Seis ejemplos del trabajo de la conciencia en el Nuevo Testamento
Simón Pedro: Al principio de su ministerio, Jesús predicaba desde la barca de Simón a la multitud que estaba en la orilla (Lucas 5). Luego, el Señor dio la orden de echar las redes para pescar. Ante la milagrosa pesca, aquel que iba a ser el discípulo Pedro, echándose de rodillas ante Jesús, exclamó: “Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador” (Lucas 5:8). Su reacción nos recuerda la de Jacob en Peniel, y la de Isaías en el templo.
La mujer samaritana: Con una maravillosa sabiduría, Jesús habló a su corazón y a su conciencia (Juan 4). Ella dejó que la luz divina ilumine su alma, y comenzó a discernir la gloria de Aquel que se había revelado a ella. Entonces dijo a los hombres de la ciudad: “Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será este el Cristo?” (v. 29). Su conciencia fue puesta al descubierto y su corazón fue atraído.
Un hijo desobediente al principio: En una pequeña parábola, el Señor habló de dos hijos a quienes su padre les pidió que vayan a trabajar en la viña. (Mateo 21:28-31). Uno de ellos, reacio al principio, escuchó los reproches que le hizo su conciencia y finalmente hizo la voluntad de su padre. Por medio de este relato, el Señor mostró que los pecadores notorios pueden arrepentirse y preceder a aquellos que confían en su aparente justicia sin escuchar la voz de su conciencia.
El hijo pródigo: En esta parábola de Lucas 15, el hijo descarriado se volvió pues sintió la miseria en la cual estaba. Además de esto, oyó la voz de su conciencia. Abrió sus ojos ante su pecado y su indignidad, y encontró el camino del arrepentimiento.
Tres mil almas: En el día de Pentecostés, las incisivas palabras pronunciadas por Pedro, conducido por el Espíritu Santo, penetraron profundamente en las conciencias de los judíos (Hechos 2:22-36). Muchos “se compungieron de corazón” (v. 37), es decir, tuvieron un profundo arrepentimiento. “Y se añadieron aquel día como tres mil personas” a la Iglesia cristiana (v. 41).
Pilato: En contraste con los ejemplos anteriores, en los cuales vimos hombres y mujeres que escucharon la voz de su conciencia, citemos el terrible caso de Pilato. Él sabía que Jesús, objeto del odio feroz de los judíos, no merecía la muerte. Acusado por su conciencia, buscó toda clase de escapatorias para evitar pronunciar una condena. Finalmente, bajo la presión de las circunstancias, actuó contra su conciencia y condenó al Justo.
El ejemplo particular de Pablo
Toda la vida del apóstol, incluso antes de su conversión, estuvo marcada por una “limpia conciencia”. Lo dice al principio de la segunda epístola a Timoteo (1:3), y lo afirmó cuando compareció ante el concilio, después de ser arrestado: “Yo con toda buena conciencia he vivido delante de Dios hasta el día de hoy” (Hechos 23:1). Luego explicó ante Agripa: “Yo ciertamente había creído mi deber hacer muchas cosas contra el nombre de Jesús de Nazaret” (26:9). Como fariseo celoso y convencido, había perseguido con todas sus fuerzas a los discípulos de Jesús, a la Iglesia, y en consecuencia a Jesús mismo (compárese con Gálatas 1:13; Hechos 9:4). Su ejemplo nos muestra elocuentemente que la conciencia no es un guía de confianza, y que no es suficiente tener una buena conciencia para encontrarse en un buen camino.
El Señor detuvo al perseguidor y blasfemo en el camino a Damasco, y se reveló a él. Pablo fue quebrantado, descubrió que estaba perdido, y aprendió a conocer la maravillosa gracia de Jesús. El recuerdo de lo que había sido lo acompañó a lo largo de toda su vida de servicio, y lo mantuvo en la humildad. Sintiéndose objeto de la misericordia de Dios, recordará que es el primero de los pecadores (1 Timoteo 1:15), y que no es digno de ser llamado apóstol (1 Corintios 15:9). Su conciencia, alumbrada por la revelación divina, fue un instrumento precioso en las manos de Dios para conducirlo y mantenerlo en un buen camino.
Ante el gobernador Félix hizo una declaración que debe atraer nuestra atención. Después de haber recordado “que ha de haber resurrección de los muertos, así de justos como de injustos” (Hechos 24:15), agregó: “Y por esto procuro tener siempre una conciencia sin ofensa ante Dios y ante los hombres” (v. 16). Pensar en la resurrección y en el tribunal de Cristo, ante quien tendremos que dar cuenta de todas nuestras acciones, debería estimularnos a andar cuidadosamente, pesando todo en nuestra conciencia según los principios divinos que nos han sido revelados. Para Pablo, era un ejercicio constante; y mantener su conciencia sin reproche era la base de su relación práctica con Dios. Una conciencia sin ofensa “ante Dios y ante los hombres”, es una conciencia que no teme la mirada de Dios ni la de los hombres. Esto implica una justicia práctica ante Dios y ante los hombres, y un juicio diario de las propias fallas.
