Un himno alemán que evoca la evolución del estado de corazón de una persona que pasa de una indiferencia total al deseo de una dedicación entera a Cristo pone sucesivamente en evidencia las siguientes expresiones:
- nada para ti y todo para mí,
- algo para ti y algo para mí,
- todo para ti y nada para mí.
Tenemos el ejemplo de tres hombres del Antiguo Testamento que ilustran estas tres disposiciones del corazón, en su actitud hacia el rey David. El varón según el corazón de Dios, que antaño había sido el salvador y el rey del pueblo de Israel, es una hermosa imagen del Señor Jesús, de Aquel que es nuestro Salvador y que reinará pronto en la tierra. Estos hombres son Saúl, su hijo Jonatán y su nieto Mefi-boset. La historia de su vida está escrita para nuestra instrucción.
David, el rey menospreciado y rechazado
Primero, ocupémonos un poco de David. Dios había resuelto destituir a Saúl, el primer rey de Israel, a causa de su desobediencia. Un día, el profeta Samuel recibió la orden de ungir a otro rey. La Palabra de Dios describe de una manera muy conmovedora cómo el profeta vino a Belén, a la casa de Isaí, para ungir en el seno de esa familia a aquel que Dios había escogido en el lugar de Saúl (1 Samuel 16). El profeta habría elegido a Eliab, el hijo mayor. Samuel estaba impresionado por “su parecer” y por “lo grande de su estatura”. Sin embargo, tuvo que ser corregido y aprender que: “Jehová no mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón” (v. 7). Siete hijos de Isaí pasaron delante de Samuel, y la misma conclusión fue formulada: ninguno de ellos era el hombre que Dios había escogido. “¿Son éstos todos tus hijos?” preguntó entonces Samuel. “Queda aún el menor, que apacienta las ovejas” le respondió Isaí. No se creyó necesario llamar a ese joven para asistir a la visita de un distinguido huésped, y mucho menos que sería él el hombre elegido para ser rey. Sin embargo, en ese momento Dios tenía sus ojos puestos en ese hijo más joven que era el octavo. Se nos dice que era “de buen parecer”, pero se trataba de algo más que de hermosura física: Dios conocía su corazón. Y en este joven veía algunos de los rasgos morales que su Hijo amado manifestaría un día, cuando vendría a la tierra como hombre. Dios conduce entonces el corazón y la mano de Samuel, y le dice: “Levántate y úngelo, porque éste es” (v. 12).
Por su típico alcance, esta escena nos enseña algo acerca del Señor Jesús mismo, algo que también fue anunciado proféticamente por Isaías: “Sin atractivo para que le deseemos. Despreciado y desechado entre los hombres” (53:2-3). Para el hombre natural, Jesús no tenía hermosura, sin embargo, era hermoso para Dios. Y estas palabras: “Levántate y úngelo, porque éste es” nos recuerdan una escena ulterior, en la cual oímos una declaración parecida: “Este es mi Hijo amado; a él oíd” (Lucas 9:35). “En el monte santo” (2 Pedro 1:17-18), fue donde —si se puede decir así— el dedo de Dios mostró a Aquel que es “más hermoso... que los hijos de los hombres” (Salmo 45:2, V.M.).
Saúl: nada para ti y todo para mí
Saúl fue el primer rey de Israel. Por la alta posición que ocupaba, podía esperarse que fuese un verdadero siervo de su pueblo y que se mostrase sometido a Dios. Sin embargo, en vez de buscar el bien de su pueblo, sólo tenía ante sus ojos su propio interés y honor. Aun cuando fue puesto a prueba de diversas maneras, se mostró desobediente a Dios. Finalmente Samuel tuvo que transmitirle el mensaje: “Desechaste la palabra de Jehová, y Jehová te ha desechado para que no seas ya rey sobre Israel”. Lo que Saúl contestó entonces al profeta —“Yo he pecado; pero te ruego que me honres delante de los ancianos de mi pueblo…” (1 Samuel 15:26, 30)— no expresa la humillación, sino el orgullo que lo llenaba.
