La conciencia /1

Primera parte

Introducción

La conciencia es una facultad propia del hombre y tiene esencialmente dos funciones:

  • Una, orientada hacia el pasado, para que la persona que cometió una falta tenga sentimiento de su culpa.
  • Otra, orientada hacia el futuro, para evaluar desde el punto de vista moral (es decir, del bien y del mal) una acción que se planea.

Cuando nuestra conciencia nos reprende por un error cometido, debe conducirnos a confesar nuestra falta a Dios y a quienes hemos ofendido. En cuanto a las acciones que están delante de nosotros, nuestra conciencia, alumbrada por la Palabra de Dios, debe ayudarnos a “examinar la senda de nuestros pies”, según la expresión de Proverbios 4:26.

La experiencia común muestra que la conciencia puede ser formada o deformada de muchas maneras, y puede ser sensible o estar endurecida. Podemos escucharla y tener en cuenta sus advertencias, o hacerla callar y violentarla. “Los que han alcanzado madurez” (en sentido espiritual) “tienen los sentidos ejercitados en el discernimiento del bien y del mal” (Hebreos 5:14). Fueron desarrollados por “el alimento sólido” de la Palabra de Dios, y “por el uso”, es decir, la puesta en práctica a diario.

Las Escrituras nos presentan abundantes ejemplos en cuanto a la conciencia y su actividad, la forma en que Dios la despierta y la ejercita, y cómo el hombre la escucha o la hace callar. Muchos pasajes nos hablan de esto sin utilizar la palabra “conciencia”. En el Antiguo Testamento esta palabra es utilizada solo una vez.1 En el Nuevo Testamento es utilizada casi exclusivamente por el apóstol Pablo, aunque la noción de conciencia aparezca muchas veces.2

En el cristiano, un buen estado de conciencia es la base para un andar que glorifique a Dios. La conciencia es una facultad que debe ser educada, cultivada y ejercitada. Paradójicamente, es una voz que debemos escuchar, aunque no se le debe confiar demasiado. Volveremos luego sobre esto. La conciencia debe ser mantenida pura, y si hemos errado, no tardemos en confesar nuestras faltas para que pueda ser restablecida en su buen estado. Vivir con mala conciencia, o con una conciencia silenciada, conduce inevitablemente al desastre.

En las líneas que siguen consideraremos primero de qué manera el ser humano adquirió una conciencia, luego algunos ejemplos del Antiguo Testamento en los cuales la vemos actuando. También nos detendremos sobre el inmenso cambio que introdujo la obra de Cristo, purificando la conciencia del creyente. Esto nos llevará a considerar numerosas enseñanzas del nuevo Testamento que se refieren al mantenimiento de una buena conciencia, y cómo debemos tenerla en cuenta, la nuestra propia y la de nuestros hermanos.

El conocimiento del bien y del mal

La conciencia fue adquirida por nuestros primeros padres en el huerto del Edén, a causa del pecado (Génesis 3). En medio del huerto se encontraba el árbol de la ciencia del bien y del mal, del cual Dios había prohibido comer. Cuando transgredieron el mandamiento divino, Adán y Eva sintieron vergüenza por su desnudez (símbolo de su estado de pecado), se hicieron delantales de hojas de higuera y se escondieron de la presencia de Dios.

La serpiente les había dicho: “Serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal” (v. 5). Y así fue. Dios mismo lo confirma: “He aquí el hombre es como uno de nosotros, sabiendo el bien y el mal” (v. 22). La serpiente les había hecho desear esto como algo de lo cual Dios quería privar a su criatura. ¡Qué engaño! Este conocimiento es en el hombre pecador como una voz acusadora, fuente de un profundo malestar ante Dios. Se da cuenta de que el mal está en él, y que el bien se le escapa. Dios tiene el conocimiento del bien y del mal, siendo plenamente caracterizado por el bien. El hombre tiene el conocimiento del bien y del mal (por lo menos en una medida), pero el mal forma parte de su naturaleza.

