Las palabras del evangelio de Mateo que constituyen el título de este artículo, fueron pronunciadas por el Señor en ocasión de una conversación con los fariseos, con motivo del matrimonio y del divorcio. Nos proponemos meditar en ellas y considerar también la porción del libro del Génesis a que alude el Señor, que da su plena vigencia para el día de hoy.
“¿Es lícito al hombre repudiar a su mujer por cualquier causa?”, tal es la pregunta que hacen estos hombres. Como ocurría a menudo, su motivo no era el deseo de recibir una instrucción divina; no tenían otra intención que tender una trampa al Señor Jesús. En efecto, la ley había dado la posibilidad de repudiar a su mujer bajo ciertas condiciones. El Señor les dice que Moisés lo había permitido a causa de la dureza de su corazón, pero que “al principio no fue así” (Mateo 19:8). Su trampa fue desbaratada. El Señor conocía muy bien sus corazones y discernía sus intenciones.
Lo que llama la atención aquí es la falta de inteligencia de esos hombres. Conocían bien las Escrituras, pero nunca habían sido alcanzadas sus conciencias por ellas. No habían comprendido que el matrimonio debía ser protegido por la ley, y que las ordenanzas de ésta con respecto a las relaciones humanas constituían sólo lo que se podría llamar una exigencia mínima. Así pues, el sentido profundo y elevado del matrimonio les estaba velado.
Si los fariseos hubieran reconocido al Señor como el Hijo de Dios, habrían comprendido en seguida que Aquel que les hablaba estaba en condiciones de revelar y explicar la plenitud de los pensamientos de Dios. Pero su “entendimiento” permanecía “entenebrecido”. Eran “ajenos de la vida de Dios por la ignorancia que en ellos había, por la dureza de su corazón” (Efesios 4:18).
En el Nuevo Testamento, cuando se trata de cuestiones del dominio de la creación y de la vida natural del hombre, a menudo el Espíritu Santo se remonta
al origen o al comienzo, al momento en que Dios estableció las cosas en un orden acorde con su pensamiento. Es lo que hace el Señor en esta conversación con los fariseos. Habla de lo que está escrito en Génesis 2 respecto a la institución del matrimonio, desde que Dios creó al hombre y a la mujer. En ese capítulo encontramos tres puntos o tres principios que, en su aplicación práctica, pueden servirnos de hilo con-
ductor:
- lo que Dios se propuso (v. 18);
- lo que Dios hizo (v. 22);
- lo que Dios ordenó (v. 24).
Lo que Dios se propuso (Génesis 2:18)
Dios había dado a Adán la orden de labrar y guardar el huerto de Edén. El hombre recibió también la tarea de poner nombres a los animales. Sin embargo, estaba solo. Dios, entonces, por decirlo así, nos entreabre su corazón: “No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él”. Estas palabras revelan algo de sus designios: Cristo y la Iglesia debían formar un día una maravillosa unidad de la cual el matrimonio es una imagen. ¡Qué Dios maravilloso! Hace participar al hombre en Sus designios.
El hecho de que Dios tome conocimiento de la soledad del hombre, habla a nuestros corazones. Vio que Adán tenía sólo animales a su alrededor, no había ninguna criatura con la cual pudiera mantener una relación interior. Nadie como Dios conocía las necesidades profundas del hombre; fue él quien lo formó: espíritu, alma y cuerpo. Nuestro Salvador, que vino como extranjero celestial a un mundo de pecado, también conoció lo que significa la soledad en esta tierra. ¿No debió decir con tristeza a sus discípulos, poco antes de su muerte: “Me dejaréis solo” (Juan 16:32)?
Pero también tenemos el consuelo de saber que simpatiza con aquellos de los suyos que están solos. En el plan de Dios, el matrimonio era lo normal y el celibato la excepción. A causa de las trágicas consecuencias del pecado que entró en la creación, el designio de Dios de hacer al hombre feliz en el matrimonio no se realizó más de la manera en que Él se lo había propuesto. Podemos también preguntarnos si estamos en condiciones de simpatizar con los que deben sufrir la soledad; si somos capaces, al menos en alguna medida, de sufrir con ellos.
