Mara

Éxodo 15:22-27

El pueblo de Israel, una vez liberado de Egipto, caminaba en el desierto. Tenía hambre y sed. Reclamaba, protestaba y murmuraba. Hoy también, los cristianos se quejan de que el camino es difícil, estrecho, de que estaban mejor en el mundo, cuando eran inconversos, porque hacían lo que querían. Olvidan que, bajo esa apariencia de libertad en la cual se encuentra el hombre inconverso, hay en realidad una esclavitud de hierro. La expresión “horno de hierro” (Deuteronomio 4:20) define la posición de Israel en Egipto. A todos se nos da por quejarnos, y cuando un cristiano se queja, se queja de Dios, ultraja a Dios: es como si dijera a Dios: «¿Qué hiciste, no podías dejarme donde estaba?» Un cristiano no puede volver jamás adonde estaba; puede volver al mundo, pero no puede volver a ser un inconverso. En el cielo, no nos quejaremos de Dios; todos cantaremos la gloria de Dios. Quejarse de Dios es algo que tiene lugar en la tierra, en el desierto. Es como si le dijéramos: «Te equivocaste; no me agrada lo que hiciste por mí». Todas las veces que Dios nos oprime un poco y murmuramos, olvidamos que quiere nuestro bien, o hasta decimos que desea nuestro mal.

La Pascua no tuvo lugar en el desierto, sino en Egipto. Si no hubiese existido la Pascua en Egipto, el pueblo no habría podido salir de allí; porque Dios no habría podido castigar a los primogénitos egipcios sin tocar a los de Israel. No podía decir que Israel era un pueblo santo, porque era pecador; los israelitas no estaban en mejor situación que los egipcios, salvo algunos: Moisés, por ejemplo. Si Dios “sale de su lugar” (Isaías 26:21; Miqueas 1:3) para castigar, debe hacerlo en todo lugar donde encuentra el mal. Debía castigar a los israelitas al igual que a los otros; por eso la Pascua debía hacerse en Egipto, del otro lado del mar Rojo. Para que el pueblo pudiese atravesar el mar Rojo, era necesario que estuviera libre en cuanto a Dios, estar en orden con Él. Antes de hacer frente al Faraón, al mar Rojo, a todos los enemigos que podamos encontrar, primero es necesario encontrarse con Dios. Lo primero que uno debe hacer, es ponerse de acuerdo con Dios. Israel no escapaba a ese principio ligado a la naturaleza misma de Dios. Dios es el Amo de todo; el mundo le pertenece y todos tendremos que rendirle cuentas.

La Pascua protegía al pueblo. La palabra «Pascua» proviene de una palabra que quiere decir pasar por encima. El juicio de Dios pasó por encima del pueblo, así como pasó por encima de todo creyente: “Veré la sangre y pasaré de vosotros” (Éxodo 12:13). El verdadero pueblo de Dios es aquel sobre el cual fue puesta la sangre de Jesús, estando así protegido del juicio. Hoy se trata de individuos; para los israelitas, se trataba de una salvación colectiva: no todos los que se beneficiaban de ella eran creyentes. Hoy, todo verdadero creyente está al abrigo de la sangre de Jesús, de manera que el juicio de Dios no vendrá sobre él; puede tener relación con Dios. En realidad, Dios no instruye ni enseña a un inconverso; primero se ocupa de salvarlo. Mientras que un hombre no tenga la sangre de Cristo sobre él, no tiene ninguna relación vital con Dios. No pertenece al pueblo de Dios. Dios no le enseña; esto no quiere decir que no se ocupe de un inconverso; puede bendecirlo cuando lee la Palabra y busca ponerla en práctica. En todo lugar donde la Palabra es leída, aun sin ser creída, hay bendición; tiene un poder intrínseco para rechazar el mal y procurar el bien. En todos los países donde fue leída, hubo una superioridad moral sobre los demás. En esos mismos países, donde ya no es más leída, se observa una regresión: la conciencia se relaja, el temor de Dios se va. Es un fenómeno característico de nuestra época, opuesta a la que marcó el feliz efecto de la Palabra de Dios cuando era leída.

El pueblo de Israel tiene sobre sí la marca de la sangre del cordero. Tal es el cristiano en este mundo; tiene sobre sí la sangre del Cordero. Sin ella no se es cristiano. No porque los padres creyeron, sus hijos creen; no porque los padres estén en el camino del cielo, los hijos lo están; es necesario que cada uno, como si fuese el único, crea en Jesús.

