“Entonces el rey Nabucodonosor se espantó, y se levantó apresuradamente
y dijo a los de su consejo: ¿No echaron a tres varones atados dentro del fuego?
Ellos respondieron al rey: Es verdad, oh rey.
Y él dijo: He aquí yo veo cuatro varones sueltos,
que se pasean en medio del fuego sin sufrir ningún daño;
y el aspecto del cuarto es semejante a hijo de los dioses.”
(Daniel 3:24-25)
La historia de estos tres jóvenes hebreos que encontraron de forma personal e íntima al Señor, como nunca antes lo habían experimentado, en un horno muy caliente, tiene varias aplicaciones. Este cautivante relato siempre atrajo el interés, y con razón, particularmente de la juventud. Es un relato lleno de lecciones espirituales.
El rey Nabucodonosor, después de la toma de Jerusalén, había ordenado que le trajesen a Babilonia, jóvenes del linaje real y de buena familia de entre los hijos de Israel. Era necesario que no hubiese en ellos ningún defecto ni tacha alguna. Debían ser de buen parecer y de hermoso rostro. ¿Eso era todo? ¡No! El monarca exigía que estos jóvenes fueran enseñados en toda sabiduría; quería que fueran sabios en ciencia y de buen entendimiento. En suma, debían ser idóneos para estar en el palacio del rey. Es sabido que, en las cortes orientales, se formaba desde la infancia a aquellos niños que serían destinados a los numerosos y diversos altos cargos.
El primer capítulo de este libro del profeta Daniel narra cómo, de entre los hijos de Judá, se les puso nuevos nombres a Daniel, Ananías, Misael y Azarías. “Y Daniel propuso en su corazón no contaminarse con la porción de la comida del rey, ni con el vino que él bebía” (Daniel 1:8). Para Daniel y sus tres compañeros, este alimento, si bien era calificado como “la porción de la comida del rey” era impuro. En Asiria, como lo dice el profeta Oseas, se comía “vianda inmunda” (9:3). El cristiano fiel encuentra a menudo en este mundo cosas que no le dan la impresión de ser pecaminosas pero que sin embargo se manifiestan incompatibles con la santidad del Señor.
Estos jóvenes israelitas fueron puestos a prueba durante diez días. Al término de este tiempo, “pareció el rostro de ellos mejor y más robusto que el de los otros muchachos que comían de la porción de la comida del rey. Así, pues, Melsar se llevaba la porción de la comida de ellos y el vino que habían de beber, y les daba legumbres” (Daniel 1:15-16). Al haberse guardado cuidadosamente de todo aquello que era susceptible de tener una influencia corruptora, su comida se había tornado provechosa. Siempre hay una gran seguridad en la santidad práctica. El pecado está grabado en lo más profundo de nuestro ser. Sufrimos al pensar que, en el mundo, la educación tiene cada vez menos relación con la moral. Se le da cada vez menos importancia a las exigencias de esta última. Si para algunos, en cuanto al pecado, la burla sirve de justificación, sepamos que el mal a menudo deja cicatrices profundas. Las consecuencias del pecado son con frecuencia irremediables. En muchos casos, la alegría termina en tristeza y miedo. De todas formas el pecado ha hecho que todos los humanos sigan el itinerario de la muerte.
No se sabe a qué edad estos jóvenes hebreos de radiante presencia fueron transportados a esta enorme metrópoli de Babilonia, donde florecía una civilización refinada. Sea lo que fuere, no habían olvidado lo que se les había inculcado y habían asimilado desde su infancia. “Las palabras de los sabios son como aguijones; y como clavos hincados son las de los maestros de las congregaciones, dadas por un Pastor” (Eclesiastés 12:11). Todas las vicisitudes de la vida no alcanzan a borrar los recuerdos de la infancia.
El capítulo tres de Daniel trata de una acción crucial, es decir fundamental, que concluye de una manera decisiva tocante a la historia moral de esos tres jóvenes hebreos: Sadrac, Mesac y Abed-nego. El tiempo pasa y con él sopla el viento de la historia. Llega la hora en que se hace necesaria una confesión pública de la fe de esos jóvenes. Deberán dar testimonio de su fidelidad a su Dios y no solamente al Dios más o menos distante de sus padres. Ya que hasta ese momento nadie tenía la prueba formal de que esos jóvenes conocían por experiencia la inefable presencia de Aquel que se había revelado como el Dios de Israel. Sin duda habrían orado desde lo profundo de su angustia, y Dios oyó la voz de sus súplicas y les respondió. Les fue dada la oportunidad de confesar su fe, cuando Nabucodonosor pensó satisfacer su insensata avidez con adulaciones y loores.
¿Se acordó el rey de la gran imagen (Daniel 2:31), objeto de sus sueños? Hizo una estatua de oro colosal y ordenó que todos se postraran y la adoraran (3:4-7). Un castigo ejemplar les esperaba a los desobedientes (v. 6). Los tres jóvenes hebreos fueron acusados de haberse negado a postrarse en tierra delante del odioso ídolo. El rey preguntó con ira si era así (v. 13-15). Pero esos jóvenes declararon abiertamente al rey diciendo: “No es necesario que te respondamos sobre este asunto. He aquí nuestro Dios a quien servimos puede librarnos del horno de fuego ardiendo; y de tu mano, oh rey, nos librará. Y si no, sepas, oh rey, que no serviremos a tus dioses, ni tampoco adoraremos la estatua que has levantado” (v. 16-18). Esto era suicida, humanamente hablando.
Los tres jóvenes hebreos fueron echados en el horno calentado siete veces más de lo acostumbrado (v. 19).
“Entonces el rey Nabucodonosor se espantó, y se levantó apresuradamente y dijo a los de su consejo: ¿No echaron a tres varones atados dentro del fuego? Ellos respondieron al rey: Es verdad, oh rey” (v. 24). ¿Por qué el monarca fue presa de estupor? ¿Por qué se levantó apresuradamente e interrogó a su consejero? La orden formal del monarca sin embargo había sido ejecutada y aun los vigorosos soldados que habían precipitado en el horno a Sadrac, Mesac y Abed-nego fueron quemados, muertos por la llama del fuego. En ese momento, se alzó en el rey la voz acusadora de la conciencia. A veces es muy difícil imponerle silencio.
El déspota continuó diciendo: “He aquí yo veo cuatro varones sueltos, que se pasean en medio del fuego sin sufrir ningún daño; y el aspecto del cuarto es semejante a hijo de los dioses” (v. 25). El monarca pudo ver dos cosas. Cada una de ellas era un milagro. La primera era que en el horno sólo se habían consumido las ligaduras. Así es con nosotros. La segunda era que había cuatro hombres en libertad, y no tres. Y el cuarto era “semejante a hijo de los dioses”. El rey reconoció allí, en el horno, la presencia de un compañero sobrenatural. Era uno mayor, más majestuoso que un mortal, el que se movía con los tres jóvenes hebreos. El rey tuvo esta visión; y los imperativos de su conciencia hicieron que ésta fuese aclarada por un instante. Los que son protegidos por el Señor no pueden sufrir ningún daño. ¿Sabemos lo que es ser fieles en tierra extraña, en medio de un mundo hostil? El odio y la tiranía del mundo se traducen a menudo en sufrimientos y persecuciones para el pueblo de Dios. Es el privilegio de todo cristiano no solamente creer, sino también padecer por Cristo (Filipenses 1:29). ¡Lector! permítanos preguntarle: ¿Conoce usted al Señor? Éste es el punto más importante.