Los creyentes judíos, a quienes se dirige esta epístola, daban muestras de cansancio en su andar cristiano. Varios de entre ellos ya habían caído (Hebreos 6:6), es decir, habían regresado al judaísmo, del cual habían salido después de haber abrazado el cristianismo por un tiempo. Otros estaban en peligro de seguir sus pasos (4:1, 11). Para estos creyentes se había producido un gran cambio: todo el sistema de la ley, con su sacerdocio y sacrificios que no pueden quitar los pecados, habían sido puesto a un lado y reemplazado por un Cristo celestial, invisible a los ojos de la carne, Sumo Sacerdote a la diestra de Dios. Por eso tenían que estar apartados de todo lo que, en lo que a religión se refiere, los ligaba a la tierra: del templo, del altar visible y de los sacrificios ofrecidos conforme al ritual levítico, para poner sus ojos en Cristo, rechazado por el mundo, pero sentado en el cielo. Esta separación era tanto más difícil cuanto que el sistema judaico había sido ordenado por Dios; de manera que solo podía llevarse a cabo por una vida de fe (10:38).
Para animar a los hebreos a llevar esta vida, el autor de la epístola les muestra que ella siempre caracterizó a los hombres de Dios, quienes, por ella, pudieron penetrar en la realidad de las cosas invisibles desde los tiempos más antiguos y a través de todas las épocas. Las cosas visibles no constituyeron su esperanza. “Conforme a la fe murieron todos éstos sin haber recibido lo prometido… confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra” (11:13).
En este capítulo 11, el apóstol presenta la actividad de la fe durante cuatro grandes períodos. El primero se extiende desde Abel hasta Noé (v. 1-7); es el mundo antiguo. En el huerto de Edén, antes de la caída, la fe no tenía la oportunidad de mostrarse de la misma manera que después de la entrada del pecado en el mundo, por eso no hallamos ningún ejemplo de fe mientras el hombre estaba en estado de inocencia. El segundo período va desde el llamamiento de Abraham hasta la salida del pueblo de Egipto (v. 8-22). El tercero, desde esta salida hasta la entrada en Canaán (v. 23-31). El cuarto, finalmente, abarca el tiempo transcurrido desde la entrada de los israelitas en Canaán. Durante este último período, la fe caracterizó a los jueces, a los profetas y a la realeza en tiempos de David (v. 32-38). Desde la mitad del versículo 35 al 38 el apóstol alude al tiempo de los Macabeos y a la paciencia de su fe durante grandes pruebas. Los libros de los Macabeos no forman parte de las Escrituras, pero relatan hechos históricos verdaderos; por ellos se conocen las terribles persecuciones a las cuales fueron expuestos estos judíos fieles, especialmente bajo el reinado de Antíoco Epífanes.
En este capítulo 11, empezando por Abel, el primer hombre a quien vemos morir, figura de Cristo desechado y muerto por su pueblo, atravesamos todo el período que va hasta el mundo renovado después del diluvio, luego el del pueblo de Israel en la tierra y, después de haber visto la vida de la fe de los hombres de Dios en relación con las cosas invisibles, llegamos a Jesús, el autor y consumador de la fe, sentado en el cielo (12:1-3). Empieza por Cristo sufriendo la cruz, y termina con Él glorificado en el cielo.
La palabra “fe” tiene tres significados principales en las Escrituras. 1) El de confianza en Dios y sus promesas. Es la fe en el sentido práctico, como está escrito: “El justo vivirá por fe” (10:38). Es este el sentido que tiene principalmente en el capítulo 11, y a menudo también en los evangelios y en otros pasajes. 2) La fe es la recepción de la verdad en el corazón y, por consiguiente, de Cristo como Salvador para obtener la salvación (Lucas 7:50; Romanos 3:25-31, etc.). A veces estos dos sentidos se hallan reunidos, como en Hebreos 11:6: “Sin fe es imposible agradar a Dios”. 3) Designa la Palabra, el conjunto de verdades del cristianismo (Judas 3; Hechos 6:7; 1 Timoteo 1:19; 4:1; 5:8; 6:20-21, etc.). También estos dos últimos sentidos a veces pueden hallarse juntos en la misma palabra. A veces designa la medida de entendimiento que tiene un alma de las verdades de la Palabra (2 Timoteo 2:18; Romanos 14:22).