Poco tiempo después, David logra su gran victoria sobre el gigante Goliat y libera al pueblo de la mano de los filisteos. Entonces se despiertan en el corazón de Saúl la envidia y un sentimiento de rivalidad. Al oír a las mujeres cantar: “Saúl hirió a sus miles, y David a sus diez miles”, Saúl se enojó en gran manera. Concluye: “No le falta más que el reino. Y desde aquel día Saúl no miró con buenos ojos a David” (1 Samuel 18:7-9). Por estos cuantos ejemplos vemos que Saúl era un hombre egocéntrico: todos sus pensamientos giraban en torno de sí mismo. El Nuevo Testamento nos habla de “los que son de la carne” y de “los que son del Espíritu” (Romanos 8:5). Saúl es un típico ejemplo de los que son de la carne. La carne es un principio malo que está en el corazón del hombre que ni quiere, ni puede, sujetarse a la voluntad de Dios y que sólo tiene el «yo» por horizonte.
En su gracia, Dios nos dio una vida enteramente nueva. No podemos estar lo suficientemente agradecidos. Todos los que llegaron al Señor Jesús con arrepentimiento y con fe pueden apreciar la felicidad de haber recibido una nueva naturaleza, la cual es la del nuevo hombre. Pero —y aquí estamos tocando un punto sensible— cada hijo de Dios debe saber que la vieja naturaleza sigue aún presente en él. La epístola a los Romanos nos enseña muy claramente respecto de esto, y la experiencia confirma esta enseñanza. En el capítulo 7, encontramos unas 40 veces las palabras yo, mí, me. En el creyente, por supuesto, las dos naturalezas son tan diametralmente opuestas como el fuego y el agua. Es importante estar continuamente consciente de esta realidad y aceptar por la fe lo que la Palabra de Dios nos enseña respecto de esto: que por la muerte de Cristo, Dios ha pronunciado la condena del viejo hombre. Si no lo hacemos, pasaremos por tristes experiencias tanto en nuestra vida personal como en nuestra vida de iglesia. Pablo escribe a los Gálatas: “Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (2:20). He aquí el secreto para ser bendecido y para ser de bendición para los demás.
Jonatán: algo para ti y algo para mí
El hijo de Saúl observó cómo David logró la victoria sobre Goliat y tal vez pensó entonces en su corazón: David, también peleas por mí. Un poco más tarde, Jonatán vio a David delante del rey su padre, con la cabeza de Goliat en su mano. En este instante, David logró una segunda victoria: conquistó el corazón de Jonatán. “Hicieron pacto Jonatán y David, porque él le amaba como a sí mismo” (1 Samuel 18:3). Es hermoso, y hasta conmovedor, ver de qué manera Jonatán se entrega a David. La dedicación que le manifiesta desde el principio es admirable. Este hombre fue un verdadero amigo de David, sin embargo, en su actitud hacia él, no vemos la constancia como la hubiésemos deseado. En el último encuentro entre los dos amigos, Jonatán dice: “Tú reinarás sobre Israel, y yo seré segundo después de ti” (1 Samuel 23:17). Pero, ¿podía esto ser de gran aliento para David, quien era odiado, perseguido y cazado por Saúl? En este momento se separaron: David se quedó en Hores y Jonatán se volvió a su casa. ¿Qué habrá pasado en el corazón de estos dos hombres más adelante, cuando ya no se veían?
El amor de Jonatán era real y sincero. Cuando David estaba frente a Saúl, después de su victoria sobre Goliat, Jonatán dio sus ropas reales y sus armas a David, un notable testimonio de dedicación y abnegación. Pero en el último encuentro ya mencionado, también pensó en sí mismo: “Yo seré segundo después de ti”.
