El cielo

Juan 3:13 – Efesios 4:10

Nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo;
el Hijo del Hombre, que está en el cielo.”
(Juan 3:13)

El que descendió, es el mismo que también subió por encima de
todos los cielos para llenarlo todo.”
(Efesios 4:10)

 

El cielo, nuestra morada

Lo único que puede dirigir el corazón hacia el cielo es tener los afectos afianzados en el Señor Jesucristo. Vino del cielo, que era su morada, y después de haber dado su vida por nosotros, volvió al cielo para hacer de éste nuestra morada.

Jesús les habló a sus discípulos, con la mayor simplicidad, acerca de la casa del Padre, mencionándola como la morada suya y la de ellos. Y agregó: “Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan 14:3).

Lo que tenemos allí actualmente

Así pues, el cielo nos atraerá en la medida en que nuestros pensamientos y afectos estén fijos en Aquel que entró en él, y que ha prometido introducirnos allí, en el poder de esta vida que poseemos por él y en él. Nunca nadie nos amó como Jesús; nadie tiene tanto derecho a nuestra confianza. Es de vital importancia que podamos decir: “Yo sé a quién he creído” (2 Timoteo 1:12). Y aunque tuviéramos que pasar por la muerte para llegar a la casa de nuestro Padre y a nuestra morada celestial, sabemos que Cristo pasó por ella antes que nosotros, y abrió la senda de la vida. Lo dijo cuando tenía la muerte delante de sus ojos: “Me mostrarás la senda de la vida; en tu presencia hay plenitud de gozo; delicias a tu diestra para siempre” (Salmo 16:11).

El Padre, revelado por el Hijo, también viene a ser el objeto que nos atrae, y el Señor Jesús nos prepara un lugar en su casa. Por haber sido “engendrados… de Dios” (Juan 1:13), poseemos una naturaleza que puede regocijarse en él. El Señor Jesús puso las bases de nuestra confianza eterna en Dios cuando pronunció estas maravillosas palabras: “Vé a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Juan 20:17).

Nada inspira más confianza que la certidumbre de que en el cielo nos encontraremos con nuestro Dios y gozaremos de la bien conocida relación con él como Padre.

Sin duda, el cielo tiene sus glorias particulares que sobrepasan todo lo que brilla y es exaltado en la tierra. Sin embargo, lo que atrae sobre todo nuestros corazones hacia el cielo, es el hecho de que allí tenemos intereses afectivos. El cielo es la morada (o el tabernáculo) de Dios, quien “nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 4:10); es la morada del Señor Jesucristo, de quien el apóstol Pablo dijo: “El cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20). El cielo puede atraer poderosamente nuestros corazones solo cuando lo consideramos bajo este aspecto. Ninguna descripción de un mundo invisible, ninguna evocación de gozos celestiales han logrado jamás liberar a alguien de las cosas de la tierra.

Bendiciones terrenales y bendiciones celestiales

Algunas personas hablan del cielo como de su morada. Esta manera de hablar solo significa que piensan poseer el cielo después de haber terminado con la tierra. Son cristianos solo en esperanza, porque cuando piensan en el cielo, solo lo ven como una vaga perspectiva al final de su vida, mientras que la tierra es la escena de sus preocupaciones y proyectos, aun cuando los intereses pasajeros de esta vida no constituyan el verdadero centro de sus afectos.

Es cierto que “en esperanza fuimos salvos” (Romanos 8:24), que nuestra salvación final y completa está delante de nosotros, sin embargo, los escritos del Nuevo Testamento insisten positivamente sobre el hecho que tanto la Iglesia como el cristiano individualmente ya pertenecen, por su propia vocación, al cielo y no a la tierra. La ciudadanía actual del cristiano y su esperanza futura están en el cielo (Filipenses 3:18-21).

