Los personajes de la Palabra de Dios nos ofrecen una enseñanza simbólica y concreta, siempre actual y útil. Algunos de ellos, como Caín el homicida o Judas el traidor, son a primera vista repulsivos para el creyente, pero también para el mundo, el cual los menciona en sus máximas. Pero el corazón del hombre no ha cambiado, sigue siendo tan engañoso como en los tiempos del profeta (Jeremías 17:9); sin embargo, no podemos dejar de lado lo que nos enseñan tales individuos sobre el hombre y aun sobre nosotros mismos a la luz de la verdad.
Por el contrario, muchos otros personajes nos interesan por su carácter, ya que nos muestran discípulos del Señor, siervos de Dios, hombres piadosos, hombres de fe, combatientes, etc.
Caleb forma parte de estas figuras que debieran influenciar nuestra vida cristiana. Una vez, pues, que escudriñemos las Escrituras para inquirir el origen de este hombre, nos detendremos en algunos rasgos muy positivos de su fe.
Origen de Caleb
El nombre de Caleb se cita por primera vez en Números 13:6. Allí se nos muestra que era hijo de Jefone y que pertenecía a la tribu de Judá, la tribu de la alabanza. También vemos allí que Caleb era contado entre los nobles del pueblo, puesto que Dios pidió que fueran enviados los príncipes —más adelante veremos en qué circunstancias— para reconocer el país de Canaán. Ahora bien, ¿heredó Caleb el título de príncipe por su descendencia? Seguramente que no, pues es llamado en Josué 14 “Caleb, hijo de Jefone cenezeo” (v. 6), o, como podemos leer más adelante: Josué dio “a Caleb hijo de Jefone... su parte entre los hijos de Judá” (15:13). Los cenezeos formaban parte de los pueblos extranjeros que vivían en la tierra prometida a Abraham y sus descendientes (Génesis 15:18-19). Caleb, el cenezeo, descendió a Egipto y, haciéndose semejante a los israelitas, asió por fe esa parte de extranjero que es reconocida en Éxodo 12:19 y 48-49, a tal punto que llegó a ser designado como príncipe en medio de ellos.
Hoy, el título de hijo de Dios es ofrecido por pura gracia a todos aquellos que en otro tiempo eran extranjeros, “no por obras”, sino por la fe y sobre el único fundamento del sacrificio perfecto de Cristo en la cruz.
La fe y el vigor de Caleb
Moisés transmitió a Dios la petición del pueblo de enviar espías para examinar el país (Deuteronomio 1:22). Dios aceptó esa petición, aunque conocía perfectamente el corazón de los hombres de aquel pueblo, y pidió que fuesen enviados doce hombres, un príncipe por cada tribu (Números 13:2). Caleb fue escogido por la tribu de Judá, y Oseas, que a partir de entonces será llamado Josué, por la tribu de Efraín. Josué llevaba el mismo nombre que el Señor Jesús: «Jehoshua», es decir, «Jehová salva».
Para llevar a cabo esa expedición, Josué estuvo entre los doce príncipes. Esto puede ser considerado como figura de Cristo caminando en medio de los suyos, llevándolos a la tierra prometida para tomar posesión de ella y gozarse allí plenamente. ¿Se apartó Caleb de la intimidad de su conductor? Seguramente que no, pues vemos su nombre muy a menudo asociado al de Josué. H. Rossier escribió: «Ellos reconocieron juntos el país de la promesa, caminaron juntos por el desierto y entraron juntos en Canaán... Estos dos hombres tenían un mismo pensamiento, una misma fe, una misma confianza, un mismo valor, un mismo punto de partida, una misma marcha, una misma perseverancia y un mismo objetivo. ¿Caminamos también en compañía de Cristo, como Caleb junto a Josué, para tener todos estos puntos en común con nuestro Señor y Maestro?»
Los príncipes exploraron el país hasta Hebrón (Números 13:22), lugar que particularmente marcó a Caleb. Jamás lo olvidó, su corazón nunca se apartó de él, a pesar de que allí moraban “Ahimán, Sesai y Talmai, hijos de Anac”. Transcurridos cuarenta días, los doce volvieron de reconocer la tierra trayendo el racimo de uvas de Escol, como prueba de la prosperidad de aquella región. Pero diez de entre ellos manifestaron su temor y lo comunicaron a toda la congregación, disuadiendo a los hombres de combatir contra un enemigo de tan grande apariencia. Caleb hizo callar al pueblo delante de Moisés y dijo: “Subamos luego, y tomemos posesión de ella; porque más podremos nosotros que ellos” (13:30). Entonces “se quejaron contra Moisés y contra Aarón todos los hijos de Israel; y les dijo toda la multitud: ¡Ojalá muriéramos en la tierra de Egipto; o en este desierto ojalá muriéramos!” (14:1-2).