No obstante, si hablamos de los designios divinos en relación con el matrimonio, seamos conscientes de que Dios tiene para cada uno de nosotros un designio para nuestra vida en la tierra; y es de suma importancia que no pongamos obstáculos a ese plan divino y sabio. Con relación al matrimonio, esto significa: dejar la elección a Dios. Dios sabía exactamente lo que le faltaba a Adán para el cumplimiento de su tarea y para la realización de su felicidad. Sabía quién debía ser aquella que realmente podía ser una ayuda idónea para él. Por eso, hizo una “ayuda idónea” para el hombre, es decir, alguien que lo complete. Tengamos, pues, la plena seguridad de que, todavía hoy, Dios sabe lo que nos corresponde, quién conviene a quien. De ahí que sea indispensable, para quien tenga previsto el matrimonio, buscar en Dios el consejo y la dirección.
Cuando el siervo de Abraham tuvo que salir a buscar esposa para Isaac, pidió a Dios que le muestre cuál era la mujer que Él había destinado para el hijo de su señor (Génesis 24:14). Se nos dice que Rut, la moabita entró “por casualidad” en el campo de Booz (Rut 2:3 V.M.); pero no era una casualidad en el sentido corriente del término, fue manifiestamente Dios quien la había dirigido allí; era lo que Él había previsto para ella. Allí ella conoció a aquel que sería su esposo, Booz. En nuestros días, muchos de nuestros jóvenes hermanos y hermanas se conocen en conferencias bíblicas, o en ocasión de visitas a las asambleas, o de otras maneras que parecen fortuitas, pero de las cuales Dios se sirve para dirigir a los suyos. ¡Que sus corazones, queridos jóvenes hijos de Dios, reposen en Su amor y confíen apaciblemente en Él! Hay un camino para cada uno de los suyos; todos los medios están en sus manos, su deseo es sólo bendecirlos. Que caminen en su luz.
Lo que Dios hizo (Génesis 2:22)
Lo que hizo es lo que puede y quiere hacer hoy. Después de haber creado a la mujer que destinó para Adán, después de haberla hecho de la manera más extraña y maravillosa, Dios mismo “la trajo” al hombre. Ese Dios que llamó el universo a la existencia, el Dios Todopoderoso, no dudó en traer personalmente a Adán a su futura compañera. Es como si quisiera participar de la felicidad que iba a sentir Adán cuando vería a su mujer por primera vez y la recibiría como un don de su mano. Innumerables creyentes han hecho esta experiencia y pueden declarar con gozo: Dios me trajo la mujer o el marido que me convenía. “Tres cosas me son ocultas; aun tampoco sé la cuarta: el rastro del águila en el aire; el rastro de la culebra sobre la peña; el rastro de la nave en medio del mar; y el rastro del hombre en la doncella” (Proverbios 30:18-19).
Lo que Dios ordenó (Génesis 2:24)
Tenemos aquí como la «ley fundamental» del matrimonio, válida para todos los tiempos, particularmente para la época cristiana; para el gozo y la bendición de los esposos, para un matrimonio armonioso. Es preciso no transgredirla. Los que lo hacen deberán hacer la trágica experiencia de que la desobediencia a Dios conduce a la desdicha. Por el contrario, los que se sujetan a la regla divina harán la experiencia de que Dios recompensa y bendice a los que le obedecen.
En el versículo 24 de Génesis 2, encontramos también una orden de prioridad temporal. En primer lugar, el joven debe dejar a su padre y a su madre. Esto es hecho con la intención de fundar una familia, amar a su mujer, darle honor, sustentarla y cuidarla (Efesios 5:28-29; 1 Pedro 3:7); también implica que el joven es liberado de la esfera de la obediencia en la casa paterna y que, por consecuencia, los padres dejan ir a su hijo; éste es un punto importante a señalar. Y luego, “se unirá a su mujer”. La unión de la que nos habla aquí describe todo un proceso. Es el descubrimiento del otro en el afecto y la estima; es el conocimiento mutuo de las características y de las cualidades de los futuros esposos. Finalmente, y sólo entonces, todo esto se completa cuando los dos llegan a ser “una sola carne” en el matrimonio: una relación que representa la más profunda armonía en cuanto a espíritu, alma y cuerpo.
