El capítulo 7 de los Hechos nos ilustra de manera conmovedora la muerte del primer mártir de la historia de la Iglesia en la tierra. Esteban, hombre lleno del Espíritu Santo, daba allí un testimonio poderoso de la persona de su Señor. Este testimonio era al mismo tiempo un último llamamiento a la nación judía que había rechazado a su Mesías y lo había clavado en una cruz. En su predicación del capítulo 3, Pedro les había dicho: “Arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio, y él envíe a Jesucristo, que os fue antes anunciado” (v. 19-20). En el capítulo 7, Esteban se dirigió una vez más a los jefes religiosos de ese pueblo. Pero en su ciega cólera y en su odio contra Cristo, rechazaron aun este último testimonio y apedrearon al testigo del Señor Jesús.
Este apedreamiento marcó un giro en los caminos de Dios para con la tierra. El pueblo terrenal de Dios fue puesto de lado definitivamente. En su lugar, Dios iba a tomar de los gentiles un “pueblo para su nombre” (15:14); un pueblo que llevara un carácter celestial, un pueblo unido a un Cristo glorificado en el cielo.
En ese momento, la Iglesia de Dios ya existía. Cuando vivía en la tierra, el Señor había hablado de ella como de algo futuro; había anunciado que él la edificaría (Mateo 16:18). Había subido al cielo y el Espíritu Santo había venido a la tierra (Hechos 1 y 2). Este último acontecimiento marcó la hora del comienzo de la Iglesia. En efecto, cuando el Espíritu Santo vino a la tierra, los creyentes fueron “bautizados en un cuerpo… por un solo Espíritu…” (1 Corintios 12:13). Por lo tanto, en el momento del testimonio de Esteban, la Iglesia ya existía, pero su carácter celestial aún no era conocido. El rechazo del testimonio de Esteban y la conversión de Saulo, ocurrida poco después, ponen en evidencia esta verdad.
Rasgos característicos de la época cristiana
Los últimos versículos del capítulo 7 de los Hechos y el principio del capítulo siguiente, ponen ante nuestros ojos, de manera particularmente clara, algunos de estos rasgos.
1) Israel como nación ha sido puesta de lado
Los judíos no han rechazado solamente al Cristo que Dios les había enviado, sino que han rechazado también a aquellos que testificaban de él. Por esto colmaron la medida de su culpabilidad. Dios debió alejarse por un tiempo de ese pueblo. Sólo después del término de la época cristiana, es decir, después del tiempo actual de la gracia, Dios se ocupará de nuevo de su pueblo terrenal y lo introducirá finalmente en la bendición del reino prometido.
2) El mundo va a rechazar, condenar y perseguir a aquellos que dan testimonio de Cristo
Los hombres de entonces no tuvieron reposo hasta ver a Esteban muerto. En ese momento comenzó un terrible período de persecución contra la Iglesia (8:1). En el transcurso de los siglos, innumerables cristianos han dejado su vida como mártires. Con respecto a este tema, Pablo escribió a Timoteo: “Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Timoteo 3:12). Este principio es válido todavía hoy, pues el mundo no ha cambiado; es enemigo de Cristo y de los que le siguen. Desde luego, en muchos países el carácter de la persecución se ha modificado; pero, por otro lado, podemos preguntarnos: ¿vivimos piadosamente?
3) El cielo está abierto
Podemos elevar los ojos al cielo y ver allí tanto la gloria de Dios como al Hombre Cristo Jesús glorificado a la diestra de Dios (7:55-56). No ha existido nunca algo semejante en las precedentes épocas. Los cristianos conocen a un Hombre glorificado en el cielo; pueden dirigir sus ojos hacia lo alto; pueden ver la gloria del Señor a cara descubierta. Esta mirada hacia lo alto es determinante para el mantenimiento de su carácter celestial. Pablo exhortó a los colosenses: “Buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Colosenses 3:1). Los cristianos son hombres cuyo objetivo e intereses no se encuentran en la tierra sino que están orientados hacia el cielo.
4) El Hombre glorificado en el cielo está listo para recibir directamente en el cielo a su siervo atribulado
Esteban pidió al Señor: “Recibe mi espíritu”. Y en el mismo instante en que durmió (o murió), estuvo junto a su Señor. Esto constituye también una parte de nuestra esperanza. Nuestras esperanzas no están dirigidas hacia la tierra sino hacia el cielo. Si hemos de dormir —en caso de que el Señor no haya vuelto aún hasta ese momento— entonces estaremos inmediatamente junto a él, “lo cual es muchísimo mejor” (Filipenses 1:23).