Escondiéndose de la presencia de Dios, Adán y Eva nos presentan la situación de todo hombre mientras está en su estado natural. Hasta que haya pasado por el nuevo nacimiento, o que tenga un conocimiento claro de la salvación en Cristo Jesús, la conciencia de sus pecados le provoca un constante malestar ante Dios.

Algunos ejemplos del trabajo de la conciencia en el Antiguo Testamento

Jacob: En Génesis 28, cuando Jacob huía de su hermano Esaú, hizo una parada en Bet-el. Con gran bondad, Dios se le apareció en un sueño y le hizo magníficas promesas. Pero el estado de Jacob no le permitió gozar de lo que escuchó. Tuvo temor, y dijo: “¡Cuán terrible es este lugar! No es otra cosa que casa de Dios” (v. 17). Cuando el hombre pecador se encuentra en la presencia de Dios, su conciencia solo le hace sentir malestar y temor. Vemos esto también en el caso de Adán, Isaías y Pedro.

Los hermanos de José: Sin duda, estos hombres tenían la conciencia endurecida cuando vendieron a su joven hermano como esclavo, y engañaron a su padre haciéndole creer que una mala bestia lo había devorado (Génesis 37). Muchos años después, aun se consideraban “hombres honrados”, al menos no tuvieron vergüenza de expresarse así ante el gobernador de Egipto (42:11). Pero, cuando la mano de Dios pesó sobre ellos, su conciencia se despertó. “Y decían el uno al otro: Verdaderamente hemos pecado contra nuestro hermano, pues vimos la angustia de su alma cuando nos rogaba, y no le escuchamos; por eso ha venido sobre nosotros esta angustia” (42:21). Y más tarde, en el colmo de su angustia, dijeron: “¿Qué hablaremos, o con qué nos justificaremos? Dios ha hallado la maldad de tus siervos” (44:16).

Este relato nos muestra cómo Dios nos disciplina para despertar nuestra conciencia y llevarnos a confesar nuestras faltas, incluso si son pasadas y han sido olvidadas. ¡Que nos conceda no acallar nuestra conciencia cuando nos habla! Si lo hacemos, nos exponemos a una disciplina que puede ser muy dolorosa. Pero, si aun la disciplina debe alcanzarnos, el testimonio del amor de nuestro Padre opera para que volvamos a él.

Los cuatro leprosos: La ciudad de Samaria estaba sitiada por los sirios y sufría una terrible hambruna. Cuatro leprosos se encontraban sentados a la puerta, esperando su muerte (2 Reyes 7). Entonces pensaron ir al campamento de los enemigos; sin duda, este pensamiento venía de parte de Dios. Cuando llegaron, encontraron que estaba desierto, y las tiendas repletas de alimentos, vestidos y bienes. Entonces comenzaron a comer, saquear y esconder el botín. Pero la voz de su conciencia se hizo escuchar: “No estamos haciendo bien. Hoy es día de buena nueva, y nosotros callamos; y si esperamos hasta el amanecer, nos alcanzará nuestra maldad” (v. 9). Su conciencia los condujo a darse cuenta de su responsabilidad ante Dios y del juicio al cual se exponían. Felizmente escucharon esa voz interior para su bien y el de todo el pueblo.

Isaías: El joven profeta tuvo una visión gloriosa. Vio a Dios sentado sobre un trono alto y sublime, rodeado de serafines que proclamaban su santidad. Dándose cuenta de su propio estado de pecado, exclamó: “¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, ...han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (Isaías 6:5). Aquí no había una falta en particular sobre su conciencia. El estado de pecado del hombre natural fue expuesto ante la luz de la gloria de Dios.

El remanente judío de los últimos tiempos: La intensa prueba que deberá atravesar el remanente lo llevará a reconocer y confesar la culpabilidad del pueblo judío en el rechazo de su Mesías. “Mirarán a mí, a quien traspasaron, y llorarán como se llora por hijo unigénito” (Zacarías 12:10). Este es un ejemplo de conciencia colectiva.