En el versículo 1 del capítulo 11, en vez de una definición de la fe, tenemos los efectos que ella produce en el alma. Ella da absoluta certeza de la realidad de lo que se espera, plena certidumbre de su posesión y de que no puede faltar. Es también la demostración interior, hecha a nuestras almas, de las cosas ocultas a nuestros ojos, haciendo visibles realidades que no se ven. Para ella los cielos están abiertos y el Señor es visto allí, coronado de gloria y de honra (2:7). Ver es la capacidad de percibir, de darse cuenta de la naturaleza y belleza de los objetos que se hallan frente a nosotros. El versículo 1 del capítulo 3 nos exhorta a considerar al apóstol y sumo sacerdote de nuestra profesión, Cristo Jesús. Considerar expresa un pensamiento distinto de ver; es fijar los ojos atentamente en un objeto —en este caso, Cristo— para conocerle mejor y descubrir sus perfecciones divinas. El versículo 2 del capítulo 12 dice: “Puestos los ojos en Jesús”. Poner expresa un pensamiento diferente de ver y considerar; es fijar los ojos definitivamente en el objeto de nuestra fe; no desviarlos de Él para dirigirlos hacia otro lugar, puesto que solo Él es suficiente para el corazón, tanto para el tiempo actual como para la eternidad; al lado de Él, nada es digno de consideración. Así el alma, plenamente ocupada con Cristo, viéndolo, considerándolo y poniendo los ojos en él, está ahora en el precioso gozo de Su belleza, de Su excelencia, de todo lo que él es para el corazón, así como de las promesas seguras hechas a los suyos. Es la demostración de lo que no se ve. Qué diferencia de lenguaje aquí con el de Pedro, que escribe a los mismos judíos convertidos: “En quien creyendo, aunque ahora no lo veáis” (1 Pedro 1:8).
Como resultado de su fe, los antiguos alcanzaron los diversos testimonios que Dios les dio (Hebreos 11:2). Por ella entendemos el hecho de la creación, lo que los hombres, con toda su ciencia, no logran explicar. Solo entienden la transformación de la materia, pero no su origen. Dicen: «De la nada no se crea nada, y nada se pierde de lo que existe». Tal es la ciencia, y es acertada para ellos, en todos sus experimentos con la materia. Pero Dios es antes de la materia y está por encima de las leyes que él mismo estableció y que la rigen, así como del universo. Hace lo que quiere. Los hombres no pueden entender que lo que se ve se haya creado de la nada: el mundo en que vivimos y los que están en el espacio. ¿Cuántas cosas absurdas han dicho para explicar el origen de lo que existe, ignorando a Dios? Pero para la fe, todo es sencillo, entiende lo que los sabios no pueden explicar, Dios dijo, y fue hecho (Salmo 33:9), y permanece. El creyente posee un entendimiento que los hombres no tienen, por eso está dicho: “Por la fe entendemos —y no sabemos— haber sido constituido el universo por la palabra de Dios, de modo que lo que se ve fue hecho de lo que no se veía”. No solo creemos en un Dios creador, sino en el poder de su Palabra: Él dijo, y fue hecho. Pero de la misma manera que por su palabra el Señor “da vida a todas las cosas”, asimismo sustenta todas las cosas con la palabra de su poder, y también por su palabra serán destruidos por el fuego los cielos y la tierra que existen ahora (1 Timoteo 6:13; Hebreos 1:2-3; 2 Pedro 3:7).
Después del hecho de la creación, entendido por la fe, viene la cuestión de acercarse a Dios, la cual se presenta con Abel, quien, por la fe, se apropia del medio dado por Dios para ser aceptado por Él. No vemos que Abel haya ofrecido un sacrificio por un pecado que cometió. No que fuese perfecto, sin faltas, “por cuanto todos pecaron” (Romanos 3:23), sino que la cuestión aquí —que su fe reconoce— es que el hombre es pecador, que fue echado fuera del huerto, lejos de Dios, y que, por gracia, hay un medio, un único medio, para acercarse a Él, que Él mismo provee: la sangre de una víctima. Abel tiene el pensamiento de Dios; pero, ¿cómo? No se dice, pero este ya había sido expresado en las túnicas de piel con las cuales Dios había vestido a sus padres (Génesis 3:21). ¡La sangre había sido derramada! Ofreció un sacrificio sangriento y recibió testimonio de ser justo, dando Dios testimonio de sus ofrendas, o sea que sus ofrendas y él mismo fueron aceptados. Está ante Dios conforme a todo el valor de su sacrificio. Asimismo, nosotros estamos ante Dios por la fe en todo el valor de Cristo y su ofrenda.