Aquel que hoy abre sus ojos y ve lo que pasa a su alrededor, advertirá con horror que el hombre se ha desviado completamente de estos principios divinos. Por más conmoción que cauce esta evolución en países que tienen un pasado oficialmente cristiano, ella es predicha en la Palabra de Dios y no debería sorprendernos.
Los matrimonios en el Antiguo Testamento: ¿modelos a seguir?
En la historia del pueblo de Israel encontramos a menudo graves desviaciones del pensamiento de Dios con relación al matrimonio, incluso entre los creyentes. Dios lo toleró, pero jamás lo aprobó. Por lo tanto, los matrimonios que nos relata el Antiguo Testamento no son siempre un ejemplo para nosotros. Muchos de ellos distan mucho de la ordenanza divina del principio. El pecado que entró en el mundo, penetró y alteró todas las relaciones naturales en la creación, incluso en el dominio del matrimonio. Además, el casamiento estaba fuertemente marcado por los usos y costumbres de la época, como se ve, por ejemplo, en la historia de Rebeca o de Rut.
El discernimiento de toda la sabiduría de Dios contenida en esta institución, estaba reservada para una época posterior. La revelación de esta sabiduría comenzó cuando el mismo Señor Jesús, en su enseñanza, volvió a colocar el matrimonio en su lugar original.
Como cristianos, estamos llamados a ennoblecer esta institución, recordando que Dios quiere ver en ella algo que refleje la unión de Cristo con su esposa. Esto se nos revela en la epístola a los Efesios, donde el pasaje de Génesis 2 se aplica directamente a la relación de Cristo con la Iglesia.
Una triste decadencia
En relación con la desviación de los principios divinos, queremos citar para nuestra instrucción y advertencia, el ejemplo de una familia del Antiguo Testamento en la cual, a lo largo de cuatro generaciones, podemos observar una terrible decadencia en relación al casamiento.
En la comunión con Dios, Abraham había comprendido bastante el pensamiento divino con respecto al matrimonio. Por eso, cuando encarga a su siervo que vaya a buscar una esposa para su hijo Isaac, le ordena expresamente que no tome en ningún caso una mujer de las cananeas. El siervo debe buscarla en el ámbito de la parentela de Abraham, donde hay conocimiento del verdadero Dios. En otros términos, la esposa debe pertenecer a «la familia de la fe». Además, el patriarca tiene confianza en que el “Dios de los cielos” conducirá a su siervo a encontrar la mujer que destinaba a su hijo. Abraham insiste absolutamente en estar de acuerdo con Dios dejándole a Él la elección. Sólo quiere —empleando el lenguaje del Nuevo Testamento— un casamiento “en el Señor”.
En su hijo Isaac notamos ya cierto debilitamiento. No tiene las convicciones y la energía de su padre. Esaú, el hijo mayor de Isaac, toma dos mujeres que pertenecen al pueblo de los heteos. Ellas son “amargura de espíritu para Isaac y para Rebeca” (Génesis 26:35), pero no vemos que el padre haya censurado a su hijo por esos casamientos o que se haya opuesto, lo cual hubiera hecho seguramente Abraham. Este último no dejaba de mandar a sus hijos que guarden la senda de Dios (Génesis 18:19).
En cuanto al casamiento de Jacob, el segundo hijo de Isaac, las Escrituras nos relatan tristes cosas. Si bien en un principio da lugar al deseo de sus padres de ir a buscar una mujer en Padan-Aram, el lugar de habitación de su tío, finalmente se une a cuatro mujeres, y toda su conducta en esto muestra que olvidó las instrucciones de su abuelo Abraham.
