Aquí tenemos una corta parábola que el Señor pronunció delante de sus discípulos poco antes de su último viaje a Jerusalén. A primera vista, su relación con los precedentes versículos no es evidente, pero existe.
La fe como un grano de mostaza
Como lo muestran los primeros versículos del capítulo 17, los apóstoles sentían que necesitaban más fe para cumplir el deber que el Señor acababa de colocar sobre ellos, un sentimiento que ciertamente todos conocemos. Por eso le pidieron: “Auméntanos la fe” (v. 5). Ante este ruego, seguramente justo, el Señor dio la respuesta: “Si tuvierais fe como un grano de mostaza, podríais decir a este sicómoro: Desarráigate, y plántate en el mar; y os obedecería” (v. 6).
El Señor no recriminaba la pequeña fe de los discípulos, sino que los fortalecía en ella, por pequeña que pudiera ser, y así él la aumentaba. Debían aprender, así como nosotros, a hacer intervenir a Dios en cualquier circunstancia —es lo que produce la fe— para estar así en condiciones de cumplir obras de fe que, para el entendimiento humano, parecen imposibles. Dios responde a la más débil fe, siempre que ella sea real. No obstante, él es soberano. Y si, en su gracia, responde a una pequeña fe “como un grano de mostaza”, no podemos deducir de ello ningún derecho para nosotros. Ahí tenemos precisamente el pensamiento que constituye la base de la parábola que sigue, y que la vincula a los versículos precedentes.
El servicio obligatorio
“¿Quién de vosotros, teniendo un siervo que ara o apacienta ganado, al volver él del campo, luego le dice: Pasa, siéntate a la mesa? ¿No le dice más bien: Prepárame la cena, cíñete, y sírveme hasta que haya comido y bebido; y después de esto, come y bebe tú? ¿Acaso da gracias al siervo porque hizo lo que se le había mandado? Pienso que no” (v. 7-9).
El Señor presenta la parábola bajo la forma interrogativa, lo que la hace más expresiva. También pone a los discípulos en una posición que los obliga a responder ellos mismos a las preguntas hechas.
Debían ponerse en el lugar de un hombre que tiene un siervo (o esclavo). Todo el tiempo el trabajo del siervo pertenece al amo. Así, cuando el siervo vuelve del campo después de haber arado o haber hecho apacentar el rebaño, el momento de descansar no ha llegado aún para él. Antes, debe preparar la cena a su amo y servirlo. El duro trabajo en el campo y el servicio en la casa forman parte del trabajo de un siervo (o esclavo). Tal vez ni siquiera reciba agradecimiento por ello. El amo “¿acaso da gracias al siervo porque hizo lo que se le había mandado? Pienso que no”, dice el Señor.
Recordando que la parábola está destinada a los apóstoles y a nosotros mismos, es interesante considerar que las actividades del siervo en el campo son: arar y apacentar. Seguramente que el Señor no los escogió sin intención. “Vosotros sois labranza de Dios”, escribirá más tarde el apóstol Pablo a los corintios (1 Corintios 3:9). El apóstol había plantado y Apolos regado (v. 6). Estas dos actividades preceden a la labranza, el rompimiento y la preparación de la tierra del corazón, ¡que es, en efecto, un muy duro trabajo! ¡Hagámoslo si el Señor nos ha llamado a eso! Y recordemos que para ello solo el filo cortante de la Palabra de Dios puede operar el resultado deseado en los corazones y en las conciencias. El Señor también habla de apacentar. Esto nos recuerda un servicio como el que le fue confiado al apóstol Pedro (Juan 21:15-17). Apacentar y cuidar del rebaño de Cristo es de inestimable valor; pero es también un servicio difícil que solamente puede ser llevado a cabo mirando al Señor y por el poder del Espíritu Santo.
Así, por estas dos actividades del siervo, el Señor hace alusión a dos servicios cristianos fundamentales: la preparación del corazón para recibir la Palabra de Dios y los cuidados a aquellos que le pertenecen.
Siervos inútiles
El servicio de un siervo es pues algo normal y que incluso no necesita agradecimiento. Entonces el Señor Jesús aplica la parábola a sus discípulos:
“Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos” (v. 10).
Consideremos primero lo que el Señor dice a sus discípulos, y luego nos interesaremos en lo que no les dice. La clave de esta parábola reside particularmente en esto: el Señor habla de nuestra actitud para con él, no de su actitud para con nosotros.