5) El Espíritu Santo, persona divina, mora en la tierra
El Espíritu Santo mora en cada creyente y obra en aquellos que se dejan llenar por él (véase v. 55). Esto tampoco había existido nunca en las épocas precedentes, y no existirá más bajo esta forma en las siguientes. Únicamente la época cristiana está caracterizada por el hecho de que un Hombre glorificado está en el cielo y que, simultáneamente, Dios el Espíritu Santo está en la tierra. El Espíritu Santo, que estaba en esta tierra en los días de Esteban, está todavía hoy de la misma manera. Es el poder que actúa en nosotros para nuestro testimonio. Si hoy ese testimonio es tan débil, no es a causa del Espíritu Santo, sino únicamente a causa de nosotros mismos. No le damos el espacio necesario en nuestras vidas.
6) El Espíritu Santo no sólo da la fuerza para testificar, sino que dirige también la mirada del creyente hacia lo alto
Es lo que vemos en Esteban. En él se cumplieron las palabras que Pablo —presente en esta escena— escribió años más tarde a los corintios: “Nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Corintios 3:18). Esteban fue hecho capaz de orar por sus enemigos, como lo hizo su Maestro. Rodeado por sus homicidas, llenos de ira y de rabia, que lanzaban piedras contra él para matarlo, clamó a gran voz: “Señor, no les tomes en cuenta este pecado”. Quedamos confundidos cuando pensamos qué poco visible es el Señor en nuestras vidas.
La relación de los redimidos con su Señor en el cielo
Podemos notar la estrecha relación del siervo del Señor en esta tierra y su Maestro en el cielo. Los discípulos en Hechos 1 tenían los ojos puestos en el cielo cuando los ángeles les preguntaron: “Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo” (v. 11). Pero para Esteban era diferente. Tenía los ojos puestos en el cielo y veía allí a su Señor. Para sostener a su testigo, el Señor abría ante él el cielo, donde iba a tomarle pronto junto a sí.
Es también allí adonde deben dirigirse nuestras miradas. Nuestra esperanza es estar un día allí donde se encuentra el Señor ahora. La esperanza cristiana es celestial y no terrenal. Y si es verdad que el Señor va a establecer un día su reino sobre esta tierra y que nosotros reinaremos con él, no olvidemos que nuestra parte en ese reino es celestial.
El apedreamiento de Esteban —ese terrible acontecimiento— nos enseña un hecho de capital importancia: estamos ligados a un Señor celestial. Un joven llamado Saulo fue testigo de esta escena. El escritor precisa: “Y Saulo consentía en su muerte”. Pero Dios tenía sus planes para con ese hombre, quien era el instrumento elegido para presentar de manera particular la verdad de la unidad de Cristo con su Iglesia, y la posición celestial de ésta.
La historia de la conversión de Saulo se halla relatada en Hechos 9. En el camino a Damasco, una viva luz resplandeció alrededor de él y lo hizo caer a tierra. Y del cielo se hizo escuchar la pregunta que lo sondeaba profundamente: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” Supo inmediatamente que era el Señor quien le hablaba. Pero notemos que la voz no preguntaba «Saulo, Saulo, ¿por qué persigues a los que me pertenecen?», ni tampoco: «¿Por qué nos persigues?» Las dos hubieran sido correctas, pero no hubiera sido toda la verdad. Es claro que Saulo había perseguido a los que pertenecen al Señor, pero no era simplemente un grupo de creyentes en esta tierra, o un grupo de ciudadanos del cielo sobre la tierra. No, Saulo perseguía al Señor mismo. Comprendemos aquí cuán estrecha e indisolublemente estamos ligados con Cristo. El que persigue a uno de los suyos lo persigue a él mismo, aunque él esté en el cielo y nosotros todavía en la tierra. Este hecho pone en evidencia nuestra posición celestial. No sólo somos hombres orientados hacia el cielo, sino que pertenecemos ya, en cuanto a nuestra posición, al lugar donde nuestro Señor se encuentra.
Saulo fue llamado Pablo, y muchos años más tarde, fue justamente él quien enseñó por sus escritos la gloriosa verdad de Cristo y de la Iglesia. A él le fue dado enseñar la maravillosa unidad del cuerpo de Cristo. Cristo es la cabeza glorificada en el cielo y nosotros somos sus miembros sobre la tierra. Esta unidad con Cristo tiene un significado mucho más profundo que la unidad práctica de los primeros cristianos, por magnífica y ejemplar que haya sido, cuando “la multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma” (Hechos 4:32). “Un cuerpo”, nos dice Efesios 4:4. Por toda la eternidad, estamos ligados inseparablemente a Cristo.
En resumen, vemos que la muerte de Esteban pone claramente en evidencia el carácter de este mundo, como también el lazo que nos une a nuestro Señor en el cielo. La conversión de Saulo nos lleva un poco más lejos: revela la posición celestial que ya poseemos en Cristo, el hecho de que somos uno con él, el Hombre glorificado a la diestra de Dios.