Desde el momento que Dios puso a su pueblo aparte para él, se ocupó de él para enseñarle. Primero lo sacó de su propio juicio: es la Pascua; luego, el poder de Faraón fue destruido: es el paso del mar Rojo. Después lo hizo atravesar el desierto. El capítulo 18 del Éxodo es una figura del milenio; un día, Israel conocerá el milenio, no bajo el régimen de la ley (ella es dada a partir del capítulo 19), sino bajo la gracia de Dios. Esta sucesión de hechos ilustra el consejo de Dios referente a su pueblo celestial.

En el capítulo 15, Israel cantó su primer cántico; fue hermoso. Todos tenían gozo, todos atravesaron el mar Rojo. Sin embargo, el horizonte no era agradable, apenas mejor que Egipto: si el mar Rojo estaba detrás, el desierto estaba delante. Pero Faraón fue destruido, y todos cantaron en el desierto, como se canta al comenzar la vida cristiana. El gozo era total. No había nota discordante; se pensaba sólo en Dios, en la liberación de Dios, en la gloria de Dios. Dios se ocupaba de su pueblo para bendecirlo. Inmediatamente después, comenzó la marcha en el desierto: tres días... y no se encontró agua. En Mara, las aguas eran amargas.

Cuando alguien se convierte, canta (todos conocimos este gozo de la conversión); Dios llena su alma, no ve otra cosa, es hermoso. Luego, Dios lo lleva al desierto, y después de tres días de prueba, esta alma murmura. Cantó y ahora murmura. ¿Por qué? porque en el desierto encontró una fuente que se llama Mara: amargura. Encontramos esta palabra en Rut: “Llamadme Mara; porque en grande amargura me ha puesto el Todopoderoso... el todo Todopoderoso me ha afligido” (Rut 1:20-21). Dios nos llama, nos convierte, luego nos hace andar. Quiere que aprendamos a conocerlo prácticamente y quiere que aprendamos a conocernos prácticamente.

Cuando un joven se convierte, vemos el dedo de Dios. Pero ¡cuánto que aprender, cuántas experiencias que hacer! Su gozo, más adelante, será más grave, más interior, más uniforme, más serio. Habrá sacado el agua que refresca su alma a una mayor profundidad. El gozo del principio no es la señal superior del trabajo de Dios en un alma.

Mara: las aguas amargas, un agua que no desaltera, un agua que da amargura. Es una experiencia que trae el sufrimiento a nuestra alma, en lugar de la paz; una circunstancia que Dios permite, un aguijón que él nos envía, una disciplina. Y decimos: «Señor, ¿por qué Mara?» y murmuramos. ¡Cuántas Maras necesitamos conocer a lo largo de una vida! Un cristiano que anduvo tres días, otros tres días, y todavía tres días más, y que en cada ocasión se encontró con Mara, conoce a Dios de una manera mucho más elevada que aquel que está solamente al borde del mar Rojo, donde vio la mano de Dios derribar a su adversario. No atravesamos este desierto sin llorar, nadie atravesó este mundo sin llorar (y no hablo de las lágrimas que un cristiano derrama a causa de sus faltas). Dios lo permite a causa de lo que somos, de naturaleza indomable, de voluntad intratable, contra la cual nadie pudo hacer algo. Dios se ocupa de nosotros muy de cerca, para quebrarnos, para que confiemos sólo en él. En el mar Rojo, el pueblo aprendió a conocer a Dios, pero no se conocía en absoluto a sí mismo.

Dios, a cada uno de nosotros, le envía una disciplina apropiada. Él no se equivoca; pone su mano donde es necesario. Felizmente, Dios no concede al cristiano todo lo que desea. Los que siguieron al Señor más de cerca, son aquellos que más a prueba ha puesto el Señor. El apóstol Pablo tenía un aguijón; le molestaba. Tres veces pidió al Señor que se lo quitara. No, “bástate mi gracia” (2 Corintios 12:8-9). Para Pablo era preventiva. Para todos nosotros hay pruebas preventivas; otras son aplicadas para hacernos volver de un desvío. Dios nos sujeta, su mano es fuerte, no hay que resistir, no hay nada que hacer. Y él está lleno de gracia.

Cuando Dios llama a un hombre, lo convierte y toma cuidado de él; puede que este hombre convertido se vuelva rápidamente al mundo, pensando que al ser salvo e ir al cielo, puede divertirse en la tierra. Dios no lo pierde de vista y, en el momento oportuno, lo encontrará. Queremos satisfacer nuestros gustos, pero Dios hace lo que Él quiere. No nos pertenecemos más a nosotros mismos. Si Dios no nos atase por medio de las pruebas, seríamos capaces de todo: ¡Ya hacemos demasiado! Cuando no andamos en obediencia y de manera inteligente, Dios nos envía la rienda y el freno.