Guardémonos de juzgar severamente a Jonatán por esto. Su comportamiento no suscitó ningún resentimiento en el corazón de David. Lo vemos en la conmovedora endecha que compone después de la muerte de Jonatán: “Angustia tengo por ti, hermano mío Jonatán, que me fuiste muy dulce. Más maravilloso me fue tu amor que el amor de las mujeres” (2 Samuel 1:26). Y el afecto ininterrumpido de David hacia su amigo se traduce en la historia de Mefi-boset, usando “misericordia de Dios” con él “por amor de Jonatán” (9:3, 1). No juzguemos, pues, a Jonatán, puesto que David no lo hizo, pero aprendamos algo de su historia. Seguramente podemos lamentar que Jonatán no haya hallado la fuerza y el ánimo para compartir el rechazo de su amigo. ¿Y qué de nosotros? ¿Qué actitud tenemos respecto de nuestro Señor durante este período en el cual él también es rechazado por el mundo? Si, como creyentes, no estamos dispuestos a compartir el rechazo de nuestro Señor y a ponernos abiertamente de su lado, entonces nos colocamos del lado del mundo.
Acordémonos de las palabras que Jesús dirigió a sus discípulos poco tiempo antes de su muerte: “Pero vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas” (Lucas 22:28). Él había sostenido a sus discípulos, había soportado sus debilidades y a menudo también su incredulidad, los había cuidado en todo. Y, a pesar de todas sus faltas, les da este testimonio. ¡Qué gracia! ¡Que su maravilloso amor nos motive a ponernos de su lado con un corazón plenamente dedicado a Él y sin doblez!
Mefi-boset: todo para ti y nada para mí
Después de la muerte de Saúl, David recibió el reinado de Israel. En 2 Samuel 9 oímos salir de su boca palabras particularmente conmovedoras: “¿Ha quedado alguno de la casa de Saúl, a quien haga yo misericordia por amor de Jonatán?” Sí, había todavía alguien, Mefi-boset, el hijo de Jonatán, un hombre lisiado de los pies después de un grave accidente sucedido en su infancia (2 Samuel 4:4). Y así, como resultado de la amistad entre David y Jonatán, le llega a este hombre una bendición completamente inesperada. David muestra una gran bondad hacia él; le da un lugar en su casa y a su mesa.
Mefi-boset supo apreciar esta gracia. Su agradecimiento a David se manifestó particularmente en el momento en que David tuvo que huir de Jerusalén a causa de la rebelión de su hijo Absalón. Mefi-boset hubiera deseado huir con David, pero no le fue posible porque se hallaba impedido. Así permaneció en Jerusalén, separado interiormente de esta ciudad rebelde, y compartiendo en su corazón los sentimientos y la suerte del rey rechazado por quien llevaba luto. Poco tiempo antes de la cruz, el Señor Jesús había dicho a sus discípulos: “También vosotros ahora tenéis tristeza; pero os volveré a ver, y se gozará vuestro corazón” (Juan 16:22). A Mefi-boset le sucedió lo mismo. Cuando el rey pudo volver a Jerusalén, un gozo profundo llenó su corazón.
Se planteó una cuestión referente a las tierras que habían pertenecido a Mefi-boset, pero que su siervo Siba se había apropiado por la calumnia. Cuando el rey hizo la proposición de repartir la propiedad entre los dos, Mefi-boset pronunció unas palabras extraordinarias que revelaron el estado de su corazón: “Deja que él las tome todas, pues que mi señor el rey ha vuelto en paz a su casa” (2 Samuel 19:30). Ya no quería tener nada más para sí mismo; su corazón estaba enteramente lleno por la bondad y la grandeza de su rey.
Mefi-boset estaba lisiado de los pies. En referencia a sí mismo y a su familia, había dicho que eran “dignos de muerte” (v. 28). Esta es nuestra imagen. Éramos incapaces de andar conforme a la voluntad de Dios y de salir de nuestra miseria. Nos hacía falta un Salvador. Esto es lo que nos enseña la parábola de Lucas 10, con el hombre que cayó en manos de ladrones. El samaritano caritativo vendó las heridas del desdichado, lo puso “en su cabalgadura” y lo llevó al mesón. También nosotros éramos hombres muertos: “Estando nosotros muertos en pecados” (Efesios 2:5). Pero la gracia de Dios nos salvó. Nos atrajo hacia él, y “a esta gracia en la cual estamos firmes” (Romanos 5:2). Redimidos por la sangre del Señor Jesús, somos hechos “hijos de Dios”. Puesto que recibimos semejante gracia y semejante favor, ¿no deberíamos tener en nuestro corazón el deseo de vivir más para Aquel que nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros?