Un más excelente sacrificio

Hebreos 11:4

Todo lo que sabemos acerca de Abel se resume en algunos versículos de Génesis 4, completados por un versículo de Hebreos 11. Su nombre se menciona en otros pocos pasajes del Nuevo Testamento, pero en ellos no aprendemos nada nuevo respecto a él. Los hechos concernientes a él se relatan en Génesis, mientras que el versículo 4 de Hebreos 11 arroja luz sobre ellos y deja ver su significado profundo.

Casi habríamos podido escribir sobre «el hecho» en vez de «los hechos». Se nos dice que “fue Abel pastor de ovejas” y esto nos enseña que, cuando trajo como ofrenda “de los primogénitos de sus ovejas, y de los sebos de ellas” (Génesis 4:2, 4, V.M.), se trataba de un sacrificio de corderos. También se nos dice que “miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda”, lo que demuestra que tanto él como su ofrenda fueron aceptables ante los ojos de Dios. El hecho fundamental es que Abel había hallado el modo aceptable de acercarse a Dios por medio de un sacrificio que implicaba la muerte de una víctima. Abel fue el primer hombre que murió, pero, como su acto puso en evidencia el verdadero fundamento para acercarse a Dios, su nombre no ha sido olvidado y su voz se sigue oyendo hasta hoy.

El sacrificio de Caín y su odio, que culmina con un homicidio, constituyen el fondo oscuro del cuadro, sobre el que se destaca más claramente el sacrificio de Abel. Caín trajo su ofrenda sobre el fundamento de la razón humana. Su padre Adán había sido echado fuera de Edén “para que labrase la tierra de que fue tomado”. De estos dos hermanos, Caín era el que continuó este trabajo, ya que “fue labrador de la tierra”. Haciendo esto, no incurría en ninguna reprobación. Pero, al pensar que Dios se agradaría de una ofrenda de frutos de su trabajo, evidentemente se olvidó de que la tierra había sido maldita, de que él mismo estaba bajo sentencia de muerte y de que ningún fruto del trabajo de sus manos, ni aun el mejor, podía revocar esa terrible sentencia y ponerlo en regla con Dios. Y puesto que Dios no miró a su ofrenda con agrado, se vio rechazado.

La excelencia del sacrificio de Abel residía primeramente en esto: por este sacrificio reconocía su lugar frente a Dios como pecador que se hallaba bajo sentencia de muerte. No trajo los primogénitos de sus ovejas vivos, como lo confirman estas palabras: “de los sebos de ellas”. Si leemos estas palabras a la luz de un versículo como Números 18:17, su significado es evidente. Al ofrecer tal sacrificio, Abel reconoció la verdad en cuanto a sí mismo, y tomó su verdadero lugar delante de Dios. Hizo, en principio, lo mismo que el publicano de la parábola (Lucas 18:13). Y en ambos casos se produjo el mismo feliz resultado.

Sin embargo, la mayor excelencia del sacrificio ofrecido por Abel se encuentra en el hecho de que era la primera figura clara de la muerte de Cristo. Y decimos clara porque ya había habido una ligera alusión a su muerte cuando Dios anunció que la simiente de la mujer sería herida en el calcañar, y en la débil imagen de las túnicas de pieles con las cuales había vestido a Adán y Eva (Génesis 3:15, 21). Pero lo que en estas dos alusiones era algo simplemente sobreentendido, aquí se ve claramente, y no cabe la menor duda de que los corderos muertos, con sus sebos ofrecidos a Dios, señalan de manera evidente hacia el gran sacrificio del Calvario. La luz impresionante de la luna llena en lo más oscuro de la noche es el reflejo del sol, el cual en ese momento todavía nos resulta invisible. De la misma manera, la excelencia del sacrificio de Abel consistía principalmente en esto: en el alba de la historia del mundo, reflejaba la luz del sacrificio de Jesucristo, aún muy lejano en esa época.

Por eso Dios se agradó del sacrificio de Abel, y dio testimonio de manera clara de que aceptaba sus ofrendas. El Génesis nos dice que Dios “miró con agrado” al sacrificio de Abel, y la epístola a los Hebreos, que Dios dio “testimonio de sus ofrendas”. No se nos dice de qué manera Dios dio este testimonio. Puede haber sido, como en otras ocasiones, enviando fuego sobre el sacrificio, o puede haber sucedido de otra manera. El medio que Dios usó para hacerlo importa poco, pero el hecho de que dio este testimonio es de la mayor importancia.

Para Abel, esto significaba mucho, porque así “alcanzó testimonio de que era justo”, en otras palabras, de estar en regla con Dios. Para nosotros también esto significa mucho, porque recibimos la certidumbre de nuestra justificación de la misma manera. Dios no dio testimonio de la persona de Abel o de la excelencia de su carácter, sino de la excelencia del sacrificio que Abel había traído y del fundamento sobre el cual se había acercado a Dios. Desde el momento en que Abel supo que su ofrenda había sido aceptada, supo que él mismo había sido recibido, pues todo dependía del sacrificio que había traído. La aceptación de su sacrificio le daba la certidumbre de que estaba en regla con Dios.

Para ser sólida y duradera, nuestra certidumbre de estar en regla con Dios debe apoyarse en el hecho de que hemos sido hechos cercanos a él sobre el fundamento del sacrificio de Cristo, y que este sacrificio, que tuvo lugar una vez para siempre en la cruz, fue aceptado por Dios.

