“Trabajando sosegadamente…”
(2 Tesalonicenses 3:12)
El tema que intentaré abordar es, ciertamente, de gran importancia para todo hijo de Dios, ya que trabajar es el deber de todo hombre. Algunos hacen del trabajo el elemento más importante de sus vidas, el cual absorbe sus facultades y su tiempo, como si la vida no tuviera otro objetivo. Otros, por el contrario, sienten que el trabajo les resulta una pesada carga, por lo que buscarán librarse de ella dando lugar a la ociosidad. Es, pues, necesario que examinemos de qué manera la Palabra de Dios considera el trabajo.
El hombre no ha sido creado para estar ocioso. Dios mismo le ha otorgado facultades, ya sean físicas o intelectuales, que requieren ser desarrolladas mediante un ejercicio activo, ya sea en uno u otro ámbito, y aquí nos encontramos con el trabajo. Incluso antes de la caída, el hombre debía estar ocupado. Establecido rey de la creación, él debía no solamente multiplicarse y llenar la tierra, sino también gobernarla y señorear en todo ser viviente (Génesis 1:28). Para esto era necesario el trabajo mediante el ejercicio de sus facultades y sus fuerzas. Más adelante leemos: “Ni había hombre para que labrase la tierra” (2:5). Y si seguimos un poco más con la lectura, encontramos el relato de la creación del hombre, quien debía labrar la tierra, ya que, como confirmación de este hecho, se dice: “Tomó, pues, Jehová Dios al hombre, y lo puso en el huerto de Edén, para que lo labrara y lo guardase” (v. 15).
El hombre, tal como había sido creado, debía, pues, trabajar, pero el trabajo no estaba acompañado de sufrimiento. Sólo después que el pecado entrara en el mundo por la desobediencia, la sentencia divina fue emitida sobre el culpable. Esta sentencia contenía dos cosas: primero el sufrimiento, luego la muerte. Eva, por su parte, tuvo los dolores de parto; Adán debía trabajar con fatiga una tierra maldita por su causa y comer su alimento con el sudor de su rostro hasta que volviera a la tierra, de donde había sido tomado (en cuanto a su cuerpo). Tal es la ley divina, la cual nadie puede evadir, y que recuerda al hombre que es pecador. Por otro lado, podemos ver que la necesidad de trabajar impuesta al hombre fue una prueba de la bondad y sabiduría de Dios, quien puso así una traba al desarrollo de las malas inclinaciones del hombre, y una salvaguardia contra una multitud de trampas y peligros que se presentan en su camino.
La gracia que vino por medio de Jesucristo no libra al creyente de las consecuencias exteriores del pecado. Así pues, en su cuerpo mortal, él está expuesto al sufrimiento y sometido a corrupción. Por lo tanto, tiene que trabajar y enfrentarse a tareas a menudo pesadas, acarrear consigo mismo la fatiga y, como consecuencia, el sufrimiento. Pero la gracia introduce en él un poder divino. Él tiene a Cristo como su vida y como modelo de vida, de modo que, lo que por un lado resulta de la desobediencia de nuestros primeros padres, por otro permite que esta gracia produzca en nosotros frutos abundantes para la gloria y satisfacción de Aquel que nos ha comprado por tan alto precio. Consideremos el trabajo desde este punto de vista.
Veamos qué nos dice la primera epístola a los Tesalonicenses. En tiempos en que el apóstol Pablo les escribía esta carta, los creyentes de Tesalónica eran jóvenes en la fe, pero estaban en un saludable estado espiritual. Su cristianismo era real, llevaban una vida colmada de frescura y, por esto mismo, producían preciosos frutos. Esto resalta claramente en muchos pasajes de la epístola. “Acordándonos sin cesar (dice el apóstol) delante del Dios y Padre nuestro de la obra de vuestra fe, del trabajo de vuestro amor y de vuestra constancia en la esperanza en nuestro Señor Jesucristo. Porque conocemos, hermanos amados de Dios, vuestra elección” (1:3-4). La fe, el amor y la esperanza, tres fuentes vitales que constituyen la esencia de todo verdadero cristianismo, existían en ellos y brotaban con tal abundancia y frescura que el apóstol no tenía la menor duda en cuanto a su elección. De esta manera, los tesalonicenses eran un ejemplo a seguir por todos los cristianos de Macedonia y de Acaya, “porque partiendo de vosotros ha sido divulgada la palabra del Señor, no sólo en Macedonia y Acaya, sino que también en todo lugar vuestra fe en Dios se ha extendido, de modo que nosotros no tenemos necesidad de hablar nada” (1 Tesalonicenses 1:7-8). En el segundo capítulo hallamos esta hermosa declaración: “Porque ¿cuál es nuestra esperanza, o gozo, o corona de que me gloríe? ¿No lo sois vosotros, delante de nuestro Señor Jesucristo, en su venida? Vosotros sois nuestra gloria y gozo” (2:19-20). En el capítulo cuatro leemos: “Pero acerca del amor fraternal no tenéis necesidad de que os escriba, porque vosotros mismos habéis aprendido de Dios que os améis unos a otros; y también lo hacéis así con todos los hermanos que están por toda Macedonia”(4:9-10).
