La enseñanza sobre la liberación ocupa un lugar muy importante en la Palabra de Dios. Tenemos figuras de ella en la historia de Israel: en Éxodo 12 con referencia a la liberación del juicio de Dios y en Éxodo 14 a la liberación del poder del enemigo. En Éxodo 15 vemos cómo un pueblo librado puede cantar el cántico de la redención.
Cuando Dios nos libra y nos enseña al respecto, lo hace para que nos regocijemos. Entonces esta alegría puede expresarse en gratitud hacia él. Saber que somos librados es algo muy importante para que nuestra vida sea para la gloria de Dios. Solamente cuando entendemos que somos verdaderamente librados del poder del pecado y del diablo, podemos buscar con gozo la voluntad de Dios para cumplirla. Y fuimos librados a fin de vivir para Dios, no para nosotros mismos.
El pasaje de Romanos 8:1-8 nos enseña de qué somos librados.
Librados de condenación
“Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (v. 1). Esta conclusión de los capítulos anteriores resuena como un grito de alegría. Ya no hay más juicio, ni infierno, ni condenación para los creyentes. Hemos sido completamente librados del juicio, porque Cristo lo llevó sobre sí en la cruz. Él acabó la obra de nuestra salvación y resucitó. No hay más condenación para los que están en Cristo, ya que un Dios justo no efectúa dos veces el juicio. ¡Esta es una verdad maravillosa! Nuestra certeza descansa en versículos como estos de la Palabra de Dios.
Si el enemigo intenta atormentarnos sembrando la duda en nuestro corazón, podemos exclamar para nosotros mismos y ante él: ¡Ninguna condenación hay! Jamás vendremos a condenación.
Pero la Palabra de Dios va más lejos todavía. No solamente somos librados de la condenación en relación con el juicio eterno, sino que lo somos también ahora. Los versículos que siguen nos hablan de esto.
Librados del dominio del pecado
“Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte” (v. 2). Somos librados de esta “ley” que anteriormente nos esclavizaba. Antes de nuestra conversión, no podíamos hacer otra cosa que pecar. Estábamos dominados y cautivos por esta ley del pecado y de la muerte, conducidos al pecado y condenados a la muerte. Pero, existe otra “ley”, la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús. A ella hemos llegado, ya que somos librados del dominio del pecado, y podemos efectivamente agradar a Dios. Nos es dada una nueva vida que puede y desea manifestarse.
En nuestra vida diaria, comprobamos que todavía pecamos, que la carne se manifiesta y que se producen pecados. La experiencia nos enseña que todavía podemos pecar. Pero no sería correcto decir que debemos pecar. Nunca somos forzados a pecar. La Palabra de Dios lo enseña claramente. La vida que nos fue dada puede y desea agradar a Dios. Y este principio de vida, “la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús”, es más fuerte que el principio natural del pecado y de la muerte. He aquí la clave de una vida para la gloria de Dios.
Cada vez que en nuestra vida práctica triunfamos en el poder del Espíritu, no dejando actuar a la carne, y no cayendo en pecado, hacemos realidad el hecho de que somos librados de la ley del pecado y de la muerte.
Librados de la ley
“Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne” (v. 3). El resultado de la obra de Dios es la liberación de la ley. Él hizo lo que era imposible para la ley. Aunque la ley es santa, justa y buena en sí misma (Romanos 7:12), no tenía la capacidad de doblegar a la carne, la que se caracterizaba por el pecado. La ley divina era ineficaz porque el hombre se encontraba bajo la esclavitud de la ley del pecado y de la muerte. Y ninguna persona podía librarse por su medio. Por eso Dios intervino.
Envió a su Hijo. El Hijo de Dios se hizo hombre y vino a la tierra, no para llevar a los hombres a la ley, aunque él la haya cumplido cabalmente, sino que vino “a causa del pecado”. No llevó solamente todos nuestros pecados, sino que también resolvió el problema del pecado en la carne. Se trata aquí de la fuente de la cual emanan todos los pecados. Dios condenó este pecado en la carne en su Hijo, aquel que no conoció pecado, hecho pecado por nosotros en la cruz, donde debió sufrir el juicio de Dios por nosotros. Bendito sea por haberlo hecho, y de habernos librado así de la condenación, de la ley del pecado y de la muerte, y de la maldición de la ley. Solo esta obra divina perfecta podía darnos la liberación.
Librados de la muerte
“Porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz” (v. 6). Los versículos que siguen a este ponen en evidencia el contraste que existe entre los que están en la carne y los que están en el Espíritu. Es el contraste que existe entre los que están bajo la esclavitud del pecado y los que son librados.
El ocuparse de la carne está dirigido hacia aquello que es visible. La carne se interesa solo por lo que le corresponde: lo visible, lo terrenal y lo temporal. Ocuparse así conduce a la muerte, tanto para el presente como para la eternidad. La muerte, en su propio sentido, es la separación de Dios. A esto conduce el ocuparse de la carne. Hoy en día, ninguna comunión con Dios es posible para los que están en la carne, y la muerte eterna está a la puerta. Serán separados de Dios para siempre. ¡Terrible final para los que hayan rechazado la salvación de Dios!
Todo aquel que cree en el Señor Jesús es liberado de ese final ya que no está más en la carne, sino en el Espíritu. Es librado de la ocupación de la carne, librado de la muerte. Ahora tiene una vida de gozo y paz para con Dios.
Librados de la enemistad contra Dios y de la incapacidad de agradarle
“Por cuanto el ánimo carnal es enemistad contra Dios; pues no está sujeto a la ley de Dios, ni a la verdad lo puede estar; y los que están en la carne no pueden agradar a Dios” (v. 7-8, V.M.). Tanto las obras como la voluntad del que está en la carne, son totalmente opuestas a Dios. Por eso, todo aquel que está en la carne no puede agradar a Dios. Está enemistado contra él.
Somos también librados de eso. No somos más enemigos de Dios, sino que estamos reconciliados con él y somos sus hijos (v. 16). Somos librados de la incapacidad de agradar a Dios. Lo que es imposible para aquel que está en la carne, es posible para el creyente. Él es capaz de agradar a Dios, porque el ocuparse del Espíritu es hacer la voluntad de Dios. Y somos librados con ese objetivo. ¡Dios quiera que haya consecuencias en nuestra vida diaria!
Recibamos con gratitud la enseñanza de la Palabra de Dios acerca de nuestra liberación. Tenemos una total seguridad en cuanto a nuestra salvación y podemos vivir con la conciencia de ser librados. Con esa libertad, entonces, podemos servir a Dios. No colocándonos en un principio legal ni dando lugar a la carne. Andemos por el Espíritu. Somos librados para que nuestra vida sea para la gloria de Dios.