¿Cómo Dios dio testimonio de haber aceptado el sacrificio expiatorio de Cristo? Podemos contestar esta pregunta sin ninguna incertidumbre, ¡alabado sea Dios! No sabemos exactamente cómo Dios dio testimonio del sacrificio de Abel, pero sabemos sin la menor duda cómo dio testimonio del sacrificio de Cristo. Hebreos 10 nos dice que Cristo “habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios… porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (v. 12-14). Su resurrección y el hecho de que está sentado a la diestra de Dios son el testimonio divino del valor supremo de su sacrificio.

Para aquel que ofrece el sacrificio, el testimonio que Dios da de Su aceptación es la prueba de que él es justo ante Dios. Tal es la declaración de Hebreos 11:4 respecto de Abel. Es exactamente lo mismo respecto a nosotros. El creyente, al dirigir la mirada de su fe hacia Jesús sentado a la diestra de Dios, tiene toda la prueba que necesita de su plena justificación ante Dios. No podemos subrayar suficientemente este punto. Si tratamos de obtener la certidumbre de nuestra justificación de otra manera, por ejemplo poniendo nuestra atención en nuestros sentimientos, en nuestras experiencias o incluso en nuestra fe, inevitablemente caeremos en la incertidumbre. Dios no da testimonio de ninguna de estas cosas, porque ninguna de ellas es perfecta, de manera que todo testimonio que pudiera darse de ellas, sería solo un testimonio humano. El testimonio de Dios es dado al sacrificio perfecto de Cristo. Hallamos plena certidumbre en este testimonio de Dios y podemos descansar en él con toda seguridad.

Abel ofreció su más excelente sacrificio por la fe. Ofreció el sacrificio que convenía. No lo hizo fortuitamente ni por una feliz idea, sino por la fe. Es precisamente lo que le faltó a Caín. Este tal vez haya tenido las mejores intenciones en su deseo de acercarse a Dios, pero no tuvo la menor comprensión del camino de Dios, y su entendimiento oscurecido le hizo tropezar en su propio camino. Pero si Abel tenía fe, podemos preguntarnos en qué estaba fundada. La fe sencillamente le toma la palabra a Dios, recibe sencillamente la luz de la revelación divina. Pero entonces ¿dónde estaba la palabra o la revelación en la que descansaba la fe de Abel?

La única indicación que tenemos en la Escritura respecto de esto, la hallamos en la manera en que Dios actuó cuando el pecado entró en Edén y vistió a Adán y Eva con túnicas de pieles. Estas túnicas habían necesariamente causado la muerte de los animales de los cuales se utilizaron las pieles. Así, el mismo día en que el pecado irrumpió en el huerto, la muerte también entró allí; solo que no fue la muerte del hombre y de la mujer que habían pecado, sino la muerte de las víctimas inocentes que sirvió para preparar la cobertura que necesitaban estos pecadores. Esta manera de actuar de Dios es muy significativa. Es una de aquellas ocasiones en que las acciones hablan más fuerte que las palabras. Dios comunicó su pensamiento de manera ilustrativa.

Esto era muy apropiado para la situación de ese momento, porque la humanidad se hallaba entonces en sus albores. Todos sabemos que una imagen transmite mucho más a los niños que una multitud de palabras. De esta manera, Dios hacía entender de qué modo cubría a los pecadores culpables para que pudiesen estar en su presencia. Abel tuvo la fe para comprender y echar mano del medio divino. Solo “por la fe entendemos haber sido constituido el universo por la palabra de Dios” (Hebreos 11:3), y solo por la fe entendió Abel cuál era el buen camino para acercarse a Dios, y así también lo entendemos nosotros hoy. Todos los días somos testigos del triste espectáculo que nos ofrecen los sabios y entendidos de este mundo: cuando se trata del camino hacia Dios, van buscando a tientas en plena oscuridad, y no tienen la menor idea de las tinieblas en que están. Pueden tener una inteligencia notable y un prodigioso conocimiento, pero no tienen fe.

Aunque en el curso de nuestras reflexiones nos hemos ocupado de la fe en último lugar, ella viene primero en Hebreos 11:4, porque, en lo que respecta a nosotros, ese es el punto de partida. En lo que respecta a Dios, el sacrificio, con su valor supremo y eterno, viene primero; así son sus pensamientos y así lo fue también históricamente, porque tuvo lugar muchos siglos antes de nuestro nacimiento. Pero, en lo que respecta a nosotros, la fe viene primero; de allí partimos, y luego todos los demás elementos se orden en su correspondiente lugar.

El orden en este versículo de Hebreos 11 es el siguiente: la fe, el sacrificio, el testimonio, la justificación, las palabras. Y es precisamente el orden apropiado para nosotros. Si nuestra fe se centra en el sacrificio del Señor Jesús, hallamos en su resurrección y exaltación el testimonio de que Dios está plenamente satisfecho. Así, la paz que proclama nuestra justificación llena nuestros corazones. Entonces, y solo entonces, podemos abrir nuestros labios para dar testimonio, y hablar de lo que hemos descubierto para nosotros mismos.

La sangre de Abel hablaba y clamaba por venganza. Pero la sangre de Cristo habla mejor que la de Abel.