El lector encontrará fácilmente en otros pasajes este auténtico cristianismo que caracterizaba a esta joven iglesia y que se manifestaba de diferentes maneras. Pero, a pesar de ello, el apóstol exhorta aún a los tesalonicenses diciéndoles que “abundéis en ello más y más” en ese amor fraternal, el cual el mismo apóstol reconocía que existía entre ellos (v. 10). Es que, en efecto, en la vida cristiana no hay lugar para un estado estacionario: si no se avanza, se retrocede. Un cristiano puede haber adquirido un alto nivel en su vida espiritual; sin embargo, es necesario que abunde más y más, sin retrocesos, para que de esta manera el estado interno de su alma no se vea debilitado.
Podemos sentirnos sorprendidos al ver que el apóstol continúa su exhortación con las siguientes palabras: “Y que procuréis tener tranquilidad, y ocuparos en vuestros negocios, y trabajar con vuestras manos de la manera que os hemos mandado, a fin de que os conduzcáis honradamente para con los de afuera, y no tengáis necesidad de nada” (4:11-12). Pero ellas nos enseñan, por un lado, cuán necesario es recordar, aun a cristianos espirituales, los más simples principios morales. Nuestro corazón es perverso e insensato, siempre presto a desviar a otros y a dejarse extraviar él mismo. ¿No ha ocurrido más de una vez que un hijo de Dios ha mostrado un gran celo en el servicio al Señor, predicando el Evangelio, haciendo visitas y, al mismo tiempo, ha descuidado sus justas obligaciones con respecto a su familia, como también sus propios negocios? Esto no es bueno, y no glorifica al Señor; por el contrario, resulta en una deshonra a su santo Nombre para con los de afuera. ¿Existía un desorden de este tipo en Tesalónica? Podríamos pensar, en todo caso, que era necesario que recuerden que un cristiano debe procurar “tener tranquilidad”, ocuparse “en sus negocios” y “trabajar con sus manos” (4:11; compárese con 2 Tesalonicenses 3:11-12).
Por otro lado, este pasaje nos enseña también el valor que el Señor otorga a un sosegado y noble ejercicio de una profesión terrenal, y en qué elevado nivel en la escala de valores de Dios es puesta también una no tan reconocida ocupación manual. El mundo, sin duda, tiene otro pensamiento al respecto. Una ocupación manual no ocupa un lugar prominente en su escala de valores. Ser herrero o carpintero, zapatero o sastre, agricultor o viñador, empleada doméstica o lavandera, no tiene un gran atractivo a sus ojos. A veces hasta cierto menosprecio se atribuye a estas humildes ocupaciones, llevadas a cabo con ropas simples y a menudo sucias. Sin embargo, la bendición de Dios está del lado de estos sencillos trabajos. Su Hijo amado, hecho hombre en la tierra, ¿no fue educado por el pobre carpintero José? El asunto importante para Dios no es lo que uno haga, por bueno que fuere, sino cómo lo hace (Efesios 4:28). A Él le importa poco que un cristiano sea artesano, empleado doméstico, fabricante o comerciante, con tal que, independientemente de su actividad, éste se esfuerce en ser fiel y en desempeñar concienzudamente sus negocios. En este caso la bendición de Dios no faltará, alcanzando especialmente a las personas y cosas más humildes, las cuales a los ojos del mundo no tienen mucho valor (véase Romanos 12:16).
