La obra del Espíritu Santo

Hay en el Espíritu de Dios una energía viviente y una actividad que producen resultados maravillosos. Lo vemos desde la primera referencia en las Escrituras: “El Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas. Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz” (Génesis 1:2-3). Hay aquí un gran poder en constante actividad. La luz física da una imagen de la acción del Espíritu de Dios, que guía a aquel que estaba en las tinieblas del pecado y de la incredulidad al arrepentimiento y a la fe. La luz se levanta en su alma con toda su energía viviente.

Pero el Espíritu es invisible: solo vemos la luz. Es a la vez revelada y lo que revela. A la luz, todo está manifestado en su estado real. Así pues es un maravilloso símbolo del Señor Jesucristo. Él dijo: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Juan 8:12). Por una parte, vemos en Cristo a Dios revelado tal como es realmente; y por otra parte, la luz de su faz revela completamente lo que somos. He aquí la primera gran obra del Espíritu de Dios en nuestras almas, cuando estamos llevados de las tinieblas a la luz, del poder de Satanás al Dios viviente.

Esto corresponde a Juan 3:8: “El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu”. Un maravilloso y poderoso trabajo se hace por una persona invisible: alguien ha nacido de nuevo por el Espíritu de Dios, que sigue siendo la verdadera energía de la vida nueva y eterna implantada en el alma.

Este poder es real, pero el Espíritu de Dios no llama la atención sobre el trabajo que él mismo cumple en aquel que vivifica. Su obra es de atraer las almas a la persona y a la obra del Señor. Lo dijo él mismo a sus discípulos: “Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber” (16:14).

 

Nueva actividad del Espíritu en la dispensación de la gracia

Sin embargo, además de su gran obra para producir el nuevo nacimiento y la vida divina, hay ahora una obra en la cual el Espíritu Santo está comprometido, una obra completamente desconocida antes del día de Pentecostés (Hechos 2). Porque a partir de este día, el Espíritu mora tanto en cada creyente individualmente como en toda la Iglesia colectivamente. En cuanto al aspecto individual, está escrito: “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?” (1 Corintios 6:19). Esto estaba dicho incluso a los corintios, quienes eran “carnales” y “niños en Cristo”, y que necesitaban serios reproches (3:1). El Espíritu moraba en cada uno de ellos individualmente, aunque no se manifestara plenamente. En cuanto al aspecto colectivo, el apóstol dice: “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?” (3:16). El contexto hace resaltar este rasgo colectivo de manera evidente.

Esta exhortación era necesaria para los corintios, no para darles la ocasión de glorificarse porque tenían el Espíritu, sino para estimular en ellos un ejercicio de corazón respecto a la edificación de la Iglesia de Dios. Debemos actuar de acuerdo con la obra del Espíritu en el cuerpo de Cristo, o como está llamado aquí, el “templo de Dios”, la esfera en la cual la gloria de Dios se despliega hoy en el mundo. El trabajo realizado por el Espíritu —aunque esté disimulado como actuando detrás de la escena— es excelente, esencial y sólido.

 

Ser lleno del Espíritu

¡Ser lleno del Espíritu Santo…! ¡Que tal cosa pueda ser verdad, para la bendición eterna de nuestras almas y para la edificación de la Iglesia de Dios; que el Espíritu no nos deje caer en la indiferencia! El Espíritu de Dios mora en la Iglesia, pero no quiere decir que la Iglesia sea “llena del Espíritu”. El Espíritu de Dios mora en todos los creyentes, pero ninguno de ellos se atreve a decir que siempre es lleno del Espíritu. Si fuera así, no necesitaríamos la exhortación: “Sed llenos del Espíritu, hablando entre vosotros con salmos, con himnos y cánticos espirituales, cantando y alabando al Señor en vuestros corazones” (Efesios 5:18-19). Noten que está escrito: ser llenos del Espíritu; no pretenderlo.

Ser lleno del Espíritu no significa tener más Espíritu, porque se trata de una persona divina, no simplemente de una influencia. Significa dejarle el total control de cada parte de nuestras vidas, de tal manera que Cristo sea el único objeto precioso ante nuestros ojos, alimentando y alegrando, tanto nuestros corazones, que cualquier otra cosa no sea nada comparable.

Vemos a Juan el Bautista, a su madre Elisabeth y a su padre Zacarías llenos del Espíritu antes del día de Pentecostés: y todos hablan de Cristo (Lucas 1:15, 41, 67). Es la misma expresión utilizada en Hechos 2:4. Los discípulos estaban todos juntos en un mismo lugar, y cuando el Espíritu de Dios vino en su gran poder para introducir la nueva dispensación (o época) de la Iglesia de Dios, “fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen”.

El objetivo no era en absoluto el placer personal de ellos. En realidad, había judíos de varias nacionalidades que les oían hablar en sus propias lenguas “las maravillas de Dios”. Los discípulos estaban capacitados para expresar sus pensamientos, dando testimonio de la muerte y de la resurrección de Cristo, en una lengua que nunca habían aprendido. Sabían lo que decían, porque hablaban como testigos. Y decían lo que era apto a traer la bendición a todos los que les oían.

 

Tener cuidado con las imitaciones

A partir de este gran milagro, muchos intentaron reproducirlo. Pero observemos bien que los discípulos no procuraban hablar en lenguas. Había en ese momento un trabajo espontáneo, verdadero de Dios por su Espíritu. El hablar en lenguas era una manifestación admirable de que el Evangelio de Cristo era para toda nación bajo el cielo, y no solo para Israel. Significaba que, en la Iglesia, habría en adelante una preciosa comprensión entre los creyentes de todas las naciones. Era una señal de unidad.

Si alguien reivindica este don para llamar la atención sobre sí mismo, es falso. Si alguien habla una supuesta lengua y que no entiende lo que dice, es una peligrosa imitación; pues, suponiendo que se edifica a sí mismo, no edifica a los demás, lo que es el verdadero objetivo de todo don. El Espíritu de Dios no obra desordenadamente. No permite hacer experiencias sensacionales que tiendan a exaltar al hombre. Llama la atención sobre la persona y la obra del Señor Jesús. Así era en el día de Pentecostés, y así sigue siendo hoy en día.

Cuando el rostro de Esteban apareció como el de un ángel (porque era lleno del Espíritu de Dios), no habló en una lengua sobrenatural, porque se dirigía a judíos. Pero anunció la preciosa y firme verdad de Dios, llamando la atención de sus oidores sobre la persona del Señor Jesús ahora a la diestra de Dios (Hechos 6:15-7:56).

Pedro, lleno del Espíritu Santo, habla fielmente de Cristo crucificado y resucitado a los jefes de Israel (4:8-12). En el mismo capítulo (v. 31), todos los discípulos son llenos del Espíritu Santo, y hablan con denuedo la Palabra de Dios. Pablo, en Hechos 13:9-11, lleno del Espíritu Santo, pronuncia un mensaje solemne de juicio contra Elimas el mago, porque trastorna los caminos rectos del Señor.

De todas las ocasiones en las cuales está mencionada la plenitud del Espíritu, solo hallamos el hablar en lenguas en Hechos 2:4; era una ocasión de suma importancia, que nunca jamás volverá a repetirse.

Pero ser lleno del Espíritu sigue siendo un privilegio accesible a cada creyente, si desea realmente que Cristo sea el único Objeto que cautiva su alma. Y esto implica necesariamente un honesto juicio de sí mismo, que no permite a la carne tomar una importancia cualquiera. Cuán grande será la bendición, si verdaderamente permitimos al Espíritu de Dios exaltar al Señor Jesús, tanto en nuestra vida personal como en nuestra vida de iglesia.