Desde el momento que Cristo fue rechazado en la tierra, la bendición en ella fue algo imposible. Sin duda, cuando Cristo regrese y sea recibido por Israel, la tierra será verdaderamente bendecida; entonces, “la verdad brotará de la tierra, y la justicia mirará desde los cielos” (Salmo 85:11). Pero si, cuando el Señor murió, las tinieblas cubrieron la tierra, si el velo del templo se rasgó, fue porque debíamos aprender que, desde entonces, la bendición se había retirado de la tierra y solo existía en el cielo. Por consiguiente, el hombre que quiere ser bendecido tiene que seguir al Señor Jesús arriba, allí donde él “entró por nosotros como precursor” (Hebreos 6:20).

Cielo escondido y cielo desvelado

Uno queda impresionado por el contraste que hay en las Escrituras entre un cielo escondido, tal como nos lo presenta el Antiguo Testamento, y un cielo desvelado, tal como nos lo presenta el Nuevo Testamento. Para el judío, Dios moraba en los cielos como el dominador supremo, para que allí reinara la justicia. Es visto como el que “por el circuito del cielo se pasea” (Job 22:14), dispuesto a liberar por su poder a los que confían en él en la tierra. Así se dice de él: “Padre de huérfanos y defensor de viudas es Dios en su santa morada” (Salmo 68:5). Sin embargo, no estaba revelada entonces una relación actual con el cielo, como la que existe ahora. Los creyentes de antaño podían fijar allí su esperanza como su herencia final, tal como lo hizo Abraham, quien buscaba una “patria… celestial” y “esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Hebreos 11:10).

En general, el Antiguo Testamento nos muestra a Dios como el recurso de los habitantes en la tierra. Mientras que ahora, en virtud de la redención y la revelación de los designios de la gracia de Dios en Jesucristo, los creyentes son del cielo. No solo está abierto para ellos, de manera que puedan hallar el socorro que necesitan, sino que su vida misma está allá, así como todas sus aspiraciones. Además, tienen una “esperanza que les está guardada en los cielos” (Colosenses 1:5).

Sin embargo, no es sorprendente que haya este contraste, si reflexionamos en el maravilloso hecho de que el mismo Hijo de Dios descendió del cielo para cumplir la redención y que volvió allí como hombre, y si pensamos en la relación en la cual esta obra nos coloca respecto al Padre y al Hijo, y también al Espíritu Santo. No hay que asombrarse de que el cielo esté abierto para aquellos sobre quienes Dios ha derramado las riquezas de su amor y de que sea la única morada que les conviene.

Sea como fuere, lo que nos hace falta es un cielo revelado y no un cielo imaginario. El cielo es el lugar de la gloria de Dios; allí se halla la gloria en la que Cristo entró y donde quiere hacernos entrar, y allí también se encuentra la casa del Padre. Para Pablo, el cielo era “partir y estar con Cristo” (Filipenses 1:23), y el cielo que les presentó a los tesalonicenses lo describe con estas palabras: “Así estaremos siempre con el Señor” (1 Tesalonicenses 4:17).

Por encima de los cielos

Notemos de paso que las Escrituras mencionan tres cielos o, si nos atrevemos a expresarnos así, tres pisos de los cielos. Se habla de “las aves de los cielos” (Génesis 1:26), del “rocío del cielo” (Génesis 27:28), de la “lluvia del cielo” (Deuteronomio 11:11), de “los… vientos de los cielos” (Zacarías 2:6), etc.; todo esto se refiere a la atmósfera que rodea la tierra; es el cielo aéreo. Después vienen “tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú formaste” (Salmo 8:3), “el sol y la luna y las estrellas, y todo el ejército del cielo” (Deuteronomio 4:19); es el cielo de las estrellas. Y, por fin, se mencionan los cielos que son “los cielos de Jehová” (Salmo 115:16), el lugar donde mora (2:4), y donde tiene su trono (11:4). Este es “el tercer cielo” (2 Corintios 12:2), si esto es lo que significa la expresión. El cielo inferior pertenece a la tierra por sus influencias que son los vientos, la lluvia, el rocío, etc. El segundo cielo le pertenece igualmente, según su orden primitivo, ya que contiene las lumbreras del firmamento, “el sol para que señorease en el día… la luna y las estrellas para que señoreasen en la noche” (Salmo 136:8-9). “Los lazos de las Pléyades” y “las ligaduras de Orión” (Job 38:31) evocan la grandeza y la estabilidad que tiene. Este cielo posee una gloria que le es propia, aunque la gloria de Jehová está “sobre los cielos” (Salmo 113:4) y aunque el Señor Jesús sea “más sublime que los cielos” (Hebreos 7:26).

