No me detengáis

Génesis 24

El capítulo 24 de Génesis es uno de los más impresionantes y magníficos relatos del Antiguo Testamento. Isaac, el hijo amado, es una imagen de Cristo, el hombre celestial resucitado, quien antes había pasado en figura por la muerte (cap. 22). El deseo de Abraham de obtener una esposa para Isaac prefigura el mismo anhelo del corazón de Dios de que Cristo tenga una esposa idónea. Por último, esta misión es encomendada a un siervo cuyo nombre no es mencionado, que se va a un lejano país para cumplir la voluntad de su amo y vuelve trayendo a Rebeca, hablándonos esto de antemano de la operación del Espíritu Santo, quien trabaja incansablemente tomando de este mundo una esposa para el Cordero. Ahora bien, quisiéramos que estas verdades no solo sean comprendidas en nuestro espíritu, sino que también tengan un poderoso efecto en nuestras almas.

Todo en este capítulo es magnífico. De un extremo al otro, Isaac constituye el centro y objeto. Abraham le amaba y le había dado todo lo que tenía (v. 36). Así también leemos acerca de Cristo: “El Padre ama al Hijo y todas las cosas ha entregado en su mano” (Juan 3:35). El siervo de Abraham no busca nada para sí, ni habla de sí mismo. Su objetivo es cumplir la voluntad de Abraham; hace todo para Isaac. De igual manera leemos acerca del Espíritu Santo: “Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir. Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber. Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso dije que tomará de lo mío, y os lo hará saber” (Juan 16:13-15).

Rebeca, aún sin haber visto a Isaac, es atraída por él. Ella emprende su camino a fin de unirse a su esposo sabiendo solamente lo que el siervo le había dicho de Isaac. En lo que concierne a los cristianos, la Palabra dice: “Jesucristo, a quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso” (1 Pedro 1:8).

El deseo de Abraham, la actividad del siervo, el amor de Rebeca: todo es para Isaac. ¡Qué gran día en la vida espiritual del creyente, cuando considera que todos los pensamientos del Padre tienen a Cristo como objeto y que la actividad principal del Espíritu Santo, enviado por el Padre, es revelarle las glorias de Cristo, de manera que sea atraído solo hacia él! ¡El resultado de tal aprecio por su Señor es estar unido al Objeto amado de su corazón! De esta manera nuestros afectos se alejan del mundo y sus vanidades, y se concentran en Cristo, contemplándole en gloria y esperando aquel día en el cual le veremos.

La misión del criado era encontrar una esposa para el hijo de su amo, y Abraham, por medio de un solemne juramento, le encomendó que su hijo no volviera a aquel lugar sino que, de allí mismo tomara una esposa y la apartara lejos de su tierra para llevarla a donde Isaac se encontraba. Si no comprendemos bien este importante punto, a saber, que la Iglesia es tomada de este mundo para pertenecer a Cristo donde está Él, nos engañaremos a nosotros mismos en cuanto a esta solemne verdad acerca de Cristo y su Iglesia y en lo que concierne a la actividad del Espíritu Santo en la tierra. La Iglesia, entonces, como esposa del Cordero, debe ser conducida por el Espíritu Santo al lugar donde Cristo se encuentra. La ignorancia de esta gran verdad ha llevado a muchos cristianos piadosos a asociar el nombre de Cristo con movimientos que, por útiles que sean, solo tienen la vista fija en el mundo actual. Esa misma ignorancia también ha causado que muchos otros se ocupen solamente de sus propias circunstancias, y tengan por único objeto el vivir una vida sin dificultades aquí abajo.

“Ahora, pues, si vosotros hacéis misericordia y verdad con mi señor” (es decir, actuar de una manera justa y buena hacia Él), era lo que había pedido el criado (v. 49). Este es el llamamiento que el Espíritu Santo presenta hoy en día. El cristiano que ignora los derechos que pertenecen únicamente a Cristo, no se conduce de manera justa y piadosa hacia Él y hacia el Padre. Para poder seguir a Aquel que se dio por nosotros, y emprender nuestro camino para ir a su encuentro, debemos, pues, darle la espalda al mundo, el cual siempre nos incita a ser infieles al Señor. Esto no sucederá a menos que Cristo sea un objeto mucho más brillante y más valioso que las mejores cosas que podamos encontrar en este mundo.

