Fortalecido en el hombre interior

David, hombre de fe, atravesó muchas pruebas y tribulaciones en victoria. En dos circunstancias de su vida se nos dice expresamente que fue fortalecido o que se fortaleció en Dios. En un caso, es David mismo quien se fortaleció, mientras que en el otro, fue fortalecido por un amigo. Si bien David no tenía el Espíritu Santo habitando en él como los creyentes del tiempo de la gracia, sí poseía la vida nueva, la vida de Dios. Y su “hombre... interior”, así como el nuestro, debía ser renovado (2 Corintios 4:16) y fortalecido (Efesios 3:16).

La nueva naturaleza del creyente no fue hecha para ser independiente. Ella necesita ser conducida y fortalecida desde el exterior. ¿De qué puede nutrirse y de quién puede recibir sus directivas, si no es de la Palabra de Dios en el poder del Espíritu Santo? Por medio de la Palabra entonces nosotros nos fortalecemos u otros nos fortalecen.

David es fortalecido (1 Samuel 23:16)

Esta es la época en que David huye de Saúl, quien lo busca para matarlo. Perseguido como “una perdiz por los montes”, se salva de lugar en lugar y de cueva en cueva (1 Samuel 26:20). En una situación semejante un hombre puede cansarse y desalentarse. Pero en el momento oportuno, Jonatán aparece como un rayo de luz en una noche sombría. Viene al encuentro de David en el bosque y “fortalece su mano en Dios”. ¡Qué alivio para el alma de David! Llega de parte de Dios. He aquí un hombre que no quiere hacerle ningún mal, sino por el contrario viene a él para alentarlo con recursos que posee de parte de Dios. La expresión utilizada aquí, “fortaleció su mano en Dios”, es única en las Escrituras.

En lugar de hacer hincapié en las debilidades de Jonatán, como lo hacemos a menudo, reconozcamos el valor de lo que hace aquí por David. “En todo tiempo ama el amigo, y es como un hermano en tiempo de angustia” (Proverbios 17:17). Jonatán era el amigo que dirigió la mirada de David hacia Dios; esta, pues, era una fuente de nuevas fuerzas.

Esta es la última vez que los dos amigos se ven. Sus caminos serán pronto separados nuevamente para no cruzarse nunca más en esta tierra. David queda como el proscrito y perseguido, mientras que Jonatán como el príncipe heredero en la casa real.

Este aliento en Dios que Jonatán dio a David corresponde a lo que leemos de Filemón: “Pues tenemos gran gozo y consolación en tu amor, porque por ti, oh hermano, han sido confortados los corazones de los santos” (Filemón 7).

En lo que podemos saber por las Escrituras, Filemón no tenía ningún don que fuese visible. Pero tenía un corazón que latía para su Señor. Cumplía con fidelidad la misión que el Señor le había confiado. En su vida, “la fe obraba por el amor” (Gálatas 5:6) y producía preciosos frutos. Los corazones de los creyentes eran confortados por el “trabajo de su amor” (1 Tesalonicenses 1:3).

¿Es también nuestro deseo, confortar los corazones de los creyentes y ofrecerles, en su camino por este mundo, alguna cosa que los fortalezca y aliente para seguir adelante? Este mundo es un desierto, en el cual muchos cristianos quedan atrás, cansados a un lado del camino. El Señor desea poder servirse de algunos de nosotros para reanimar a tales personas. Hoy en día, muchos cristianos necesitan de «Filemones» capaces de reconfortar sus corazones por el amor de Cristo. Para eso, necesitamos ante todo un corazón que lata para Cristo. Y, como lo fue antes para el apóstol por medio de Filemón, así resultará por nuestro medio un “gran gozo y consolación”.

David se fortalece (1 Samuel 30:6)

David se encuentra nuevamente en una gran angustia. Los amalecitas habían atacado Siclag y se habían llevado cautivos a sus mujeres e hijos. David y sus hombres alzaron su voz y lloraron, “hasta que les faltaron las fuerzas para llorar” (v. 4). El furor de los compañeros de David estalla contra su jefe, a quien hacen responsable de su infortunio. Podemos comprenderlos; David los había conducido al país de los filisteos para encontrar refugio en casa de Aquis, rey de Gat (1 Samuel 27:1-2). Y las consecuencias de esta falta de fe se manifiestan ahora en este desastre. Los hombres se sublevan contra David y están a punto de apedrearlo. ¿Qué hace, entonces, en esta gran angustia? “Mas David se fortaleció en Jehová su Dios”. Se apoya en Dios. No desespera ni se da a la fuga, sino que busca su refugio cerca de Dios y se fortalece en Él.

David busca la proximidad con su Dios y derrama su angustia delante de Él. Puede que se acuerde de numerosas experiencias que hizo hasta entonces. ¿Lo abandonó Dios alguna vez? No, jamás. Y de igual manera, no abandonará a su siervo en esta ocasión. Esta seguridad reanima el valor de David. Y después de haber consultado a Dios por lo que debía hacer, persigue a los amalecitas. Una vez más, Dios le ayuda y le da una gran victoria, recuperando todo.

La actitud de David, fortaleciéndose en Dios, es en cierta manera lo que Judas nos exhorta al final de su epístola, cuando escribe: “Pero vosotros, amados, edificándoos sobre vuestra santísima fe, orando en el Espíritu Santo, conservaos en el amor de Dios...” (v. 20-21).

En nuestros días, los últimos del tiempo de la gracia, las palabras de Judas tienen una gran importancia. El mundo en el cual vivimos es verdaderamente un desierto para el creyente. No tiene nada, absolutamente nada, que ofrecer al hombre interior, a la nueva naturaleza. Por eso es tanto más importante que nos edifiquemos sobre nuestra “santísima fe”.

El mundo no puede comprender los motivos ni la manera de actuar de un cristiano, y no le envidia su vida de extranjero. No obstante, el cristiano posee algo que el mundo no quiere ni conoce, algo en lo que se puede sostener y reposar, esto es, “nuestra santísima fe”. Esta expresión no se refiere a nuestra fe personal, sino más bien a lo que creemos, es decir, la fe cristiana. Este tesoro comprende toda la verdad, tal como la encontramos en la Biblia. Allí tenemos todo lo que Dios ha revelado de sí mismo. Judas la llama nuestra “santísima fe” porque es algo que está puesto aparte para el creyente, algo que, por decirlo de alguna manera, está reservado para él y en lo cual el mundo no tiene parte alguna. En ese tesoro el creyente se fortalece, y encuentra su alimento y gozo.

Sin embargo, para poder fortalecerse en la verdad cristiana, primero es necesario aprender a conocerla y amarla. ¿En qué medida la conocemos? Los pensamientos de Dios ¿nos son familiares? ¿Los apreciamos?