“¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre,
para que lo visites?… El hombre es semejante a la vanidad;
sus días son como la sombra que pasa.”
(Salmo 8:4; 144:3-4)
“Déjame, pues, porque mis días son vanidad. ¿Qué es el hombre,
para que lo engrandezcas, y para que pongas sobre él tu corazón,
y lo visites todas las mañanas, y todos los momentos lo pruebes?
¿Hasta cuándo no apartarás de mí tu mirada…?”
(Job 7:16-19)
Considerado desde el punto de vista exterior o de la ciencia, según lo hace el Eclesiastés cuando contempla todo lo que pasa “debajo del sol” (1:3), ¿quien puede mostrar la diferencia entre el hombre y la bestia? El hombre, en sí mismo, no es nada.
El cuchillo que mata a un perro, mata a un hombre de igual manera; la sangre corre, y la muerte viene. A raíz de esto, leemos: “Dije en mi corazón: Es así, por causa de los hijos de los hombres, para que Dios los pruebe, y para que vean que ellos mismos son semejantes a las bestias. Porque lo que sucede a los hijos de los hombres, y lo que sucede a las bestias, un mismo suceso es: como mueren los unos, así mueren los otros, y una misma respiración tienen todos; ni tiene más el hombre que la bestia; porque todo es vanidad. Todo va a un mismo lugar; todo es hecho del polvo, y todo volverá al mismo polvo” (Eclesiastés 3:18-20). El salmista dice igualmente: “El hombre no permanecerá en honra; es semejante a las bestias que perecen” (Salmo 49:12-14).
Sin embargo, la distancia que separa al hombre de la bestia es enorme. En las bestias se observan sentimientos y hasta raciocinios casi semejantes a los de los hombres, pero no hay en ellas ideas morales, ni progreso ni desarrollo mental; y, aunque saben comunicarse entre ellas lo que quieren, no tienen lenguaje racional.
La superioridad del hombre, su dignidad, su autoridad sobre todas las criaturas de la tierra, todo esto le ha sido dado por Dios. Por una parte, le declara: “¿Quién te distingue? ¿o qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?” (1 Corintios 4:7). Y el Salmo 146:3-7 dice: “No confiéis en los príncipes, ni en hijo de hombre, porque no hay en él salvación. Pues sale su aliento, y vuelve a la tierra; en ese mismo día perecen sus pensamientos”. Luego añade: “Bienaventurado aquel cuyo ayudador es el Dios de Jacob, cuya esperanza está en Jehová su Dios, el cual hizo los cielos y la tierra, el mar, y todo lo que en ellos hay; que guarda verdad para siempre, que hace justicia a los agraviados”.
Sí, Dios es un recurso y un refugio para todos aquellos que se dirigen a Él. El libro de Eclesiastés, en todas sus partes, nos hace comprender que el hombre no puede vivir sin Él. Un individuo da prueba de su locura cuando no se vuelve a Dios ni pregunta: “¿Dónde está Dios mi Hacedor, que da cánticos en la noche, que nos enseña más que a las bestias de la tierra, y nos hace sabios más que a las aves del cielo?” (Job 35:10-11).
Lo único que Dios hizo en dos actos, es la creación del hombre. En cuanto a la de los animales y otras bestias, de todo lo que se arrastra sobre la tierra, dijo: “Produzca la tierra seres vivientes según su género, bestias y serpientes y animales de la tierra según su especie. Y fue así” (Génesis 1:24). Bastó la sola palabra de Dios para hacerlos aparecer. “Él dijo, y fue hecho” (Salmo 33:9).
Pero, acerca de la creación del hombre, leemos: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó” (Génesis 1:26-27). He ahí, pues, el primer acto: El cuerpo de Adán estaba formado, pero le faltaba el soplo para animarlo. Después de haber formado al hombre del polvo de la tierra, “sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente” (2:7).
Tenemos así las partes que constituyen al hombre: primeramente el cuerpo, y luego el alma viviente, que se identifica con el espíritu que Dios sopló en su nariz.
Cuando el hombre muere, “el polvo vuelve a la tierra, como era”, pero “el espíritu vuelve a Dios que lo dio” (Eclesiastés 12:7).
Por su espíritu, el hombre puede conocer a Dios, su Creador; porque “lo que de Dios se conoce les es manifiesto” a aquellos que no aprobaron tener en cuenta a Dios. “Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa” (Romanos 1:19-20). Tales cualidades se manifiestan “por medio de las cosas hechas”, acerca de las cuales el hombre tiene la facultad de juzgar y de sacar una conclusión racional. Él, pues, es responsable de hacerlo, y de llegar a la única conclusión que tiene por efecto llevarle a reconocer a Dios como Aquel a quien, en su carácter de criatura, debe dar cuenta. Desde el momento que no conoce a Dios, el hombre desciende al nivel de las bestias.
De todos los seres que se mueven sobre la tierra, el hombre puede levantar los ojos al cielo. La bestia mira hacia la tierra de donde espera todo; mientras que el hombre ha sido hecho de manera que pueda mirar arriba, hacia Dios, origen de todas las cosas, hacia el Creador, el cual es bendito por los siglos.
Consabido e interesante es el hecho de que los hombres sintieron siempre un interés muy particular por explorar los cielos, por observar los movimientos de los astros, por sacar consecuencias útiles, en cuanto al tiempo y las estaciones, según las ordenanzas divinas a este respecto. ¿Por qué se detienen a menudo allí, y sus pensamientos no van a buscar al Dios del cielo en el lugar de Su morada? Pero, para esto, necesitan la Palabra. ¡Gracias sean dadas a Dios porque nosotros la tenemos!