El cristiano que se compromete con el mundo ha olvidado que la Iglesia fue desposada con un solo marido para ser presentada como una virgen pura a Cristo (2 Corintios 11:2).

Pero no solamente es el mundo el que mantiene nuestros corazones lejos de Cristo, a veces nuestras relaciones naturales también presentan obstáculos que entorpecen nuestra marcha hacia Él. Así, por ejemplo, vemos que la madre y el hermano de Rebeca intentan retener a la joven impidiendo que vaya lo más pronto posible al encuentro de Isaac. En su opinión no había ninguna razón de apresurar el viaje: “Espere la doncella con nosotros a lo menos diez días, y después irá.” A lo que el criado responde de inmediato: “No me detengáis” (v. 56).

Quisiera insistir en esto último. Creo que la voz del Espíritu se puede comprender con claridad a través de estas palabras. ¡Y el que tiene oído, oiga lo que el Espíritu tiene para decir! Una marcha mundana y compromisos con el mundo impiden que el Espíritu realice su tarea. La indiferencia hacia Cristo le entristece en gran manera. El orgullo y la satisfacción personal estorban su actividad, y no hay orgullo más detestable a Sus ojos que el orgullo religioso. Él no puede tomar de lo que es de Cristo y dárnoslo si nosotros somos indiferentes, desatentos y solo fijamos nuestra atención en nosotros mismos. La mundanalidad es algo malo, ya que es motivo de que un corazón quede dividido. Pero la pretensión religiosa es algo aún peor, puesto que pone al «yo» como origen y fin de todas las cosas. Somete a Cristo y sus intereses a nosotros mismos. Es como si Rebeca se hubiera ataviado con las joyas que había recibido y se dirigiera a la casa de sus amigas con alardes, diciendo: «¡Miren qué rica soy, observen cuánto he prosperado, y de nada tengo necesidad!».

Pero Rebeca no tenía un pensamiento similar; sino que fielmente respondió al llamamiento de Aquel que buscaba no solo su corazón, sino también su mano. No era una persona de medias tintas ya que al instante en que fue llamada, respondió con una total determinación.

Tampoco vemos que ella solicitara algún consejo o demandara algo de tiempo para estudiar el asunto. “Sí, iré”, respondió a aquellos que intentaban retenerla. ¡Cuánto gozo habrá sentido el siervo al oír estas palabras! Rebeca no lo retrasaría.

El Espíritu Santo es paciente con nosotros. Él nos ha sellado para que seamos de Cristo, tomando así posesión de nosotros, y no nos abandonará jamás. Su obra consiste en hacer que los suyos tengamos un pensamiento unísono, es decir, llevarnos a sentir lo que Él siente y entonces podamos clamar junto con Él: “Ven, Señor Jesús” (Apocalipsis 22:20).

El Espíritu aguarda pacientemente aquel día de gozo en el cual la Iglesia, una Iglesia gloriosa, será presentada a Cristo. Entonces Cristo encontrará en ella la recompensa completa de todo su padecimiento y dolor. Será un gran día en el cielo, como el apóstol Juan lo describe en Apocalipsis 19:6-8: “Y oí como la voz de una gran multitud, como el estruendo de muchas aguas, y como la voz de grandes truenos, que decía: ¡Aleluya, porque el Señor nuestro Dios Todopoderoso reina! Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado. Y a ella se le ha concedido que se vista de lino fino, limpio y resplandeciente; porque el lino fino es las acciones justas de los santos”.

¿Detendremos al Espíritu quien prepara a la esposa en vista de aquel día? ¡Que Dios no lo permita! Sometámonos sin reserva a la obra de gracia del Espíritu Santo y digamos resueltamente como Rebeca: “Sí, iré”.