¿De qué se trata cuando se habla de las iglesias congregadas en el terreno (o en la base… o en el principio…) de la unidad del cuerpo?
Recordemos que el Espíritu Santo, presente sobre la tierra desde el día de Pentecostés, une los creyentes con Cristo en la gloria. Esta unión es doble:
- Individualmente, el creyente vive de la vida de Cristo resucitado. Está en Cristo, Cristo está en él. Es un miembro del cuerpo de Cristo (Juan 14:19-20; 1 Corintios 6:17; 12:27). Es lo que determina su carácter celestial, que tiene como consecuencia ser extranjero sobre la tierra. Toda su vida práctica debería ser un testimonio a estas grandes realidades.
- Colectivamente, los creyentes constituyen el cuerpo de Cristo, cuya Cabeza es Él. La Palabra subraya la unidad de ese cuerpo: “Por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo” (1 Corintios 12:13); “un cuerpo, y un Espíritu” (Efesios 4:4). Ella nos describe cómo Cristo toma cuidado de él (Efesios 5:22-33), y nos lo muestra en su funcionamiento armonioso, bajo la acción del Espíritu, para su crecimiento espiritual y para la gloria de su Jefe (Efesios 4:10-16; 1 Corintios 12:4-31; Romanos 12:3-8). Este cuerpo puede ser considerado en su conjunto, o en un momento dado de su existencia sobre la tierra, o aún en una localidad.
En la práctica, los creyentes están exhortados a “andar como es digno de la vocación con que fuisteis llamados”, y ser “solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” (Efesios 4:1 y 3). Guardar la unidad del Espíritu, es vivir colectivamente en conformidad con la unidad del cuerpo de Cristo. Es traducir en la práctica la realidad inalterable de esta unidad. He aquí un punto esencial del testimonio que la Iglesia es llamada a dar sobre la tierra.
Al principio del cristianismo, antes que el Enemigo haya logrado la división, podemos ver la Iglesia, y en particular la iglesia local, según el pensamiento de Dios. Las iglesias “tenían paz… y eran edificadas, andando en el temor del Señor” (Hechos 9:31). Realizaban plena comunión entre ellas. La unidad del cuerpo de Cristo se manifestaba concretamente de distintas maneras: los dones que el Señor había dado podían ejercitarse a favor de los creyentes de todo lugar, y las decisiones de una iglesia local eran válidas y reconocidas en las demás. Encima de todo, el testimonio a esta unidad era mostrado en la mesa del Señor. “Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan” (1 Corintios 10:17).
Pero las divisiones intervinieron en aquello que hubiese tenido que manifestar siempre la unidad. Las falsas doctrinas pulularon. El orden divino fue remplazado por disposiciones humanas. Organizaciones religiosas dividieron a los creyentes y los mezclaron con los incrédulos. Fue imposible reconocer en alguna de esas organizaciones la Iglesia de Dios. Entonces vino a ser indispensable salir a Jesús “fuera del campamento” (según Hebreos 13:13). Al tratar de expresar en pocas palabras lo que caracterizó el despertar del siglo XIX, podemos decir que muchos creyentes fueron conducidos a procurar vivir la vida de iglesia y manifestar la unidad del cuerpo de Cristo según las enseñanzas de la Palabra, a pesar del hecho que era imposible de hacerlo con todos los creyentes.
Este camino implica que “se aparte de iniquidad” y que “siga la justicia, la fe, el amor y la paz, con los que de corazón limpio invocan al Señor” (2 Timoteo 2:19, 22). Solo así podemos contar con la promesa del Señor: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20; Levítico 10:3). Sin pretender ser la Iglesia —porque sabemos que muchos de los que la componen no están allí— se reúnen como una expresión local de la Iglesia, apoderándose por la fe de las promesas y recursos del Señor para ella, y reconociendo su autoridad sobre ella. Se trata de andar a la luz de la verdad en todo lo que concierne la Iglesia, tanto en las relaciones entre las iglesias locales como en el funcionamiento de ella en un lugar dado. Esto es lo que se llama congregarse en el terreno de la unidad del cuerpo.
Las iglesias cristianas congregadas de esta manera, ya hace cerca de dos siglos, a pesar de la extrema debilidad y numerosas fallas que las caracterizan, buscan realizar con fidelidad, en humildad y en dependencia del Señor, lo que hubiese debido ser la unidad general de todos los creyentes sobre la tierra.
Las iglesias congregadas en el terreno de la unidad del cuerpo naturalmente deben conocerse mutuamente (al menos en un país o en una región), para poder reconocerse la una y la otra como estando sobre ese terreno. Así pueden aprovechar en común los dones que el Señor da para la edificación de su Iglesia, y enviarse la una a la otra cartas de recomendación.
Los que se reúnen así llevan el duelo de la ruina de la Iglesia, sintiendo el deshonor puesto sobre el nombre del Señor a causa de la división. En sus pensamientos y corazones abarcan a los verdaderos creyentes de todo lugar —y particularmente a los de su lugar— recordando que forman parte de la Iglesia como ellos mismos. En principio todos tienen su lugar a la mesa del Señor, aunque no lo hayan pedido nunca o su estado y sus asociaciones no permitan recibirlos.
En Esdras tenemos una notable enseñanza en cuanto al hecho que algunos puedan reunirse como la expresión de un todo, y ser reconocidos por Dios. Algunos Judíos, “todos aquellos cuyo espíritu despertó Dios” (Esdras 1:5), responden a la invitación providencial que Ciro dirigió a todos aquellos que formaban parte del pueblo de Dios, y suben a Jerusalén. Aunque son solamente cuarenta y dos mil, de los cientos de miles que viven entre las naciones, estos son considerados por Dios como siendo “Israel”. En efecto, la Escritura dice: “…todo Israel en sus ciudades” (Esdras 2:70). En los pensamientos de Dios, el remanente representa el conjunto del pueblo, porque está allí donde Dios lo quiere. En el capítulo 6, actúan conforme a esta posición: ofrecen “doce machos cabríos en expiación por todo Israel, conforme al número de las tribus de Israel” (v. 17), siendo probablemente solo descendientes de las tribus de Judá, Benjamín y Leví.