“Jesús... como había amado a los suyos
que estaban en el mundo, los amó hasta el fin.”
(Juan 13:1)
La expresión “los suyos” evoca la relación privilegiada de aquellos que pertenecen al Señor. Y nosotros somos suyos bajo varios títulos, cada uno de los cuales expresa un aspecto de la relación a la cual él nos trajo consigo.
“A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (Juan 1:11). Aquí la expresión designa al pueblo que era del Señor Jesús, los judíos, con su país, su ciudad, su templo y la sinagoga a la cual acostumbraba a ir. Israel, en su gran mayoría, no lo recibió. “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (v. 12). ¿Puede decir cada uno de nuestros lectores: «yo le recibí, no me pertenezco; porque fui comprado por precio»? (véase 1 Corintios 6:19-20). Ese precio es la sangre preciosa de Cristo.
¿Cómo hemos venido a ser Suyos?
- Fuimos elegidos, escogidos. El Señor dice a sus discípulos: “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros” (Juan 15:16). Y el apóstol Pablo declara: “Nos escogió en él antes de la fundación del mundo” (Efesios 1:4).
- Hemos sido dados a Jesús por el Padre (Juan 17:6, 9, 12, 24). Somos el don de su amor.
- Nos redimió (Gálatas 3:13; 1 Pedro 1:18).
- Fuimos unidos al Señor Jesús. Estamos en él (Romanos 8:1). Su vida ahora es nuestra vida (Colosenses 3:4).
En otro tiempo, éramos pecadores entre las naciones, “sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo” (Efesios 2:12). Pero, nosotros que estábamos lejos, hemos sido hechos cercanos por la sangre de Cristo (v. 13). Ahora estamos en Cristo. ¡Cuán agradecidos podemos estar! Formamos parte de los suyos. El hecho de saber cuál es la posición gloriosa en que fuimos colocados, ¿no debería despertar en nuestros corazones una respuesta de amor a aquel a quien pertenecemos ahora?
Fuimos dados a Jesús por el amor del Padre, y por eso le pertenecemos. Él dijo: “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera” (Juan 6:37). Todos los que vienen a él, quienesquiera que sean, él los recibirá y serán suyos.
En Juan 10, el Señor Jesús se presenta como el buen Pastor. Los creyentes de ese tiempo eran todos judíos, y, de entre ellos, el Señor llama a sus ovejas (v. 4). Éstas conocen su voz y le siguen. Hay entre él y ellas una estrecha relación: “Conozco mis ovejas, y las mías me conocen” (v. 14). Luego dice que tiene “otras ovejas” que debe traer, y que no son del redil judío. Ellas también oirán su voz “y habrá un rebaño, y un pastor” (v. 16). Esas otras ovejas son los creyentes de las naciones. Todos los redimidos, cualquiera que sea su origen, forman parte de sus ovejas, a las cuales él da vida eterna y nadie las arrebatará jamás de su mano (v. 28). Ahora cada uno de ellos puede decir: “Jehová es mi pastor” (Salmo 23:1).
Nos llama también sus discípulos. Si lo somos, debemos seguirle y sentarnos a sus pies para aprender. Él espera que guardemos sus mandamientos, que llevemos fruto y que amemos a sus otros discípulos (Juan 14:15; 15:8; 13:35). También somos sus siervos. A este respecto dice: “Si alguno me sirve, sígame; y donde yo estuviere, allí también estará mi servidor” (12:26). Consideremos con cuidado Su camino tal como aparece en los cuatro evangelios, particularmente en el de Marcos, en el cual lo vemos servir como el perfecto Siervo de Dios. Las más humildes tareas que se hacen “de corazón, como para el Señor” son consideradas como si fuesen hechas para él: “A Cristo el Señor servís”, dice el apóstol a los siervos (Colosenses 3:23-24).
Jesús dijo a sus discípulos: “Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer” (Juan 15:15). Efectivamente, somos sus amigos si hacemos todo lo que él nos manda (v. 14). Es un privilegio especial tener una relación tan estrecha con él, pero esto implica obediencia y fidelidad durante toda nuestra vida.
El día de la resurrección, el Señor Jesús apareció a María Magdalena y le dio un mensaje cuyo contenido era desconocido hasta ese momento, y que debía transmitir a sus hermanos (Juan 20:17). En esta nueva relación, Jesús, aquel que resucitó y que fue elevado al cielo y glorificado, une a todos los verdaderos creyentes consigo mismo. “No se avergüenza de llamarlos hermanos” (Hebreos 2:11). Nos puso en un círculo de amor divino y de intimidad con él y con su Padre, quien es también nuestro Padre.
¡Qué posición! Cuando nos reunimos como iglesia para partir el pan, lo hacemos como sus hermanos y como hijos de Dios. Jesús asocia a los suyos en su alabanza al Padre. Dice: “Anunciaré a mis hermanos tu nombre, en medio de la congregación te alabaré” (v. 12). Es cierto que somos pecadores salvados por gracia. Sin embargo, no entramos con este carácter en la presencia de Dios para adorarlo y alabarlo, sino como aquellos a quienes Cristo llama “mis hermanos”.
Los suyos, los que él escogió y redimió por su sangre, los que el Padre le dio, los que fueron unidos a él y están en él, sus propias ovejas, sus discípulos, sus amigos, sus hermanos… cada una de estas expresiones son verdaderas para cada creyente. ¿Somos conscientes de esto? ¿Vivimos en la realidad de estas relaciones? ¡Que nuestros corazones le respondan con un afecto sincero y un comportamiento que esté a la altura de los privilegios de estas relaciones, para nuestra bendición, para nuestra felicidad y para Su gloria!