Aun cuando nuestra fe haya sido grande, y a causa de ello hayamos sido hechos capaces de cumplir la obra del Señor, no podemos pretender ningún derecho para nosotros. Incluso si hemos hecho todo lo que nos había sido ordenado, debemos guardar en nosotros la convicción: “Siervos inútiles somos”. No obstante, la parábola muestra que el Señor quiere utilizar a sus siervos, y no que quiere prescindir de ellos. Debemos considerarnos como siervos inútiles porque hemos hecho solo lo que debíamos hacer. No hemos adquirido ningún derecho particular cerca del Señor por nuestro servicio, por más fiel que haya podido ser. A veces alimentamos secretamente en nuestros corazones el pensamiento de que el Señor nos debe algo a causa de nuestro servicio. Es un error.
Está muy claro que el Señor no habla aquí de un siervo perezoso, de alguien negligente e indolente en la obra del Señor, que no hace lo que se le ordena. Tampoco tenemos que hacer la pregunta para saber si alguna vez hubo un siervo del Señor que hubiera “hecho todo” lo que le había sido ordenado. Incluso un siervo tan fiel como el apóstol Pablo estaba convencido de que no era justificado por el hecho de que en nada tuviese mala conciencia (1 Corintios 4:4).
Las razones por las que hemos sido puestos en la posición de siervos del Señor, y por lo que tenemos el deber de hacer todo lo que él nos ordena, no se nos presentan aquí; sí las vemos en otros pasajes del Nuevo Testamento. Por ejemplo: “Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo” (1 Corintios 6:20). “Por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Corintios 5:15).
¿No hay, pues, ningún salario?
Hasta aquí hemos considerado nuestro lado, lo que tenemos que decir. Pero la parábola no dice que el Señor haya hablado de esa manera. Es alentador. Esto deja lugar al pensamiento de que tenemos un Amo infinitamente bueno y que precisamente no obrara como el hombre de esta parábola. Por eso el Señor no comienza la parábola diciendo: «Un hombre tenía un siervo…». Con la pregunta: “¿Quién de vosotros, teniendo un siervo…?”, antes nos muestra cómo somos llevados a obrar para con aquellos que trabajan para nosotros. Sin embargo, él obrará diferentemente.
Otros pasajes de la Palabra de Dios lo muestran muy claramente. Si solo tuviésemos esta parábola, deberíamos concluir que nuestro trabajo para el Señor carece de recompensa. Así encontramos una confirmación de lo que ya fue señalado varias veces: de forma general, una parábola solo encierra un pensamiento fundamental, una sola línea de enseñanza. En esta nuestro servicio es obligatorio y debemos siempre ser conscientes de ello. No tenemos ningún derecho que hacer valer ante el Señor.
Pero también está, por cierto, el lado del Señor. Y si simplemente nos atenemos a las parábolas, vemos claramente que el Señor recompensará la fidelidad en el servicio y el trabajo hecho para él. Es lo que encontramos en la parábola de los obreros contratados para la viña, así como en las parábolas de los talentos y de las minas (Mateo 20:1-16; 25:14-30; Lucas 19:11-27). Sin embargo, su recompensa será pura gracia, no tenemos ningún derecho. Obrará así porque es fiel a sí mismo y su bondad es infinita. Por eso el amor hacia nuestro Señor es el único motivo verdadero para el servicio, no el deseo de ser recompensado.
Las tres parábolas que acabamos de mencionar, como la que nos ocupa, nos muestran que habrá un tiempo de reposo por todo el trabajo que hayamos hecho para el Señor en esta tierra. Un día el siervo “volverá del campo”. Aunque entonces tendrá que servir en la casa —puesto que no estaremos inactivos en el cielo, sino que serviremos eternamente al Señor (Apocalipsis 22:3)— el trabajo en el campo, con todo el esfuerzo que implica, habrá cesado para siempre. ¡Dichosa certidumbre!
Pero hay más aún. En la parábola que hemos considerado, el Señor Jesús hace decir al amo del siervo: “Cíñete, y sírveme hasta que haya comido y bebido”. Pero en otra parábola oímos al Salvador decir estas palabras respecto a los siervos que lo han servido fielmente y que lo han esperado: “Bienaventurados aquellos siervos a los cuales su señor, cuando venga, halle velando; de cierto os digo que se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y vendrá a servirles” (Lucas 12:37). Cuando el trabajo en el campo haya cesado para los siervos y el Amo esté de regreso en su casa, entonces mostrará su incomparable gracia ciñéndose y sirviendo a aquellos que lo habían servido.