El espíritu humano es naturalmente atraído por las manifestaciones de la grandeza y la magnificencia de la creación, y a menudo no percibe nada de aquello que, más allá, es infinitamente glorioso. Pero aquel que es instruido por el Espíritu de Dios discierne, a medida que su mirada se acerca más al lugar donde mora la gloria de Dios, cómo lo moral sobrepasa lo material. El gran objetivo de toda la revelación es hacer conocer la gloria moral y el carácter de Dios, de quien, por quien y para quien, son todas las cosas (Romanos 11:36).

El cielo de Apocalipsis 4 y 5

En los capítulos 4 y 5 del Apocalipsis, vemos el cielo en su carácter gubernamental, como el lugar donde está el trono del juicio. Alrededor de este trono están colocados los tronos de los veinticuatro ancianos que llevan coronas de oro y ropas blancas. Están allí como una asamblea de reyes y sacerdotes. Son los redimidos. Los cuatro seres vivientes —símbolos de los atributos divinos— no cesan de decir, día y noche: “Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es, y el que ha de venir” (4:8). Y al mismo tiempo, a través de las arpas y de las copas de oro llenas de incienso, y de los millones de millones de ángeles que se apiñan en estos atrios celestiales, uniéndose a los redimidos en el coro universal, la mirada se para instintivamente en Aquel de quien la presencia y el carácter son la fuente de todo este gozo y de toda esta alabanza. Es “el Cordero”, que está en pie en medio de los ancianos y de esta muchedumbre innumerable. Bajo la majestad y la grandeza casi agobiante de esta escena, su presencia tranquiliza el corazón.

El cielo de Apocalipsis 21

Del mismo modo, entre los símbolos brillantes y gloriosos bajo los cuales “la santa ciudad, la nueva Jerusalén” se ofrece a nuestra mirada —la simetría de la ciudad y sus puertas de perla, sus cimientos resplandecientes y sus calles de oro, los redimidos de las naciones que andan a la luz de ella y los reyes de la tierra que le traen su gloria y honor— hay un aspecto de la descripción que interesa particularmente el corazón sobre todos los demás, el cual es éste: “Y no vi en ella templo; porque el Señor Dios Todopoderoso es el templo de ella, y el Cordero. La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que brillen en ella; porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera” (Apocalipsis 21:22-23). ¡Qué significado le da esto a las palabras siguientes: “Dando gracias al Padre que nos hizo aptos para participar de la herencia de los santos en luz” (Colosenses 1:12)!

El cielo de Hebreos 12

Al final del capítulo 12 de la epístola a los Hebreos, se encuentra un cuadro dispensacional de la posición en la cual los creyentes son colocados por la venida y el sacrificio del Hijo de Dios. Pero al mismo tiempo contemplamos a todos aquellos que ocupan la escena celestial en la que habrán de ser bendecidos cuando el cielo y la tierra estén unidos en la gloria milenaria, bajo el reino de Cristo. He aquí lo que leemos: “Os habéis acercado al monte de Sion, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, a la compañía de muchos millares de ángeles, a la congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos, a Dios el Juez de todos, a los espíritus de los justos hechos perfectos, a Jesús el Mediador del nuevo pacto, y a la sangre rociada que habla mejor que la de Abel” (v. 22-24). Éstas son ahora las realidades invisibles de la fe; pero, por esta misma razón, serán más adelante la sustancia del gozo y de la gloria del cielo.