Con motivo de una buena conciencia, el apóstol pudo recomendarse a las oraciones de sus hermanos en la fe. “Orad por nosotros; pues confiamos en que tenemos buena conciencia, deseando conducirnos bien en todo” (Hebreos 13:18). No afirmó que se conducía bien, sino que pudo decir que su conciencia estaba tranquila.
Pablo dijo a los corintios: “Porque aunque de nada tengo mala conciencia, no por eso soy justificado” (1 Corintios 4:4). Tener una conciencia sin reproche es esencial, pero no es una garantía de que andemos en el buen camino.
En Corinto había personas que denigraban al apóstol tratando de apartar a los creyentes de él. Esto lo afligía e inquietaba porque amaba a aquellos de quienes era el padre espiritual. Pero no lo turbaba. A pesar de las malas palabras que había en su contra, se encomendaba al Señor, “el cual aclarará también lo oculto de las tinieblas, y manifestará las intenciones de los corazones; y entonces cada uno recibirá su alabanza de Dios” (v. 5).
Mantener una buena conciencia
La manera en que el apóstol Pablo velaba sobre el estado de su propia conciencia da un particular peso moral a sus palabras. En las enseñanzas dadas a Timoteo en la primera epístola, Pablo trata cuatro veces el tema de la conciencia. En primer lugar, indica cuál era el objetivo de la misión confiada a aquel que debía obrar de su parte. “Pues el propósito de este mandamiento es el amor nacido de corazón limpio, y de buena conciencia, y de fe no fingida” (1:5). Todo el servicio que se hace en la casa de Dios debe estar impregnado por el amor. Pero el amor según Dios es inseparable de las tres virtudes que menciona aquí, y en particular de una buena conciencia.
Más adelante, Pablo exhorta a “su hijo Timoteo” a combatir “la buena milicia, manteniendo la fe y buena conciencia” (1:19), en contraste con algunos que habían “desechado” esa conciencia, y “naufragaron en cuanto a la fe”. Una fe viva y activa, que guarda fielmente lo que Dios reveló, debe ir a la par de una buena conciencia. No es suficiente conocer o guardar la verdad intelectualmente; se necesita que tenga todo su poder sobre el alma.
Entre las cosas que se requieren a los siervos, el apóstol menciona: “que guarden el misterio de la fe con limpia conciencia” (3:9).
“En los postreros tiempos algunos apostatarán de la fe” (4:1). Después de haber dado la impresión por un tiempo de ser obreros del Señor, proporcionarán una enseñanza corrompida. Estarán caracterizados moralmente por una conciencia “cauterizada” (v. 2). Aquí se trata de una conciencia que no habla más. Esto sucede cuando se toma la costumbre de silenciarla.
Una buena conciencia es el fundamento de la relación práctica del alma con Dios. Da seguridad al creyente cuando se dirige a él en oración, porque es inseparable de una verdadera comunión con él. Juan escribe sobre esto en su primera epístola, sin utilizar la palabra “conciencia”. “Amados, si nuestro corazón no nos reprende, confianza tenemos en Dios; y cualquiera cosa que pidiéremos la recibiremos de él” (1 Juan 3:21, 22). Pero “si nuestro corazón nos reprende”, es decir, si nuestra conciencia nos hace sentir nuestras debilidades y faltas, podemos recordar que “mayor que nuestro corazón es Dios, y él sabe todas las cosas” (v. 20). Por su conocimiento perfecto, Dios ve en nosotros más deficiencias que las que nuestra conciencia ve y podría acusarnos. Pero podemos confesarle todo y confiar en su sobreabundante gracia.
Señalemos finalmente que la sumisión del creyente a la autoridad terrenal no solo tiene como objetivo evitar el castigo de aquel que puede castigarlo, sino de no manchar su propia conciencia. “Por lo cual es necesario estarle sujetos, no solamente por razón del castigo, sino también por causa de la conciencia” (Romanos 13:5).
Mi conciencia y la de mi hermano
Las diferencias de cultura, educación o desarrollo espiritual, acarrean necesariamente diferencias en la valoración que puede hacer la conciencia en los creyentes. Si conociéramos más las Escrituras descubriríamos cada vez mejor las normas divinas. Seríamos formados por ellas, y apreciaríamos más justamente el bien y el mal en las múltiples situaciones que se presentan ante nosotros. No obstante, la vida nos coloca frecuentemente ante situaciones para las cuales no tenemos a disposición un versículo claro y preciso para dirigirnos. Nuestro discernimiento espiritual debe ser ejercitado. En esas situaciones, el papel de nuestra conciencia es determinante.
El apóstol Pablo habla de este tema detalladamente en las epístolas a los Romanos y a los Corintios. En cada caso podemos extraer la conclusión de que es necesario tener en cuenta la conciencia propia y la del hermano.