He aquí Mara, una prueba terrible, una situación sin salida. Centenares de millares de hombres, de mujeres, de niños, todos tenían sed. Era una situación terrible para Moisés, pero no para Dios. ¿Volver a Egipto? ¡Dios no dijo que abriría de nuevo el mar Rojo! Lo abrió para hacer que el pueblo fuese adelante, y no para hacerlo retroceder. No había nada que hacer; todo estaba contra el pueblo de Dios: el desierto y una fuente de aguas amargas. Comprendemos al pueblo: «Estábamos mejor en Egipto; vivíamos con lo justo y necesario, pero vivíamos. Olvidamos los ladrillos, pero nos acordamos del pescado y de los puerros» (Números 11:5). Es esto lo que hace al cristiano mundano; dice: «¡Mejor sería no ser cristiano!» ¿Es esto lo que Dios quiere?

Una gran angustia es una oportunidad para Dios. Cuando todo se une contra alguien, Dios dice: «Muy bien, nadie puede hacer algo por ti; ni tú puedes hacer algo; yo sí puedo». Es siempre Dios el que dijo: “¿Habrá algo que sea difícil para mí?” (Jeremías 32:27). No sabemos utilizar los recursos que tenemos en Dios.

Dios mostró a Moisés un árbol, lo echó en las aguas y éstas se endulzaron. Dios no hizo brotar otras aguas. El agua de Mara se transformó en un agua dulce, que apagó la sed del pueblo. El Señor mismo echa, por decirlo así, la virtud de su muerte en nuestra alma voluntaria, porque el árbol (la madera) nos habla de su cruz; en ese momento hace conocer la paz a nuestro espíritu quebrado. Son las mismas aguas, las mismas circunstancias, pero el Señor me enseña a atravesarlas con él. Quebró mi voluntad, y me queda la dulzura y la paz: la prueba viene a ser una fuente de refrigerio para mi alma. Esto no es fácil, hasta imposible; pero es el trabajo de Dios en nosotros y para cada uno. No hay cristiano que no conozca circunstancias extraordinarias. Dios quiere que nos apoyemos en él. Si no tuviéramos ni un átomo de voluntad propia, estaríamos siempre en paz, aun si fuésemos afligidos; confiaríamos solamente en Dios, siempre. Sin saberlo, lo que nos turba es nuestra propia voluntad. ¡Hay mucho más de lo que pensamos en todo lo que hacemos!

Un árbol fue echado: un madero habla de la cruz, de la muerte; el Señor nos pone de lado, pone de lado nuestra voluntad. No sólo Jesús murió por el cristiano (es lo que aprendemos de la Pascua), sino también el cristiano muere con Cristo. La realización práctica de esto lo vuelve libre y feliz. El apóstol Pablo lo realizó; conoció el sufrimiento, pero nada ni nadie le podían quitar su gozo, su paz. Perdemos fácilmente el gozo y la paz porque tenemos en nuestro corazón muchas cosas que amamos; cuando Dios nos quita una, nos irritamos contra él. Si pensásemos en su gloria, estaríamos de acuerdo con él.

Mara no nos habla de las consecuencias amargas de nuestras infidelidades. Cuanto más fiel es un cristiano, tanto más conocerá Mara, las aguas amargas. En un sentido, toda nuestra vida en este mundo se caracteriza por Mara, pero se transforma si echamos el árbol en las aguas amargas: se vuelven dulces.

Estar en Mara con Jesús vale más que estar en Egipto sin él. No se vive de verdades, de principios; se necesita la presencia de Cristo allí donde estamos. A veces hace que pase mucho tiempo para cambiar nuestras circunstancias, y decimos: «¿no te puedes apurar?» Pero antes de cambiarlas, viene con nosotros y nos da la paciencia, la paz y el reposo.

Mara no es un incidente en la vida del cristiano; es toda su vida. Si un cristiano no encuentra a Mara en su vida, esto prueba que, de corazón, volvió a Egipto. Lo que necesitamos, es conocer a Cristo en nuestras circunstancias, conocerlo personalmente. Si un cristiano no goza del Señor, va a beber de toda clase de fuentes en el mundo. El Señor Jesús quiere estar con nosotros todos los días: “He aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”; es el último versículo del evangelio de Mateo (28:20).

Que el Señor nos conceda a todos, y siempre, la gracia de estar cerca de él; que nos haga vivir la experiencia, no de quitarnos a Mara, sino de cambiar las aguas de Mara. ¡Que nuestro corazón busque la comunión con el Señor en todo tiempo y en todo lugar!