Las Escrituras no registran ninguna palabra que haya salido de la boca de Abel; sin embargo, dice de él que: “muerto, aún habla”. Habla por su fe y sacrificio. Ambos significados se encuentran en el pasaje. Habla por su sacrificio, porque este es una imagen del sacrificio de Cristo, el cual el pecador necesita para acercarse a Dios; habla por su fe, porque la fe en la excelencia del sacrificio de la cruz es el único medio de justificación.
En Abel, tenemos tres imágenes. 1) La del hombre que se acerca a Dios por la fe en virtud del sacrificio de Cristo y que es justificado por este medio. 2) Su ofrenda es la imagen de la ofrenda de Cristo, el que satisface la justicia del Dios ofendido. 3) Muerto por Caín, es figura de Cristo rechazado y muerto por su pueblo. Sin embargo, este último aspecto no se halla aquí, sino más bien en Génesis 4:8.
Caín no toma en cuenta el pecado, ni el alejamiento de Dios en el cual se encuentra a causa de la caída, ni Su santidad ni el medio con el cual, por gracia, Él proveyó al pecador para acercarse a Él. Es el hombre que, con su propia justicia, cree que Dios debe recibirlo tal como es, con su religión, sin la redención. Ofrece los frutos de una tierra maldita, pero no es aceptado a pesar de haber sido el primer hombre que ofreció algo a Dios, pues su ofrenda había sido ofrecida antes que la de Abel. Es una imagen del hombre que cree que será justificado por sus obras, y de Israel que, habiendo rechazado a su Mesías, pretende que Dios debe bendecirlo sin la obra de la cruz: “Ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado a la justicia de Dios” (Romanos 10:3).
Cristo murió para satisfacer la justicia de Dios y “destruir al que tenía el imperio de la muerte” (Hebreos 2:14). Creemos en su sacrificio y, por la fe, recibimos de Dios testimonio tanto de que somos justos como del valor de Su sacrificio. Estamos ante Dios en la perfección de Cristo mismo y de su ofrenda, aceptos en justicia, en la relación de hijos con él por la eternidad. Nos trajo a él y nos dio una vida nueva que tiene su fuente en Él mismo y que hallará para siempre su gozo en su presencia, donde no hay pecado, lejos de un mundo que va hacia su juicio, del cual escaparemos.
Estamos esperando esta porción gloriosa, y la fe sabe que para entrar en ella no es preciso morir. Es lo que Pablo enseñó a los corintios y a los tesalonicenses (1 Corintios 15:51-55; 1 Tesalonicenses 4:15-18).
Para el creyente, la muerte es una posibilidad, si el Señor no ha venido antes, pero no una necesidad. Enoc lo entendió, y por eso su arrebatamiento se atribuye a su fe: “Por la fe Enoc fue traspuesto para no ver muerte”. Es una figura de los que actualmente esperan, no la muerte, sino al Señor, para ser transformados en Su venida. Creemos lo que él creyó; nuestra fe es parecida a la suya, de la misma manera que la de Abel lo fue para justificación.
Enoc quiere decir enseñado, instruido. Así lo había sido por Dios respecto de una esperanza más allá de la muerte, fuera de la escena visible en la cual se movía sin formar parte de ella. Su conducta dejó ver que también estaba enseñado por Dios sobre lo que debía ser su andar mientras esperaba el cumplimiento de su esperanza, de manera que contrastó completamente con la de un mundo lleno de corrupción y violencia. Su gozo era caminar con Dios, de manera que recibió testimonio de haberle agradado.
La esperanza viva en nuestro corazón, que aguarda a Aquel que nos ama, la comunión de nuestras almas con él, y el consiguiente gozo, ejercen su efecto santificador despegándonos de aquí abajo e imprimen sobre nosotros un carácter celestial de separación de un mundo corrompido y juzgado. Así nuestro andar tiene lugar en la obediencia, en armonía con nuestra esperanza y en contraste con el mal que se despliega ante nuestros ojos. Esto caracterizó a Enoc.
¡Qué diferencia presenta Enoc, el primer hijo de Caín, también llamado Enoc por su padre, así como la ciudad que edificó Caín! Desde el principio, el hombre alejado de Dios pretendió poseer el conocimiento, el cual tiene demasiado por cierto, pero, lamentablemente, sin Dios y para el mal. La sabiduría humana, prescindiendo de Dios, desconoce Sus derechos, se establece en la tierra, la cual organiza; busca allí su bienestar y gozo en la posesión de las riquezas, con la música y la industria. Tal fue la familia de Caín; tal es su camino, tal es el mundo (Judas 11; Génesis 4).
