunión. Cuando un creyente ha comprendido el valor y la necesidad de este trabajo de Dios y, al menos en alguna medida, ha apreciado los resultados, desea sin cesar que prosiga: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos”.
Jamás olvidemos que las dificultades suscitadas por el adversario (y siempre con el permiso de Dios; véase Job 1:12 y 2:6) o aquellas enviadas directamente por Dios, son para ponernos a prueba, ya sea que se trate de la vida de un individuo o de la vida de la iglesia. ¡Qué importante es, pues, que velemos sobre el estado de nuestro corazón, sobre el estado de la iglesia! Seamos vigilantes en cuanto a eso y, para ello, elevemos cotidianamente la oración del salmista (139:23-24). El enemigo multiplica sus ataques, pero es impotente en presencia de un creyente en buen estado espiritual, que supo vestirse de “toda la armadura de Dios” (Efesios 6:10-18) —armadura que no consiste en el conocimiento teórico de ciertas verdades, sino en un buen estado práctico— como también en presencia de una iglesia sin fisuras, donde todo está en orden, en sujeción al Señor, en obediencia a su Palabra, en dependencia del Espíritu y en el temor de Dios.
Si no es así, el adversario obtendrá un éxito seguro y sufriremos dolorosas experiencias. Sin embargo, por humillantes que éstas sean, no dudemos jamás de la fidelidad del Señor a sus promesas, ni nos desanimemos, aunque a veces ocurra que las circunstancias se muestren propicias a turbar a aquellos que sólo miran hacia abajo. Creyentes débiles, que quizá hasta ahora han comprendido mal su posición o sus privilegios, serán fortalecidos a través de batallas que deberán librar, como otrora lo fueron los combatientes de la fe, de quienes se nos dice que “sacaron fuerzas de debilidad” y que “se hicieron fuertes en batallas” (Hebreos 11:34). Por otro lado, el Señor manifestará a aquellos en los que hay rectitud de corazón y en los que él habrá efectuado su trabajo. A pesar de todo cuanto los suyos le hayan deshonrado, tengamos confianza. ¡Él sabrá glorificarse!
¡Que este pensamiento nos anime y fortalezca nuestra fe! Pero también velemos por el estado de nuestro corazón, sin olvidar las exhortaciones de Proverbios 4:23, 26-27: “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida… Examina la senda de tus pies, y todos tus caminos sean rectos. No te desvíes a la derecha ni a la izquierda; aparta tu pie del mal” y, para cumplirlas, retomemos sin cesar la oración de David: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno”.
¡Dichoso aquel que en verdad puede exclamar: “Tú me has examinado y conocido” (Salmo 139:1)!