El apóstol Pablo había ido a Tesalónica con su fiel compañero Silas. Durante tres días de reposo (tres sábados), había discutido en la sinagoga con los judíos “declarando y exponiendo por medio de las Escrituras, que era necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos; y que Jesús” a quien él les anunciaba, “era el Cristo” (Hechos 17:2-3).
Un pequeño número de judíos habían sido persuadidos, a diferencia de lo que sucedió con los “griegos piadosos”. Éstos, que no eran judíos de origen, se habían convertido al judaísmo, pero ahora venían a la fe en Cristo en “gran número”. Entre aquellos que se habían unido a Pablo y a Silas se encontraban también “mujeres nobles no pocas” (v. 4). Es probable que tampoco ellas fuesen de origen judío.
“Los judíos que no creían, teniendo celos, tomaron consigo a algunos ociosos, hombres malos, y juntando una turba, alborotaron la ciudad” (v. 5). Juzgaron oportuno recurrir a la ayuda de la gente mala para satisfacer sus celos. ¡Cuán vil y detestable fue esto! Pablo y Silas se vieron obligados a proseguir su camino y llegaron a Berea.
Apenas llegados, entraron otra vez en la sinagoga de los judíos. “Y éstos eran más nobles que los que estaban en Tesalónica, pues recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así” (v. 11).
Después de lo que acababa de pasar, es fácil comprender porqué fueron calificados como “más nobles” (de actitud más honrosa, estimable). Un alboroto como el que acababa de producirse en Tesalónica estaba muy lejos de su manera de obrar. No tenemos aquí una alabanza del hombre, el elogio a una cualidad humana, sino la apreciación del Espíritu de Dios quien nos enseña por medio de las Escrituras.
Los judíos de Berea recibieron entonces la Palabra con toda solicitud. No se opusieron a lo que Pablo decía, sino que escucharon. Cuando les explicaba algo “por medio de las Escrituras”, ellos mismos tomaron las Escrituras como fundamento, y no sus propios prejuicios. Así fueron preservados de la envidia que fue fatal para los judíos de Tesalónica. Al mismo tiempo, demostraban por esto su temor de Dios: para ellos “las Escrituras” eran la autoridad.
Luego viene algo decisivo: examinaban las Escrituras para ver si lo que Pablo anunciaba “era así”. Sus ojos se abrían progresivamente cuando, punto tras punto, podían decir: en efecto, es exacto. Y no hubo sólo una entrevista, esto tuvo lugar reiteradas veces. El resultado fue de acuerdo con su actitud: “Así que creyeron muchos de ellos”. Fue totalmente diferente que en Tesalónica, y además “mujeres griegas de distinción, y no pocos hombres” creyeron (v. 12). Los judíos de Berea fueron ciertamente impresionados por la autoridad y el profundo conocimiento que pudieron verificar en Pablo. Pero esto no les impidió escudriñar por sí mismos “si estas cosas eran así”. No se dijeron: «Este hombre sabe exactamente de qué se trata; tiene un conocimiento tan elevado que de todas maneras no podemos rivalizar con él». Verificaron lo que decía, y no según las declaraciones de sus maestros, sino según las Escrituras.
Este relato contiene una enseñanza práctica para todos los tiempos, y siempre deberíamos recordarlo. Sólo aquello que recibimos directamente de la Palabra de Dios puede constituir un conocimiento sólido. Cuando el apóstol Pablo escribe a Timoteo: “Retén la forma (ten un modelo, versión francesa J.N.D.) de las sanas palabras que de mí oíste, en la fe y amor que es en Cristo Jesús” (2 Timoteo 1:13), este modelo es el conjunto bien ordenado de las enseñanzas de la Palabra de Dios misma, sobre todo del Nuevo Testamento, y no un conjunto de enseñanzas tradicionales, por más buenas que sean. Este modelo no debe ser alterado ni deformado si queremos “usar bien la palabra de verdad” (2 Timoteo 2:15).
Sin ninguna duda, las enseñanzas dadas por otros son necesarias, y debemos recibirlas con la misma “solicitud” que los judíos de Berea. Pero no debemos quedarnos allí. Debemos asegurarnos de que las cosas son así, pues somos responsables delante de Dios de lo que creemos y no de lo que otros enseñan. Nadie puede decidir en nuestro lugar lo que debemos creer. Es la lección que nos dan los judíos de Berea.
En el pozo de Jacob, una mujer profundamente impresionada dejó su cántaro. Dio testimonio a los hombres de su ciudad de que había encontrado “un hombre” de quien se apresuró a decir: “¿No será éste el Cristo?” “Entonces salieron de la ciudad, y vinieron a él” (Juan 4:28-30). Creyeron el testimonio de la mujer. Un poco más lejos, el versículo 39 dice: “Muchos de los samaritanos de aquella ciudad creyeron en él por la palabra de la mujer”. Pero luego, vinieron a Jesús y “creyeron muchos más por la palabra de él” (v. 41). Finalmente llegó el momento en que dijeron a la mujer: “Ya no creemos solamente por tu dicho, porque nosotros mismos hemos oído, y sabemos que verdaderamente éste es el Salvador del mundo, el Cristo” (v. 42).
Mal administraríamos la herencia de nuestros padres espirituales si obráramos como si la reflexión hubiese sido únicamente un asunto de ellos, y como si no tuviésemos más la necesidad de escudriñar por nosotros mismos si las cosas que otros nos enseñan son así.