El versículo 6 de Hebreos 11 nos muestra lo que caracterizó tanto la fe de Abel como la de Enoc, y lo que hicieron en contraste con la conducta de Caín. “Pero sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan”. Creer que hay Dios, no es solo creer en su existencia, sino en su esencia y carácter. En su esencia, Dios es luz y amor; en su carácter, justo y santo. Abel lo creyó, y, a consecuencia de esto, se acercó con el sacrificio por el cual fue aceptado. Enoc recibió testimonio de haber agradado a Dios, porque le honraba por su vida de fe, en una santa separación del mundo de entonces, esperando, no la muerte, sino la venida del Señor la cual anunciaba, creyendo que Dios es galardonador de los que le buscan. Caín creía en la existencia de Dios, pero no en lo que Él es en justicia y santidad. Sin tener en cuenta su estado de pecado, se acercó sin sacrificio de sangre y no pudo ser aceptado.
Otro elemento importante se presenta todavía como objeto de la fe en el versículo 7: el gobierno de Dios y sus caminos aquí abajo; junto con las verdades de los versículos precedentes, constituye un conjunto que muestra la belleza y el orden de la Palabra.
En esta epístola, el apóstol se dirige a judíos, a quienes fueron hechas promesas, y quienes, por medio de las Escrituras, conocían la esperanza de Israel y las bendiciones terrenales, de las cuales el pueblo debía entrar en posesión. Una herencia será su parte en el milenio, después de la destrucción de sus enemigos por el juicio. Por eso se agrega el ejemplo de Noé. Noé fue “advertido por Dios acerca de cosas que aún no se veían” (v. 7), o sea, acerca de la destrucción por el agua de un mundo de impíos, y de la herencia que tendría por la fe en un mundo renovado. Le fue dado el conocimiento de lo porvenir: “Con temor preparó el arca en que su casa se salvase”. Por esa fe condenó al mundo, porque por ella anunciaba que las aguas sobre las cuales flotaría iban a cubrirlo. Fue pregonero de la justicia de Dios (2 Pedro 2:5) que quería poner fin a la corrupción y violencia que llenaban la tierra, y hacer de Noé “heredero de la justicia que viene por la fe”, o sea, del mundo renovado después del diluvio.
Noé es figura del remanente judío, el cual, en los postreros días, pasará por las aguas del juicio, “el tiempo de angustia para Jacob”, y después heredará la tierra. Los efectos de la fe en él son primero el temor, para luego condenar al mundo por su testimonio y ser hecho heredero. No cabe duda de que creyó lo que creyeron Abel y Enoc, pero su fe se presenta aquí en relación con la tierra y los caminos de Dios aquí abajo.
Como él, creemos en los juicios venideros de los cuales habla la Palabra, y de los cuales escaparemos para tener parte en el reino con Cristo, en su porción celestial. Reinaremos con él y juzgaremos al mundo (2 Timoteo 2:12; Apocalipsis 20:4). Nuestra fe es como la de Abel para la justificación, como la de Enoc para una porción celestial, más allá de la muerte, sin que sea necesario pasar por ella, y como la de Noé en cuanto al gobierno y los caminos de Dios en este mundo así como para la posesión de la herencia prometida.
La fe introduce a Dios cuando el pecado nos ha alejado de Él; da respuesta a todos los casos que se presentan desde que el pecado entró en este mundo; nos pone en posesión de todo lo que es necesario y bueno para nosotros.
En los versículos 1-7 de este capítulo 11, la fe se relaciona con los grandes principios generales y permanentes de las relaciones de Dios con los hombres. Allí se presentan cuatro rasgos principales que la caracterizan. 1) Está fundada en la Palabra de Dios y se aferra a ella como la única guía que puede instruirla y dirigirla en todo. 2) Se acerca a Dios por Cristo y toma posesión de la justicia. 3) Entra en la esperanza de la venida del Señor y de la bendición con él, más allá de la muerte. 4) Tiene conocimiento del juicio venidero y de los caminos de Dios aquí abajo.
Estos rasgos, así como otros que se presentan en una serie de ejemplos en el resto de este capítulo, han de caracterizar la vida de todos los creyentes aún en el día de hoy. La fe es la base de toda su actividad, para gloria de Aquel que, en su gracia infinita, fue la víctima sangrienta bajo el juicio divino para salvarlos. Sufrió y murió en la cruz para llevarlos a la perfección y al reposo en las moradas de paz eterna, y, durante el tiempo de su peregrinaje, es el modelo perfecto, divino, “el autor y consumador de la fe”.