“Creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.”
(2 Pedro 3:18)
Es la exhortación que el apóstol Pedro dirige a los creyentes judíos al final de su segunda epístola. Sabiendo que ya no estaría mucho tiempo con ellos, les escribe para despertarlos y recordarles verdades importantes (véase 1:13-15). Estas últimas palabras de Pedro conservan todo su valor para nosotros también.
Pedro tiene siempre una meta práctica y una manera directa de expresarse. Interpela nuestra conciencia. Ante este versículo, la pregunta inmediata que nos hacemos es ésta: ¿Qué es de nuestro conocimiento de nuestro Señor y Salvador? ¿Se pueden ver en nuestra marcha los resultados de un crecimiento en este conocimiento?
Nuestros progresos espirituales dependen de dos cosas:
- de la manera que conocemos al Señor Jesús en nuestros corazones, y
- de la manera en que este conocimiento lleva frutos visibles en nuestra vida cotidiana.
Cuanto más conocemos lo que Él es, tanto más progresamos espiritualmente. La doctrina de la Palabra de Dios tiene toda su importancia, pero es necesario que sea puesta en relación con la persona de Cristo. La doctrina sin la persona de Cristo es como una luz fría que no reanima ningún corazón. Pero cuando el Señor Jesús es el centro, ella opera y hace bien.
No es prueba de un gran conocimiento de la persona de Cristo ser capaz de hacer una exposición bíblica rebuscada, pero difícilmente comprensible para el auditorio. Al igual que conocer la verdad sin sentir la necesidad de ponerla en práctica. El verdadero conocimiento es aquel que nos lleva siempre a apreciar mejor al Señor Jesús en nuestros corazones, y a reproducir sus rasgos en nuestra vida práctica.
Estemos, pues, ocupados en Él. Y para aprender a conocerlo más ¡no hay mejor manera que leyendo los evangelios! No pensemos que estos cuatro libros inspirados son un alimento destinado solamente a los jóvenes creyentes o a aquellos que desde hace poco están en el camino de la fe. Al contrario, cuanto más avanzamos en el estudio de las epístolas, más sentimos la necesidad de volver a los evangelios. Nos hablan del nacimiento, de la vida, de la muerte, de la resurrección y de la elevación de nuestro Señor en la gloria. Considerar a la luz de las epístolas los hechos que ellos nos relatan, nos conducirá a un verdadero conocimiento de su gloriosa persona.
¿Cuáles son las consecuencias que produce en nosotros la ocupación con la persona de Jesús? Mencionaremos brevemente tres.
Un crecimiento espiritual
María de Betania era probablemente la persona que más conocía al Señor cuando éste vivía en la tierra, y que más discernimiento tenía con respecto a él. Ella poseía más luz en cuanto a su persona que los mismos discípulos, a pesar de que ellos vivían muy cerca de su Maestro. En la escena relatada en Juan 12:1-8, el conocimiento que ella tenía en cuanto a su persona se ve reflejado en tres hechos:
- hizo lo que era justo, ungiendo los pies del Señor;
- lo hizo en la actitud correcta, arrodillándose;
- lo hizo en el momento oportuno, antes de su muerte en la cruz.
María demuestra aquí un verdadero discernimiento. Lo había adquirido cuando estaba sentada a los pies del Señor, escuchando su palabra (Lucas 10:39). Y este discernimiento se manifestaba en sus actos. Ella poseía la luz tanto en cuanto a Su persona como en cuanto al camino que él tomaba, y conocía su voluntad. Por eso, ella actuó de esta manera tan bella. Otras mujeres quisieron también dar ese honor al Señor, pero llegaron demasiado tarde.
Guardemos en nuestros corazones la lección que nos da María de Betania: un verdadero conocimiento del Señor Jesús lleva al creyente a hacer lo que debe, en el buen momento y de la manera apropiada. Así se manifiesta un crecimiento espiritual real.
Un andar sobre las pisadas de Jesús
Pedro nos dice en su primera epístola: “Porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas” (2:21). Y Pablo escribe a los filipenses: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús” (2:5). ¿Cómo podrían realizarse estas dos cosas si no estamos ocupados en la persona del Señor?
Los evangelios nos muestran de manera admirable las “pisadas” del Señor y ese “sentir” que lo animaba. En ellos vemos cómo anduvo aquí abajo, y nos incita a seguir sus pisadas. Vemos también cuál era su pensamiento, sus sentimientos profundos, mientras pasaba de un lugar a otro. Solamente de él se pudo decir en verdad: “He aquí que mi Siervo se portará sabiamente” (Isaías 52:13 V.M.). Esta sabiduría se manifestaba en todo instante de su vida, una vida sin egoísmo, una vida caracterizada por su humillación y su amor hacia los hombres.
Alimento para los “sacerdotes”
“Vosotros… sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1 Pedro 2:5). Todo creyente es sacerdote, hecho capaz de presentarse en la presencia de Dios como adorador. El Padre busca adoradores, creyentes que vienen a su presencia para ofrecerle algo. ¿Y qué cosa más preciosa podemos traer al Padre que el Hijo de su amor, aquel en quien tiene complacencia? Esta persona, que era su gozo y hacía sus delicias, es la que Dios quiere «compartir» con nosotros.
Volvamos al pasaje de Juan 12. Encontramos en María una mujer que nos muestra algo del valor y significado de la adoración. Los momentos que ella había pasado a los pies del Señor habían dejado en su corazón impresiones profundas. Por eso fue capaz de derramar ese perfume de nardo puro sobre los pies del Señor. Este perfume nos recuerda a aquel que es mencionado en el Cantar de los Cantares: “Tu nombre es como ungüento derramado” (1:3). Es lo que traemos al Padre cuando nos acercamos a él para adorarlo.
Los sacerdotes del Antiguo Testamento se alimentaban de las víctimas que ofrecían en sacrificio a Dios. Igualmente, nosotros nos alimentamos de la Persona de nuestro Señor, con el propósito de poder hablar a Dios de él. Nos gozamos al considerar su vida enteramente consagrada a Dios; nuestros corazones se conmueven cuando lo contemplamos dando su vida en la cruz.
Si estas cosas están diariamente ante nosotros, si tenemos una percepción continuamente renovada, entonces podremos crecer en su conocimiento, y ser hechos capaces de hablar de Él a Dios.
Vale la pena crecer en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo. Vale la pena volver más a menudo a los evangelios y poner la vida del Señor ante los ojos de nuestro corazón. Así, y solamente así, él podrá ser glorificado en nuestra vida.