El ejemplo particular de David

Uno de los rasgos que caracterizó a ese amado de Dios es su conciencia sensible. En el contexto general del Antiguo Testamento, en el cual el pueblo terrenal de Dios tenía que combatir para conquistar y conservar la heredad que Dios le había dado, la dulzura y delicadeza de conciencia de David brillaron de una manera significativa.

Mencionemos en primer lugar el episodio relatado en 1 Samuel 24. Saúl entró en la cueva donde David y sus hombres estaban escondidos, y allí se durmió. Sus amigos afirmaron que era la ocasión que Dios le ofrecía para deshacerse de su perseguidor. David cortó la orilla del manto de Saúl, pero no le hizo ningún mal. “Después de esto se turbó el corazón de David, porque había cortado la orilla del manto de Saúl” (v. 5), e impidió a sus hombres que mataran al rey. Luego, con ese pedazo de tela pudo probar a Saúl que no quería hacerle ningún mal. En cambio, no sabemos cuál era la intención de David en el momento en que lo cortó. Como sea, ese gesto que podría parecernos insignificante, lo llevó a que su conciencia le reprochara. Y David escuchó la voz de su conciencia.

Vemos una disposición de corazón similar, cuando en el mismo período de su vida habló ligeramente y expresó el deseo de beber del agua del pozo de Belén (2 Samuel 23:13-17). Había un campamento de los filisteos en ese lugar, y era muy peligroso ir a buscar agua allí. Tres amigos de David se enfrentaron al peligro por amor y entrega a su jefe, y trajeron el agua. Entonces la conciencia de David lo reprendió. Vio esa agua como la sangre de los hombres que habían ido a buscarla con peligro de sus vidas. No quiso beberla, sino que la derramó para Dios.

Sin duda, David tuvo períodos en su vida, en los cuales parecía no escuchar la voz de su conciencia. En particular, pensamos en su estadía con Aquis (1 Samuel 27-30), y en los meses que siguieron a su grave pecado con Betsabé (2 Samuel 11 y 12). En el primer caso, fue necesaria la severa disciplina de Dios para hacerlo volver; y en el segundo, el reproche del profeta Natán. David fue llevado a humillarse por sus faltas, y su relación con Dios fue restaurada. El profundo sentimiento por sus pecados, en la segunda circunstancia, nos es descrito en términos muy notables en el salmo 51.

En el salmo 32, David describe el gozo de aquel cuyos pecados han sido perdonados (v. 1-2). Allí evoca el estado de su alma mientras hacía callar la voz de su conciencia y se negaba a confesar sus faltas. “Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día” (v. 3). Sintiendo esa gravedad, finalmente pudo decir: “Confesaré mis transgresiones a Jehová”. Entonces agregó: “Y tú perdonaste la maldad de mi pecado” (v. 5).

Una conciencia purificada

Antes de la venida de Cristo, la cuestión de los pecados solo podía ser resuelta de una manera parcial y provisoria. Por una parte, se confesaban los pecados cometidos; acabamos de verlo con el ejemplo de David. Por otra parte, se ofrecían los sacrificios de animales. Estos eran la imagen del único sacrificio que realmente puede quitar los pecados, el sacrificio de Cristo, y por esta razón tenían algún valor ante Dios. La epístola a los Hebreos pone en evidencia la debilidad, y hasta la inutilidad de esos medios provisorios. En el tabernáculo eran presentados “ofrendas y sacrificios que no pueden hacer perfecto, en cuanto a la conciencia, al que practica ese culto” (9:9). En las aspersiones y abluciones judías solo se podía ver una pureza ceremonial. En contraste absoluto, esta epístola nos declara con fuerza el valor de la “sangre de Cristo” que limpia la conciencia “de obras muertas”, es decir de todas las obras producidas por una naturaleza pecadora, moralmente muerta ante Dios (v. 13-14). Esta es la preciosa porción de todo pecador que se arrepiente.