Os habéis acercado al monte de Sion

Este monte, símbolo conciso y expresión de la gracia, es citado sencillamente en contraste con el monte Sinaí, símbolo de la ley. La gracia es la base necesaria de toda bendición en el cielo y en la tierra, puesto que se trata de llevar a Dios pecadores y no justos.

… a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial

Sin embargo, Dios da “gracia y gloria” (Salmo 84:11). La gloria es la consecuencia firme de la gracia. Por eso está escrito: “Os habéis acercado”, no solamente “al monte de Sion”, sino “a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial”; y si ahora consultamos el Salmo 122, nos ayudará a entender mejor esta expresión. Este salmo presenta a la Jerusalén terrenal; aquí, al contrario, se trata de la “Jerusalén celestial”. Su gloria es infinitamente mayor, puesto que es la metrópolis, no de un reino terrenal y limitado, sino del cielo y del universo. Es el lugar donde estará el trono de gloria. Más o menos podemos comprender lo que será esta “ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial” si recordamos que Jerusalén era el punto central de reunión de todas las tribus de Israel. Era el lugar donde se reunían todos estos adoradores que se alegraban con los que decían: “A la casa de Jehová iremos” (Salmo 122:1), pues lo que constituía sobre todo la gloria de Jerusalén, era el hecho de que el templo donde moraba Dios estaba allí; mientras que de la “Jerusalén la celestial” está escrito: “Y no vi en ella templo; porque el Señor Dios Todopoderoso es el templo de ella, y el Cordero” (Apocalipsis 21:22). Ahora los redimidos son “juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu” (Efesios 2:22); y cuando la Iglesia sea trasladada al cielo, allí donde tiene su lugar, estará tan rodeada de la presencia bendita de Dios y del Cordero que esta misma presencia será su templo.

… a la compañía de muchos millares de ángeles

Sin embargo, el cielo hacia el cual vamos no es un páramo despoblado. “Jerusalén la celestial” no nos presenta el frío cuadro de palacios sin habitantes y de calles desérticas. Allí es donde se han de reunir muchos millares de ángeles, una “compañía” universal.

… a la congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos

Más cerca del trono, se encuentra “la congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos”. Estos primogénitos son vistos en el lugar que les pertenece, y que les fue asignado por las riquezas de la gracia de Dios. Como herederos predestinados de esta gloria, son ciudadanos reconocidos de esta “ciudad del Dios vivo”. Cuando el Señor Jesús estaba en la tierra, les dijo a sus discípulos que se regocijaran de que sus nombres estuvieran “escritos en los cielos” (Lucas 10:20). Y en medio de las pruebas y las seducciones de este mundo, los creyentes son exhortados a recordar que su “ciudadanía está en los cielos” (Filipenses 3:20). Esto, en Hebreos 12, se presenta como un hecho cumplido, puesto que es asunto de fe ver las cosas como Dios las ve.

… a Dios el Juez de todos

Pero ¿qué sería el cielo y qué serían las innumerables huestes de redimidos que lo pueblan, sin el Dios cuya presencia le confiere a dicho cielo su carácter? El efecto de la gracia es llevar al alma a Dios para que espere todo de Él. Está escrito que “Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 Pedro 3:18). El efecto actual de esto, por la fe, es dar al alma un lugar de reposo, una «casa propia», en la presencia de Dios. Por consiguiente, si uno fuera transportado repentinamente al cielo, el corazón, en medio de las emociones de sorpresa y éxtasis motivadas por la magnificencia y la gloria celestiales, preguntaría de inmediato: «¿Dónde está Dios?». Necesito ir “al Dios de mi alegría y de mi gozo” (Salmo 43:4). Por eso está escrito: “Os habéis acercado… a Dios el Juez de todos”. Aquí, Dios es presentado en la majestad de Árbitro supremo y Soberano de todas las cosas. Sin embargo, Dios el Juez que marca la suerte y el lugar de cada uno, es también la fuente eterna de la felicidad de todos.