Se piensa, a menudo, que los trabajos manuales adormecen y matan al espíritu. Pongo en duda que tal sea el caso para las personas de este mundo, pero para los cristianos ciertamente no lo es. Diría más bien lo contrario, puesto que estos simples trabajos dejan al espíritu casi completamente en libertad, de manera que, trabajando, uno pueda ocuparse en cosas más elevadas. Un sencillo hijo de Dios, que tiene su corazón lleno de Cristo, sabrá ocupar este tiempo en la comunión con su Señor. Y, ¿qué es más vivificante para el espíritu que dicha comunión?
Hay aún un punto más. El apóstol nos presenta otro objetivo particular que debemos alcanzar mediante el ejercicio fiel y concienzudo de una profesión terrenal: “a fin de que os conduzcáis honradamente para con los de afuera, y no tengáis necesidad de nada” (1 Tesalonicenses 4:12). Cuando hoy en día vemos a tantas personas que, de manera educada o grosera, con o sin vergüenza, explotan a su prójimo o son una carga para ellos, ¡cuán necesario y bueno para el corazón y edificante para el alma es encontrar un trabajador fiel y laborioso, que coma su propio pan, que provea a las necesidades de su esposa y de sus hijos trabajando con sus manos, y que, sin envidia, vea prosperar a su prójimo! Tales sentimientos y conducta son dignos de ser reconocidos y tenerlos en muy alta estima, particularmente en nuestros días, cuando la envidia y el descontento se presentan de una manera espantosa.
Es más hermoso aún ver esta independencia que resulta de un trabajo manual llevado a cabo en el temor de Dios, cuando se encuentra en un siervo del Señor ocupado en Su obra. El apóstol Pablo nos dejó al respecto un magnífico ejemplo. A pesar de que no dejaba que su “derecho en el evangelio” se viese menoscabado, y aunque se valiese de él con libertad (1 Corintios 9:18), podía decirles a los ancianos de Éfeso: “Ni plata ni oro ni vestido de nadie he codiciado. Antes vosotros sabéis que para lo que me ha sido necesario a mí y a los que están conmigo, estas manos me han servido. En todo os he enseñado que, trabajando así, se debe ayudar a los necesitados, y recordar las palabras del Señor Jesús, que dijo: Más bienaventurado es dar que recibir.” (Hechos 20:33-35; compárese con 1 Tesalonicenses 2:9).
Sin embargo, no podemos concluir a partir de este pasaje que un hermano que haya recibido un ministerio del Señor, reconocido por las iglesias, no pueda gozar del derecho que le concede la Palabra del Señor: “Así también ordenó el Señor a los que anuncian el evangelio, que vivan del evangelio” (1 Corintios 9:14). Éste es un asunto de fe y obediencia entre el Señor y aquel a quien Él llama.
El ejemplo del apóstol Pablo nos enseña también que el trabajo no debe tener por único objetivo satisfacer nuestras propias necesidades y las de los nuestros, sino que también debemos pensar en los débiles y necesitados. El Señor dijo: “Siempre tendréis pobres con vosotros” (Mateo 26:11; Juan 12:8). Resulta interesante ver que en la epístola a los Efesios, donde se presenta la posición celestial del creyente en Cristo según el pensamiento de Dios, el cristiano también es exhortado a trabajar: “El que hurtaba, no hurte más, sino trabaje, haciendo con sus manos lo que es bueno, para que tenga qué compartir con el que padece necesidad” (Efesios 4:28). La grandeza y la altura de los privilegios no excluyen la humilde pero santa necesidad de trabajar en vista del amor. ¡Qué cosa más bienaventurada es, pues, el trabajo para el cristiano!
Pero el trabajo debe tener su mesura y sus límites. Podemos ver que Dios le había puesto límites mediante la institución del sábado. Es cierto que, como cristianos, no estamos sujetos a la ley y, en consecuencia, no debemos guardar el sábado. Sin embargo, a través de la instauración de ese día de reposo podemos percibir la bondad de Dios hacia los hijos de los hombres al limitar el trabajo, impidiendo su continuidad, interrumpiéndolo a intervalos fijos, medidos por Su sabiduría. Naturalmente que no es mi objetivo aquí hablar del significado más elevado del domingo, o día del Señor, para los creyentes, sólo deseo llamar la atención sobre la gracia divina que nos ha sido otorgada un día, o más, a la semana, en el cual podemos descansar de la agitación y la fatiga que resultan de las ocupaciones semanales. Y también podemos considerar como una gracia que las leyes hayan puesto límites a la codicia del hombre en lo que respecta a los días y horas del trabajo.