Si los sacrificios prescritos a Israel hubieran tenido una eficacia real, si hubieran podido “hacer perfectos a los que se acercan”, hubieran cesado de ser ofrecidos, pues aquellos que los ofrecían “no tendrían ya más conciencia de pecado” (10:1-2). En cambio, la sangre de Cristo purifica enteramente al pecador de sus pecados, y lo hace apto para estar en la presencia de Dios, perfecto a sus ojos. “Con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (10:14). Y esa preciosa sangre da una buena conciencia delante de Dios a los que son purificados. Pueden acercarse a él con plena libertad para adorarlo. “Acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura” (10:22).3

Estos pasajes de la epístola a los Hebreos nos hablan de la purificación inicial de la conciencia. De esto también nos habla Pedro en su primera epístola, indicándonos que el fundamento de nuestra “buena conciencia hacia Dios” es “la resurrección de Jesucristo, quien habiendo subido al cielo está a la diestra de Dios” (3:21-22). Jesús cargó con nuestros pecados y los expió. Su resurrección es el testimonio de su obra perfectamente acabada y nos coloca en un estado de buena conciencia ante Dios.

Por otro lado, también es verdad que cuando un creyente peca, su conciencia se carga y su comunión con Dios se ve turbada. La confesión de su falta es indispensable para restablecer la comunión con Dios y traer la serenidad a su corazón.

La conciencia y la Palabra de Dios

El capítulo 2 de la epístola a los Romanos, del versículo 12 en adelante, nos da una enseñanza de base respecto de la conciencia. El apóstol habla del juicio de Dios y de las diferencias de responsabilidad de los hombres, según hayan pecado “sin ley” o “bajo la ley”. En ese contexto, considera el caso de las personas “que no tienen ley” y que “hacen por naturaleza lo que es de la ley”. Si es así, muestran “la obra de la ley escrita en sus corazones, dando testimonio su conciencia, y acusándoles o defendiéndoles sus razonamientos” (v. 15). El apóstol no dice si esto es algo raro o frecuente —y expondrá la culpabilidad de todos en el capítulo 3— sino que habla del principio. Vemos aquí que todo hombre tiene una cierta noción natural del bien y del mal. De esto habló Dios en Génesis 3:22. El hombre posee una conciencia que puede acusarlo o buscar excusarlo. Evidentemente, la responsabilidad de aquellos que solo tienen su conciencia para alumbrarles es menor que la responsabilidad de aquellos que han sido instruidos por la Palabra de Dios. Esto se tendrá en cuenta en el día del juicio, “en el día en que Dios juzgará por Jesucristo los secretos de los hombres” (v. 16).

La noción del bien y del mal que la conciencia natural del hombre puede proveerle es bastante rudimentaria, y podemos observar que varía según las culturas. En los lugares donde dominan las religiones paganas (o las religiones que son una deformación de la revelación de Dios), el bien y el mal a menudo son confundidos.

En el capítulo 7 de la epístola a los Romanos, el apóstol muestra el papel de la Palabra de Dios para esclarecer la conciencia y proveerle normas. Dando el ejemplo de la codicia, dice: “Porque tampoco conociera la codicia, si la ley no dijera: No codiciarás” (v. 7). De una manera más general, en otro lugar dice: “Por medio de la ley es el conocimiento del pecado” (3:20). Ya sea en los mandamientos de la ley, en los relatos históricos, en los libros poéticos, en las profecías, o en los escritos del Nuevo Testamento, toda la Palabra de Dios contribuye a inculcar el pensamiento de Dios en cuanto al bien y el mal, es decir a esclarecer y formar nuestra conciencia.

  • 1En 1 Reyes 2:44, la conciencia es designada con la palabra “corazón”, como en varios otros pasajes, por ejemplo en 1 Samuel 24:5; 2 Samuel 24:10.
  • 2Pedro utiliza la palabra tres veces en su primera epístola (2:19; 3:16, 21).
  • 3El agua pura es aquí una imagen de la Palabra de Dios que produjo el lavamiento fundamental del cual el Señor nos habla en Juan 13:10 cuando dice: “Está todo limpio”.