1 Corintios 8 y 10: La pregunta es: ¿Puede un cristiano comer la carne que ha sido sacrificada a los ídolos? Era un problema punzante para los creyentes que vivían en países paganos, donde la carne proveniente de sacrificios idólatras podía ser comida en un templo de ídolos o vendida en la carnicería.
Convencidos de que “un ídolo nada es en el mundo” (8:4) y que “del Señor es la tierra y su plenitud” (10:26), algunos creyentes podían decir que no había ninguna diferencia entre la carne sacrificada a los ídolos y cualquier otra, y así tener plena libertad de comer de ella. El apóstol les dice: “De todo lo que se vende en la carnicería, comed, sin preguntar nada por motivos de conciencia” (10:25). Otros creyentes, menos instruidos, más débiles (8:7, 10, 12), “habituados hasta aquí a los ídolos” (v. 7), viendo la carne veían el ídolo. Si hubieran comido de esta carne, su conciencia hubiera sido manchada. Es claro que aquellos debían abstenerse. Nunca debe violarse la conciencia.
Ahora bien, hay además otro aspecto. Si mi comportamiento —aun dejando mi conciencia tranquila— incita a mi hermano cuya conciencia es “débil” a hacer como yo, lo incito a “contaminar” su conciencia. Estoy pecando contra él. El apóstol nos da el ejemplo extremo: “Porque si alguno te ve a ti, que tienes conocimiento, sentado a la mesa en un lugar de ídolos, la conciencia de aquel que es débil, ¿no será estimulada a comer de lo sacrificado a los ídolos?” (8:10). Y agrega: “De esta manera, pues, pecando contra los hermanos e hiriendo su débil conciencia, contra Cristo pecáis” (v. 12). El amor cristiano nos conduce a evitar ciertas cosas que podríamos tener la libertad de hacer, si nuestra conducta es una trampa para nuestros hermanos. Se trata de cuidar también su conciencia.
Romanos 14: En este capítulo, sin utilizar la palabra “conciencia”, el apóstol da una enseñanza similar, pero con respecto a otro tema. La iglesia en Roma estaba compuesta por creyentes salidos del judaísmo y del paganismo. Los primeros tenían la costumbre de celebrar algunos días de fiesta, abstenerse de las carnes inmundas, y respetar otras prescripciones de la ley de Moisés. Todo esto había sido puesto de lado por la enseñanza cristiana, pero el cambio era difícil, sobre todo para aquellos que se habían sometido a esas obligaciones por su conciencia hacia Dios. Los creyentes que habían salido del paganismo, habían abandonado sin dificultad sus prácticas idólatras, y podían ser tentados a menospreciar a sus hermanos que habían salido del judaísmo. Al contrario, estos últimos podían ser conducidos a juzgar a aquellos que no observaban las prescripciones de la ley.
“Uno hace diferencia entre día y día; otro juzga iguales todos los días. Cada uno esté plenamente convencido en su propia mente” (v. 5). ¡Que cada uno haga “para el Señor” lo que su conciencia le dice que haga! ¡Pero que nadie juzgue o menosprecie a su hermano, siendo este el “criado ajeno”! “De manera que cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí” (v. 12).
Respecto de las carnes que la ley declaraba inmundas, el apóstol dice: “Yo sé, y confío en el Señor Jesús, que nada es inmundo en sí mismo; mas para el que piensa que algo es inmundo, para él lo es” (v. 14). Más adelante lo confirma: “Pero el que duda sobre lo que come, es condenado, porque no lo hace con fe; y todo lo que no proviene de fe, es pecado” (v. 23). (Aquí, “condenado” significa condenado en su conciencia). Si estoy intranquilo con tal o cual acción prevista, tengo que abstenerme y no violentar mi conciencia.
Por otro lado, también debo cuidar de la conciencia de mi hermano. “Así que, ya no nos juzguemos más los unos a los otros, sino más bien decidid no poner tropiezo u ocasión de caer al hermano” (v. 13). “Bueno es no comer carne, ni beber vino, ni nada en que tu hermano tropiece, o se ofenda, o se debilite” (v. 21). “Cada uno de nosotros agrade a su prójimo en lo que es bueno, para edificación” (15:2).
Observemos las palabras utilizadas en este capítulo. “Uno cree que se ha de comer de todo” (v. 2). “Uno hace diferencia entre día y día” (v. 5). “Cada uno esté plenamente convencido en su propia mente” (v. 5). “El que piensa que algo es inmundo” (v. 14). Un creyente “aprueba” algo (v. 22), o “duda” de ello (v. 23). La palabra conciencia no aparece aquí, pero estas otras expresiones proporcionan el pensamiento de ella.
Para finalizar, señalemos que “la fe” encuadra este capítulo. En el primer versículo, se habla del “débil en la fe”. El último versículo nos enseña que todo en nuestro andar cristiano debe ser hecho “con fe”. Nuestra relación práctica con Dios tiene por columna tanto a la fe como a la conciencia. Algo hecho “con fe” es algo hecho con Dios, con la conciencia de que es aprobado por él.