Pero a pesar de todas estas misericordiosas disposiciones de la gracia divina, corremos el peligro de entregarnos de tal manera al trabajo que el cuerpo y el alma sufran daños. Muchos hombres, incluso cristianos, como consecuencia de un trabajo desmedido se tornan irritables y de mal humor, y no pueden soportar absolutamente nada sin una molesta impaciencia. Por otra parte, existen familias en las cuales el trabajo se ha vuelto un factor tan dominante que no se deja lugar a muestras de afecto entre sus miembros ni puede desarrollarse una vida familiar en el verdadero sentido de la Palabra, ni tampoco se presta la debida atención a la educación regular de sus hijos. No necesito decir que toda negligencia al respecto resulta en la pérdida —si bien no total, al menos de una gran parte— del bien que proporciona el trabajo. Y, además, se produce una pérdida irreparable tanto para los padres como para los hijos. ¡Que estas líneas puedan ayudar a los lectores a encontrar la justa medida y los verdaderos límites del trabajo, a fin de que nos quede tiempo para realizar otras cosas, incluso más importantes, y de que así el trabajo no se vea privado de la bendición que conlleva!
Cuando era joven, oía decir que «el hombre había sido creado para el trabajo». Yo aceptaba estas palabras sin reflexionar, pero más tarde tuve que reconocer que tomarlas como regla de vida nos convierte más en bestias que en personas felices. Más tarde, por la gracia divina, aprendí que el hombre fue creado para Cristo. En efecto, cuando un cristiano acepta que: “si uno murió por todos, luego todos murieron; y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Corintios 5:14-15), entonces su vida entera resulta cambiada, no sólo exteriormente, sino también interiormente. Hay nuevas motivaciones, afectos y un nuevo objeto. Todo se relaciona con Cristo y su gloria. Ser creado para Cristo es, pues, una preciosa verdad que se atesora en el corazón y transforma por completo la vida del creyente. Ella le enseña, con respecto al trabajo, de qué manera debe aplicarse a él a fin de llevarlo a cabo fielmente, así como la justa medida de tiempo que debe dedicarle. En Colosenses 3:23-24 leemos las siguientes palabras: “Todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres; sabiendo que del Señor recibiréis la recompensa de la herencia, porque a Cristo el Señor servís”. Aquel que ama al Señor Jesús y que lleva a cabo su trabajo para Él, no será perezoso “en lo que requiere diligencia” (Romanos 12:11). Su mayor anhelo en cuanto a su trabajo será llevarlo a cabo de manera de complacer al Señor. Evitará toda negligencia y todo aquello que perjudique el fiel desempeño de sus obligaciones, puesto que, de lo contrario, el Señor no estaría satisfecho. Cumplirá su trabajo con puntualidad y de manera concienzuda, no para ser visto por los hombres, sino que hará todo por amor a su Señor celestial, ya que sabe que Sus ojos están siempre sobre él. También pondrá toda la atención y celo posibles, a fin de que todo lo que haga, lo haga de la mejor manera posible y para la gloria de su Señor.
Ser conscientes de que estamos en esta santa relación con Cristo, nos guardará de toda precipitación excesiva en el cumplimiento de nuestro trabajo y, al mismo tiempo, de toda agitación de espíritu, puesto que, si estas cosas se hacen presentes, el corazón dejará de latir por Cristo. La inquietud, la turbación y el agobio toman entonces el lugar del apacible reposo en Dios y de la frescura de una vida espiritual que reposa en comunión con su divino manantial. Las dificultades y los disgustos que se encuentran en todo trabajo, producen irritación y desazón, en lugar de conducirnos a la oración y a mirar a Jesús. Si se ha llegado a este punto, es necesario hacer un alto en el trabajo, permanecer tranquilos, y procurar un lugar en la intimidad para buscar la comunión con el Señor.
Es evidente que nuestras ocupaciones, a menudo, no dependen solamente de nosotros; por ejemplo, un empleado dependiente está obligado a dedicar todo el tiempo a lo que su empleador ordene, pero, en medio de su labor, el corazón siempre puede hallar refrigerio cerca de Cristo. No es necesario interrumpir mi actividad para elevar mi alma a Aquel en quien hallamos socorro y reposo.