Luego, en la cuarta generación, vemos no sólo una desviación y un olvido, sino un rechazo total de los principios divinos. Judá, uno de los hijos de Jacob, se casa con la hija de un cananeo. Más tarde, muestra un comportamiento abominable en una relación con su nuera (Génesis 38:12-23).
Estos relatos de Génesis, ¿no nos dan una imagen de lo que aconteció en la profesión cristiana tal como la vemos hoy? ¿No sucedió lo mismo, en todo sentido, en la historia de la Iglesia como testigo de la verdad de Dios? En un principio la fidelidad, después la desviación, luego el olvido, y finalmente el rechazo total de los mandamientos de Dios. ¡Que Dios nos ayude a ser realmente “la sal de la tierra” y “la luz del mundo”! Concretamente esto significa que debemos nadar contra la corriente.
La Palabra de Dios: lumbrera a mi camino
Consideremos todavía la enseñanza de las Escrituras sobre algunos puntos particulares.
¿Debemos casarnos? Esta pregunta preocupaba también a los discípulos (Mateo 19:10-12). En su respuesta, el Señor presenta el renunciamiento al casamiento para servir a Cristo, “por causa del reino de los cielos”, como una excepción. Pablo confirma este principio e indica que es necesaria una gracia particular para esto (1 Corintios 7:7). El propósito de Dios después de la creación del hombre era: “No es bueno que el hombre esté solo”.
Si tenemos previsto el casamiento, que la condición sea “en el Señor” (1 Corintios 7:39), es decir que esta unión pueda encontrar la aprobación del Señor en todo sentido. Esto implica también que se actúa de acuerdo con los padres, cuando ellos son creyentes. Tengamos el profundo deseo de dejar a Dios la elección y llevémosle nuestros ejercicios en oración, con fe y perseverancia. La unión es una condición fundamental, pero no debe ser el único móvil. Además, la atracción por la belleza exterior no es el equivalente a la unión. Observemos el orden de sucesión tal como es dado en Génesis 2:24. No temamos, en lo posible y siempre que sea necesario, pedir el consejo a un hermano o hermana experimentados.
Prestemos atención a algo que se ignora por completo en el mundo de hoy. Según la enseñanza de las Escrituras, el casamiento es un acto público; debe entonces ser tratado en consecuencia y atestiguado por una instancia oficial. En tiempos del Antiguo Testamento, esto era hecho por los ancianos de la ciudad, los que estaban sentados “a la puerta” (compárese con Rut 4:11); hoy esto es hecho por el registro civil.
El profeta Malaquías, en el “tiempo del fin” del Antiguo Testamento, denuncia públicamente las prácticas del pueblo que menospreciaba los mandamientos de Dios en relación al matrimonio y a la familia. Muchos habían abandonado o repudiado a sus mujeres y Dios había visto las lágrimas de estas últimas. El profeta reprende severamente la infidelidad de los hombres; “has sido desleal” contra “la mujer de tu pacto”. “Jehová ha atestiguado entre ti y la mujer de tu juventud” (Malaquías 2:14). Las expresiones empleadas evocan un pacto solemne. En nuestra época, las cosas han ido tan lejos que sólo podemos extrañarnos de la paciencia de Dios. Él calla todavía, pero no por mucho tiempo.
Que el Señor nos conceda la gracia de discernir el valor que Él mismo ha conferido al matrimonio y de obrar en consecuencia. Será para nuestra bendición y la de los que nos rodean. Y si nos hubiéramos desviado un poco de Su voluntad tal como nos la ha dado a conocer, en pensamientos o en hechos, volvamos entonces a lo que era “al principio”.
De lo que nuestro matrimonio no es sino una débil imagen, se cumplirá pronto en un plano infinitamente más elevado. Las bodas del Cordero nos introducirán por la eternidad en una bienaventurada e indisoluble unión con «nuestro Esposo». Dios pensaba ya en esto cuando pronunció esta significativa frase: “No es bueno que el hombre esté solo”.