Josué y Caleb rasgaron sus vestiduras en señal de tristeza por Dios, y hablaron a toda la congregación diciendo: “La tierra... es en gran manera buena... Por tanto, no seáis rebeldes contra Jehová, ni temáis al pueblo de esta tierra; porque nosotros los comeremos como pan; su amparo se ha apartado de ellos, y con nosotros está Jehová; no los temáis. Entonces toda la multitud habló de apedrearlos. Pero la gloria de Jehová se mostró en el tabernáculo de reunión a todos los hijos de Israel” (14:6-10). Entonces, Dios decidió hacer perecer a ese pueblo rebelde: “Ninguno de los que me han irritado la verá. Pero a mi siervo Caleb, por cuanto hubo en él otro espíritu, y decidió ir en pos de mí, yo le meteré en la tierra donde entró, y su descendencia la tendrá en posesión... ¿Hasta cuándo oiré esta depravada multitud que murmura contra mí, las querellas de los hijos de Israel, que de mí se quejan?... En este desierto caerán vuestros cuerpos... exceptuando a Caleb hijo de Jefone, y a Josué hijo de Nun” (14:23-30). Como los demás príncipes, Caleb vio las ciudades fortificadas y los gigantes hijos de Anac. Pero sólo guardó en su corazón el recuerdo de los exquisitos frutos de aquella tierra. Diez espías tuvieron miedo, dos mostraron su fe y valor. Caleb retuvo la lección de los días precedentes: “Con nosotros está Jehová”, él lo sabe, lo cree y lo proclama (14:9).
La fe mira directamente al blanco y deja a Dios el cuidado de cada una de las etapas. Desde el punto de vista humano, podría juzgarse a Caleb como presuntuoso cuando dijo: “Subamos luego, y tomemos posesión de ella; porque más podremos nosotros que ellos” (13:30). Indudablemente, la energía natural que lo caracterizaba contribuyó a ponerlo en evidencia en esta primera intervención; pero vemos claramente el fundamento de su confianza cuando se dirigieron, junto con Josué, por segunda vez al pueblo. Como Josué, Caleb depositaba su confianza sólo en Dios, cuyo poder y gracia conocía muy bien. Sabía que Dios daba las fuerzas necesarias y expresó como el apóstol Pablo: “Nuestra competencia proviene de Dios” (2 Corintios 3:5). No se preocupaba ni de sí mismo, ni de los obstáculos, sino de la gloria de Dios unida al cumplimiento de sus promesas. De esta manera, Dios pudo llamarle: “mi siervo Caleb” (Números 14:24).
Caleb comprendió que las murmuraciones de los hijos de Israel no eran contra Moisés, Aarón, Josué ni contra él mismo, sino contra Dios, y que murmurar es rebelarse (14:9). Hoy también hay muchos “murmuradores, querellosos, que andan según sus propios deseos” (Judas 16), gente que no ha probado que “gran ganancia es la piedad acompañada de contentamiento” (1 Timoteo 6:6), y que las murmuraciones no son contra los hombres sino contra Dios (Éxodo 16:8). ¡Cómo escudriña esto mi corazón! Si todo lo recibo de mi Padre celestial, ¿estoy siempre contento de mi parte?
Caleb y Josué no titubearon, verdaderamente unidos en un mismo pensamiento, hacen lo contrario de lo que hacen los otros diez miedosos espías y toda la congregación. Pero la sentencia divina fue clara, el juicio de Dios se habría de cumplir indefectiblemente: “No verán la tierra de la cual juré a sus padres; no, ninguno de los que me han irritado la verá” (Números 14:23).
¿Qué recibió Caleb de parte de Dios a cambio de su fe? Humanamente hablando, casi nada. En este tiempo tenía cuarenta años y, como recompensa a su fe, debía caminar, o aun errar, cuarenta años más por el desierto antes de poder gozar de la “buena tierra”. La recompensa parecía más bien un castigo. Pero lo que él recibió, para comenzar, fue la aprobación de Dios, quien lo llamó “mi siervo”, quien le distinguió de los demás porque “hubo en él otro espíritu” y “decidió ir en pos de mí” (v. 24).
¡Qué alentador el hecho de que Dios mismo reconociera de manera oficial a su siervo, quien fue en pos de Él! ¡Qué gozo y energía incomparables salieron del corazón! Y después, Caleb recibió de Dios la promesa de que sería introducido en la tierra y que sus herederos la poseerían.
Esta promesa le daba la seguridad de que sería suficientemente fuerte cuando Dios hiciera entrar al pueblo en Canaán para tomar el país y vencer valientemente a los hijos de Anac. Caleb nunca olvidaría esa promesa divina, renovada especialmente para él y Josué. Así, lo encontramos de nuevo en el país con un vigor y una fuerza que sólo pueden obtenerse por la fe.
