(Pensamientos expresados por un padre después de la muerte de su único hijo)
¿No fue la mano de Dios la que había dado una familia a Job al principio? ¿No fue la misma mano la que volvió a llevarse en un instante a sus hijos? Y, además, ¿no fue la misma mano la que le dio otra familia, y la que bendijo “su postrer estado más que el primero”? (Job 42:12). Ocurre lo mismo en nuestra pequeña historia familiar. Fue el Señor el que nos había dado a nuestro hijo hace unos veinte años; fue su mano la que recientemente se lo volvió a llevar de entre nosotros; y es la preciosa acción del Espíritu Santo la que nos dejó el recuerdo de tal obra en su alma que podemos decir, en el más profundo sentido, que nuestro postrer estado como padres ha sido más bendecido que el primero.
He aprendido, mediante un nuevo ejemplo, lo precioso que es para el Señor un espíritu totalmente dependiente de Él. Porque, entre los recuerdos de nuestro hijo, no hay nada que me emocione tanto que su estado de dependencia de mí, y la libertad con la cual siempre se valía de mí. De noche y de día me necesitaba. Recurría siempre a mí a fin de que le prestara los más insignificantes y simples servicios. A causa de la pérdida de uno de sus brazos y de la enfermedad del otro, era tal su incapacidad que yo le era en lugar de dedo o de uña, como también de brazo o de mano. Pero aun cuando la ayuda brindada fuese del orden más común, él sabía que le aguardaba la más cordial acogida; y echaba mano en todo tiempo de esos servicios sin excusarse.
No hay nada más precioso para mi corazón que este recuerdo; sé que puedo afirmarlo. Esto dirige de nuevo mis pensamientos hacia mi Padre celestial. Cuán seguro estoy al presente de que nada le resulta más agradable que ver a sus hijos dispuestos a valerse de Él con semejante confianza. Recordar que mi hijo tenía necesidad de mí para todas las cosas y que se servía de mí en todas las cosas es el más grato y más precioso tesoro de mi corazón. Y si nosotros, que somos malvados, comprendemos estos afectos y este gozo, ¡cuánto más nuestro Padre celestial! Debemos a nuestro divino Maestro nuestros servicios, por más inconmensurables en abnegación y celo que fueren, y por más aceptados que sean por él. Pero para Su corazón tienen menos valor que nuestra confianza y uso que hacemos de Él.
Descansar en su amor personal y eterno es el gozo más elevado que podamos procurarle.
Su amor no necesita que velemos. Se mantendrá inalterable para con nosotros mientras dormimos. Estará pendiente de nosotros sin que le reclamemos y sin que trabajemos para obtener su ayuda. Como alguien bien lo dijo, Jesús intercede por nosotros, no cuando se lo pedimos, sino cuando tenemos necesidad de él. Podemos confiar en el hecho de que él está detrás de cada movimiento, de cada palabra, de cada intención a nuestras espaldas, por decirlo así, o dentro del velo del lugar santo.
El otro día estaba sentado en medio de una gran asamblea, adonde fui conducido por un sentimiento de deber, y no por mi libre elección; y, mirando alrededor de mí, en alguna medida sentía el sufrimiento de ser extranjero, expuesto quizás a llamar la atención o a interrogaciones. Mis pensamientos se volvieron de repente hacia mi tan recordado y amado hijo; en aquel momento me imaginé que lo veía entrar en la sala, y que se sentía incómodo como yo frente a todos esos desconocidos. Pero, entonces, siguiendo mi imaginación, pensé que de repente habría vuelto su mirada hacia mí, y que, al instante, sin pedir permiso, se habría sentado a mi lado para que le sirviese de protección contra todo lo que lo afligía y lo trastornaba; y que habría encontrado ahí más que un refugio, un tranquilo retiro desde donde mirar la escena circundante más bien con satisfacción que con un penoso asombro.
Esta especie de parábola fue muy dulce a mi espíritu. Me decía que ésa era la presencia de mi Señor para mí, y que ésa sería para mí, aunque el brillo de todas las glorias desconocidas impactara sobre mis ojos en un instante. Era un feliz pensamiento; pero extraje más enseñanzas aún de esta parábola.
Deduje qué importantes éramos yo y mi confianza para mi Señor, si él y su presencia eran importantes para mí. Porque estaba convencido de que, en el supuesto caso, mi hijo me daba más a mí de lo que yo le daba a él. Él encontraba una protección al lado mío; y, en un instante, lo que era un lugar desconocido, lleno de penosas sorpresas, se convirtió para él en algo más que un simple refugio. Estaba a sus anchas, y sólo yo le había hecho sentir así. Tal era mi valor a sus ojos. Pero se servía de mi lado y de mi presencia sin pedir permiso, o incluso sin pensar en pedirlo, y esta confianza me hacía —estoy convencido— mucho más feliz de lo que mi presencia y mi protección lo hacían a él. Tal era su valor a mis ojos.
¿Acaso no experimentaba yo que “más bienaventurado es dar que recibir” (Hechos 20:35)? El gozo que yo sentía ¿no era de un orden más elevado? ¡De qué manera el valor y la suficiencia de mi presencia se ponían en evidencia bajo mis propios ojos! En la escena que había imaginado, yo era todo, para mi confuso hijo, y él lo tomaba todo de mi mano sin reserva ni pregunta alguna. ¡Cuán apreciada para mi corazón era su actitud, y cuánto contribuía a mi más pura felicidad! Entre yo y el Señor, en quien confío, ocurre lo mismo que en esta parábola. Reclamo el derecho de echar el ancla a Su lado, plenamente consciente y seguro de lo que hago, cualesquiera fueren las circunstancias. Ellas pueden serme totalmente ajenas: poco me importa. Pueden implicar esplendor para deslumbrarme, o bien terrores y juicios para alarmarme; estar a Su lado me basta. Pero, durante todo ese tiempo, Él está en una posición más favorable que la mía, y participa de un festejo más opulento. Pues “más bienaventurado es dar que recibir”.
Mis pensamientos de amor que se vuelven así hacia el querido hijo que me ha quitado, han conducido mi corazón por un momento en esta dirección; y así, al seguir los pensamientos sugeridos por mis afectos naturales, he llegado a Jesús, mi dulce refugio.