Un santo corresponde a una persona separada para Dios. Tal persona debe vivir “como conviene a santos” (Efesios 5:3). Un santo debe vivir una vida de santidad, y caminar de una manera agradable a Dios. Sin embargo, no es esto lo que hace de una persona un santo a los ojos de Dios. En efecto, vemos que el Espíritu de Dios llama santos a los corintios —santos por el llamamiento divino (1 Corintios 1:2; 6:1-2)—, a pesar de haber habido tantas cosas malas en su conducta que fueron necesarias dos largas epístolas para reprenderlos. No obstante, el apóstol comienza su carta llamándolos “santos”.
Pero, ¿qué es entonces un santo? Cada verdadero creyente —cada uno de aquellos que creen en el Señor Jesucristo— es un santo. Cada persona rescatada por su sangre preciosa es un santo. Los tales son separados del mundo porque han sido rescatados por esa sangre. En la epístola a los Efesios, el apóstol escribe a hombres y mujeres que en otro tiempo estaban “sin Dios”. Estaban separados de Dios, pero ahora son separados para Dios. Son santos. Los llama “conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios” (Efesios 2:19). Son ciudadanos del cielo, santos. Si cree en el Señor Jesucristo, si está lavado de sus pecados en su sangre preciosa, si ha nacido de nuevo y tiene la vida eterna, usted es un santo.