El remedio de Dios para nuestros problemas

2 Corintios 2:14 – 2 Corintios 7:1

Introducción

Hoy, como lo sabemos, hay muchos problemas en el pueblo de Dios. ¿Cómo es posible que los creyentes estén tan divididos sobre tantos puntos? La obediencia a la Palabra de Dios y la dependencia del Señor ¿no deberían unirnos los unos a los otros? Encontramos una respuesta en las epístolas de Pablo a los corintios. Ellos también estaban divididos. ¿Por qué? Porque no estaban ocupados en la persona que debían: tenían ante sí a hombres y no a Cristo (1 Corintios 1:11-12).

En las dos epístolas a los corintios, los creyentes son considerados como puestos aparte de este mundo por un llamamiento divino; es el sentido de la palabra “santificados” (1 Corintios 1:2). Para la mirada de la fe, este mundo pasó a ser un desierto, y no tiene nada para sostener esta fe. Al atravesarlo, el cristiano debe vivir una vida de absoluta dependencia y obediencia al Señor. No realizar esto es la causa principal de las caídas en el testimonio de la familia y de la iglesia.

Dios permite este tiempo de prueba para que aprendamos lo que hay en nuestros corazones. Pero es más valioso aún aprender lo que hay en el corazón de Dios. Entonces apartaremos la mirada de nosotros mismos para encontrar a Cristo, quien responde a cada una de nuestras necesidades.

La causa profunda de los problemas

Al meditar sobre esta porción de la Escritura, debemos tener presente la gran meta que el apóstol tenía ante sí. Aspiraba ver a los creyentes de Corinto salir de su baja condición espiritual descrita en la primera epístola. En ella tuvo que decirles: “De manera que yo, hermanos, no pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales” (1 Corintios 3:1). Esta condición carnal había llevado a la mundanalidad y a la relajación moral, que más tarde abrió las puertas al desorden en la iglesia y al error doctrinal. Les faltaba discernimiento y carecían de fuerza espiritual para afrontar sus problemas. Esto se parece mucho a lo que vivimos hoy.

Esta situación que se describe en la primera epístola, todavía continúa en la segunda. Pero, en esta última, vemos cómo Dios obra para transformarnos a la imagen moral de nuestro Señor Jesucristo. El Espíritu opera en nosotros lo que Dios se propuso para nosotros, de modo que los problemas son resueltos de la manera que honra a Dios. El «yo» queda totalmente excluido.

No es nuestro deseo ocuparnos de dificultades y de problemas, sino más bien descubrir el remedio de Dios para éstos. No escribimos para que no sobrevengan problemas; nadie puede evitarlos; sino que necesitamos ver la solución de Dios para cada uno de estos problemas; y esta solución está en Cristo.

El cambio es posible

El apóstol Pablo había estado en situaciones extremadamente difíciles: “Fuimos abrumados sobremanera más allá de nuestras fuerzas, de tal modo que aun perdimos la esperanza de conservar la vida. Pero tuvimos en nosotros mismos sentencia de muerte” (2 Corintios 1:8-9; véase también 4:8-9). A pesar de esos peligros exteriores, Pablo no se rindió ni se desanimó. Al contrario, se vio a sí mismo identificado en el testimonio con un Cristo victorioso (2 Corintios 2:14-15). Y por su conducta y predicación, el perfume de Cristo subió hasta Dios. Pablo, que se llamaba a sí mismo “el primero” de los pecadores (1 Timoteo 1:15), fue entonces suscitado especialmente para hacer relucir la gloria de Dios en “la faz de Jesucristo” (2 Corintios 4:6). Sólo Dios podía producir semejante cambio en la vida de una persona.

Lo que Dios hizo en Pablo, desea hacerlo también en cada uno de nosotros, los que creímos. Quiere, por su Espíritu, escribir a Cristo en nuestros corazones (3:3). La ley no podía hacer esto. Podía decir al hombre lo que debía hacer y lo que se esperaba de él, pero no podía cambiarlo (Romanos 8:3-4). El cristiano recibió una nueva vida (Cristo) y una nueva naturaleza que ama lo que es de Dios. El Espíritu Santo mora ahora en nosotros, y nos mantiene ocupados en Cristo, quien está en la presencia de Dios. Y mientras estemos ocupados en el Hombre Cristo Jesús, allí donde está ahora, una transformación se opera en nosotros, un cambio moral que nos hace cada vez más semejantes a Él (2 Corintios 3:18).

Un gran obstáculo

El mayor obstáculo para el trabajo del Espíritu en el creyente es el «yo». Un “yo” bueno o un “yo” malo, no tiene importancia: siempre es el “yo”. La estima de uno mismo, el cuidado de su propia imagen, el amor propio, todo esto nos mantiene ocupados en la persona equivocada, la que Dios desechó y condenó en la muerte de Cristo. Dios no busca mejorar al hombre en la carne. “las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17).