… a los espíritus de los justos hechos perfectos

Sin embargo, Dios está aún más rodeado. La expresión que hallamos aquí designa a los santos de las edades pasadas, los que vivieron antes del establecimiento de la Iglesia, vista ya en su lugar en “la ciudad del Dios vivo”. No creamos, pues, que esos moradores del cielo, después de haber sido héroes de la fe y de la esperanza, estén destinados a desaparecer de la escena. La resurrección dará a estos “espíritus de los justos hechos perfectos” el sitio que les corresponde en ese lugar de felicidad, pero, como está escrito respecto a la resurrección: “Cada uno en su debido orden” (1 Corintios 15:23). Dios el Juez de todos, lo ha dispuesto así: estos redimidos de los primeros días son vistos en su debido lugar, así como la Iglesia de los “primogénitos” se encuentra en el suyo. De aquella nube de testigos que han terminado su carrera con fe, está escrito: “Y todos éstos, aunque alcanzaron buen testimonio mediante la fe, no recibieron lo prometido; proveyendo Dios alguna cosa mejor para nosotros, para que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros” (Hebreos 11:39-40).

… a Jesús el Mediador del nuevo pacto

Pero lo que produce el gozo y la felicidad del cielo no está completo así, pues su centro de unidad, como cielo de gracia, no puede faltar. Aquel cuyo amor y cuya sangre vertida llevaron allí a cada uno de los pobres pecadores, no puede estar ausente o invisible. Efectivamente, Jesús está allí, pero con un título especial, relacionado con el alcance directo de la escena para incentivar la fe de los hebreos, quienes necesitaban particularmente ser estimulados y alentados. “Os habéis acercado… a Jesús el Mediador del nuevo pacto”. Bajo este nombre, él une el cielo y la tierra en un mismo fundamento de bendición, vinculando a los redimidos resucitados en el cielo con los adoradores aceptados en la tierra; puesto que el nuevo pacto será hecho “con la casa de Israel y con la casa de Judá” (Jeremías 31:31).

“Y a la sangre rociada que habla mejor que la de Abel”

Subir más alto en el cielo sería imposible; por eso hemos de bajar, si se puede hablar de bajar cuando uno tiene ante sí la manifestación del curso de esta gracia celestial, la cual habrá recogido una Iglesia de entre los pecadores “muertos en sus delitos y pecados“ (Efesios 2:1), para establecerla en la gloria muy cerca del trono de Dios, haciendo que “los postreros” fueran “los primeros” y que “los primeros” fueran “los postreros” (Mateo 19:30), y dándoles al mismo tiempo a todos su lugar distintivo en la gloria del cielo. Luego, volviéndose otra vez hacia la tierra, esta gracia presentará en Jesús el punto de contacto con Israel, en “el nuevo pacto, y… la sangre rociada”, porque este pueblo verá aún días de felicidad en la tierra, durante el tiempo de la bendición milenaria. Y en la bendición de Israel habrá “vida de entre los muertos” para este pobre mundo (Romanos 11:15). Los hombres, y en particular Israel, como Caín, se hicieron culpables de la muerte de Aquel que había venido al mundo como el único Justo. Pero la voz de su sangre es oída ahora, no como voz de venganza contra los homicidas, sino con acentos de misericordia para con aquellos que solo merecían el juicio y la condenación.

¿Quién puede describir enteramente semejante tema? Sin embargo, lo poco que se ha podido decir puede despertar el deseo de saber algo más, aunque ningún hombre podrá jamás describir el cielo de manera de atraer el corazón hacia allí. El afecto hacia Cristo ha sido el único secreto que alentó el corazón de los hombres que suspiran por el cielo. ¡Que Dios ejercite nuestro corazón para que dicho secreto venga a ser también el nuestro!