Pero a pesar de hallarse justo en la frontera de la “tierra que fluye leche y miel”, volvió por cuarenta años al desierto. Esos cuarenta años constituyeron la prueba de su fe, pero a los ojos de Dios, era una prueba “mucho más preciosa que el oro” y era para Su gloria (1 Pedro 1:7). ¡Qué dolor debió de sentir este hombre en su corazón, al ver caer continuamente muertos en el desierto a los incrédulos a quienes él exhortó a la obediencia! No obstante, durante cuarenta años, sufrió, junto a Josué, las consecuencias de la infidelidad e incredulidad del pueblo, sin murmurar. Lo único que contaba era la meta prometida. Los cuarenta años en el desierto, eran sólo una etapa requerida por Dios, una etapa en la que Dios enriquecía, bendecía y enseñaba a los suyos a confiar sólo en él. ¿No es ésa también la experiencia que viven algunos siervos de Dios, al ver que, aunque por un momento el camino se desvía inesperadamente, finalmente revela un fuerte enriquecimiento porque ésa ha sido la voluntad de Dios? “La paciencia (produce) prueba (o “experiencia” según la versión francesa de J.N. Darby); y la prueba, esperanza; y la esperanza no avergüenza” (Romanos 5:4-5).
Entrada y conquista del país
Por fin, el pueblo entró en la tierra prometida. Todos habían muerto en el desierto, incluso Moisés y Aarón, pero no así Josué y Caleb, según la Palabra de Dios. De este modo, los hijos y los nietos de los que salieron de Egipto entraron en Canaán, conducidos por Josué a través del Jordán, detrás del arca.
Entonces Josué se distinguió bien de Caleb. El lugar que ocupaba —su cargo y su rango— era diferente. ¿Demostró Caleb celos o desconfianza por ello? Para nada. Sabía muy bien que “Jehová engrandeció a Josué a los ojos de todo Israel; y le temieron, como habían temido a Moisés, todos los días de su vida” (Josué 4:14).
Caleb se acercó a Josué. Hacía ya cinco años que el pueblo estaba en Canaán. Habían pasado numerosas experiencias. Tuvieron lugar combates inolvidables: Jericó, Hazor y la victoria sobre los cinco reyes de Maseda, la terrible derrota de Hai y el engaño de los gabaonitas. Josué debió repartir por suertes el país en heredad al pueblo de Israel (Josué 13:6) y Caleb le recordó lo que Dios le había prometido: Hebrón y el monte de los anaceos. Aprovechando esta ocasión, Caleb mencionó su vigor: “Todavía estoy tan fuerte como el día que Moisés me envió; cual era mi fuerza entonces, tal es ahora mi fuerza para la guerra, y para salir y para entrar” (Josué 14:11). Josué obró “según el mandato de Dios” y le dio la ciudad de Quiriat-arba o Hebrón a Caleb, quien en seguida echó de allí a los tres hijos de Anac: Sesai, Ahimán y Talmai (Josué 15:13-14). Ese vigor en el brazo de Caleb constituía sin duda un ejemplo estimulante para Judá, su tribu. Pues más adelante, al principio del libro de los Jueces, vemos cuáles fueron las tribus que obraron según el mandato de Dios, despojando totalmente a los cananeos. Precisamente Caleb y Judá son mencionados como aquellos que despojaron al enemigo, al jebuseo y a los tres hijos de Anac (Jueces 1), mientras que otros esperaron, vacilando.
Posteridad de Caleb
Caleb nos deja aun un mensaje muy actual referente a su familia. Su descendencia figura en el primer libro de Crónicas. Entre sus hijos, se destaca su hija Acsa quien refleja bien el carácter de su padre.
Caleb se preparaba para tomar Quiriat-sefer. Conocía las dificultades del combate y afirmó que quien tomara esa ciudad sería digno de formar parte de su familia. Entonces dijo: “Al que atacare a Quiriat-sefer, y la tomare, yo le daré mi hija Acsa por mujer” (Josué 15:16; Jueces 1:12). Otoniel asumió este reto y conquistó la ciudad; entonces Caleb le dio a su hija por mujer. Él sería más tarde el primer juez, quien libraría a Israel de la servidumbre, y haría reinar la paz durante cuarenta años.
Por el ejemplo de su padre, Acsa conoció la perseverancia. Incitó a su marido a pedir un campo, el cual le fue concedido; luego prosiguió con su petición ante su padre y pidió también fuentes de aguas, pues las tierras del Neguev eran secas. Aun en eso, Caleb respondió a su petición, como siempre lo hace nuestro Padre, y le concedió las fuentes de arriba y las de abajo.
“Todas mis fuentes están en ti” puede decir el salmista (Salmo 87:7). Sea para arriba mirando al infinito o para el peregrinaje terrenal, tenemos la fuente abundante, inagotable, de la cual siempre podemos sacar, la Palabra de Dios, y a Cristo mismo, la Palabra hecha carne. “Será como árbol plantado junto a corrientes de aguas, que da su fruto en su tiempo, y su hoja no cae” (Salmo 1:3).
Sigamos el ejemplo de Caleb, hombre de fe perseverante, vigoroso, modelo para su hija Acsa y para nosotros mismos.