Alguien puede preguntar: ¿De qué manera esta enseñanza puede ayudarnos a resolver nuestros problemas? Primeramente, debemos admitir que: “En mí, esto es, en mi carne, no mora el bien” y que “la carne para nada aprovecha” (Romanos 7:18; Juan 6:63). Los problemas que causan tantos disturbios en nuestras vidas individuales, en nuestras familias y en nuestras reuniones, tienen su origen en nuestra carne. Y si no aprendemos por la Palabra de Dios que la carne no aprovecha para nada, Dios nos lo enseña por medio de nuestros fracasos. ¡Qué triste si lo aprendemos de esta manera! Y lo que es aún más triste, es el hecho de haber contristado al Espíritu Santo, y que cada falta o cada pecado haya necesitado los sufrimientos insondables de Cristo en la cruz. Entonces, al realizar cuán miserable es la carne en mí, desvío los ojos lejos de mí mismo y encuentro en Cristo un objeto de delicias supremas, aquel en quien Dios tiene su gozo y satisfacción eternos.

Esto comienza en mí

Una vez que he experimentado cuán miserable es la carne en mí (no en mi hermano), debo aceptar la enseñanza que Dios da en su Palabra. Nos enseña a desviar nuestra mirada de nosotros mismos para fijarla en Cristo. Cuando llevamos a cabo esto, adquirimos algo de los caracteres morales de Cristo: la obediencia, la dependencia de Dios, la paciencia, la benignidad, el dominio propio. Hay aún otros caracteres en Gálatas 5:22-23. Es el fruto que el Espíritu Santo produce en la vida práctica del creyente. Nuestros cuerpos, “vasos de barro”, contienen este tesoro que es Cristo (2 Corintios 4:7). Cuando el vaso es quebrado, la luz que está en su interior puede brillar.

El apóstol Pablo nos recuerda también que todos debemos “comparecer ante el tribunal de Cristo” (2 Co-rintios 5:10). Todo lo que hayamos hecho en nuestra vida será manifestado en la luz de Su santa presencia. Nuestros motivos, nuestro egoísmo, aunque hayan sido mezclados con nuestro servicio para el Señor, serán manifestados. Lo que fue hecho en secreto o en público, en el lugar de trabajo o en casa, todo será puesto en evidencia. ¡Este pensamiento sondea lo más profundo de nuestro corazón! Pero acordémonos que cuando estemos ante el tribunal de Cristo, la naturaleza pecadora en la que habíamos pecado ya no estará en nosotros. Seremos semejantes a Cristo y nos gozaremos de haber terminado para siempre con nuestra vieja naturaleza egoísta y pecadora. Sólo lo que es de Cristo permanecerá eternamente.

Cristo es verdaderamente el remedio

Si, como Pablo, viviésemos en la luz de aquel día, ¡qué clase de personas seríamos! Es mucho mas fácil decir: “para mí el vivir es Cristo” (Filipenses 1:21) que hacerlo realidad; porque ello significa que es Él quien decide sobre mi manera de vestir, sobre cómo uso mi dinero, dónde paso mis vacaciones, cómo me dirijo a mi esposa o a mi marido, cuál es mi actitud hacia mis hijos, etc. Esto afecta todas mis relaciones en la casa, en el trabajo y en el mundo. Y, lo que es más importante, contribuye a generar, en el lugar de reunión, una atmósfera que honra a Cristo. De esta manera, tendremos realmente el pensamiento de Cristo, lo cual nos hace aptos para hacer frente a todas las dificultades. Nos lleva a tomar las decisiones espirituales correctas, a comprender con quién podemos tener comunión y qué asociaciones constituyen una deshonra. Una verdadera separación y una vida de santidad sólo son posibles si están ligadas a un verdadero afecto por Cristo y a la obediencia a su Palabra (2 Corintios 6:17-18). Entonces nunca preguntaremos: «¿Qué hay de malo en esto o en aquello?» sino: «¿Agrada esto a Cristo?»

Pablo concluye con una palabra de aliento: “Así que, amados, puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios” (2 Corintios 7:1). Si dejamos a Dios actuar de esta manera en nuestras vidas, experimentaremos la paz y el gozo profundos de la comunión con el Padre. Esto hará que los sufrimientos y los dolores que atravesamos sean de provecho. La fe mira más allá del presente y evalúa cada cosa a la luz de la eternidad, “no mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas” (4:18). ¡Quiera Dios trabajar profundamente en todos nosotros para que reflejemos a Cristo en una mayor medida!