Aliento para el siervo

2 Timoteo 2

La segunda epístola a Timoteo nos muestra al siervo de Dios en tiempos difíciles. Pablo recuerda a su joven hermano que “en los postreros días vendrán tiempos peligrosos” (3:1). No obstante, en todo tiempo podemos ponernos a disposición de nuestro Señor y servirlo con celo y abnegación. Debemos avivar el don de gracia que está en cada uno de nosotros (1:6).

El segundo capítulo de la epístola nos da el ánimo y la motivación que necesitamos para esto. Pablo utiliza siete imágenes diferentes, que se relacionan con la obra y el servicio para el Señor.

Un hijo

“Tú, pues, hijo mío, esfuérzate en la gracia que es en Cristo Jesús” (v. 1). Varias veces Pablo llama a Timoteo “hijo mío”. Era su padre en el sentido que había sido el instrumento para su conversión. El joven era su “hijo amado”, era “fiel en el Señor” y había servido al apóstol “como hijo a padre” (1 Corintios 4:17; Filipenses 2:22). Aquí, Pablo lo exhorta a esforzarse. Necesitamos fuerza en el servicio del Señor, fuerza que no encontramos en nosotros mismos, ni en los mandamientos legales, sino en la gracia que es en Cristo Jesús.

Este pasaje nos muestra lo que para Pablo tenía importancia. Por un lado, Timoteo tenía que poner en práctica lo que había escuchado del apóstol y, por el otro, tenía que ser capaz de transmitirlo “a hombres fieles que sean idóneos para enseñar también a otros” (v. 2). Se trata de ser fieles administradores de la enseñanza del Nuevo Testamento para poder transmitirla a otros. Y para esto, necesitamos esforzarnos en la gracia.

En este versículo aparecen cuatro generaciones. La primera es Pablo. Comunica lo que ha recibido del Señor a una segunda generación, a Timoteo. La tercera generación son los hombres fieles a quienes Timoteo debe enseñar. Y la cuarta, son los “otros”, aquellos que debían ser enseñados por esos hombres fieles. La transmisión de su Palabra siempre está en los pensamientos de Dios. “La palabra de Dios no está presa”, y se necesita que “corra y sea glorificada” (2 Timoteo 2:9; 2 Tesalonicenses 3:1).

Nosotros también, podemos ser “hijos” que administran fielmente lo que han escuchado y que tienen el deseo de transmitirlo a otros, según los dones que hemos recibido. Así se abre ante nosotros un amplio campo de actividad, en la iglesia, entre los creyentes y en la familia cristiana.

Un soldado

“Tú, pues, sufre penalidades como buen soldado de Jesucristo” (v. 3). El recorrido del cristiano sobre la tierra no es un paseo tranquilo. Está sembrado de combates, pruebas y sufrimientos. ¿Estamos preparados para hacer frente en el combate por la fe y a los sufrimientos que este acarrea? Judas escribió una epístola porque sentía la imperiosa necesidad de exhortar a los creyentes a contender “ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos” (Judas 3). La verdad que constituye el objeto de la fe es atacada particularmente en estos últimos días. Por esto, la exhortación a ser un buen soldado tiene mayor vigencia que nunca.

Pablo añade: “Ninguno que milita se enreda en los negocios de la vida, a fin de agradar a aquel que lo tomó por soldado” (v. 4). Aquí se nos coloca delante de una pregunta decisiva: ¿Sobre qué concentramos nuestra atención? Si deseamos combatir por nuestro Señor y preservar la fe cristiana, no podemos enredarnos en los negocios de la vida. Por supuesto, no se trata de descuidar nuestras obligaciones cotidianas, profesionales u otras, pero estas no tendrían que acapararnos en perjuicio de las cosas espirituales. Pablo nos da un ejemplo de esto cuando dice: “Para mí el vivir es Cristo” (Filipenses 1:21). Esto es lo que contaba para él. Todo lo demás era secundario.

Un combatiente o un atleta

En el versículo 5, Pablo habla otra vez de un combate: “Y también el que lucha como atleta, no es coronado si no lucha legítimamente”. Aquí tenemos otra imagen. Ya no es la de un soldado, sino la de alguien que lucha en la arena. Esto era bien conocido en el tiempo del Nuevo Testamento. Sabemos también que un deportista no puede obtener la victoria si no se somete a las reglas de la competición. Si las transgrede, se le descalifica. Esta ilustración pone en evidencia que el fin no justifica los medios. Lo que hacemos, es decir, la tarea que tenemos por delante, es un primer punto importante. Pero si realmente deseamos servir al Señor, preguntémonos cómo debemos cumplir esa tarea, y en qué momento. No somos nosotros quienes debemos establecer «las reglas» para realizar el servicio para el Señor. No se trata de nuestra obra sino de la suya. Es el Señor quien decide de qué modo tal cosa se hará para él. En su Palabra nos dio los principios necesarios para ello. Estos principios pueden aplicarse en cada circunstancia mediante la dirección del Espíritu Santo. Esto excluye toda actividad salida de nuestra propia voluntad.

En la competición hay una recompensa, o corona, para el vencedor. Contrariamente a las distinciones de este mundo, la corona del cristiano vencedor es incorruptible. “Todo aquel que lucha, de todo se abstiene; ellos, a la verdad, para recibir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible” (1 Corintios 9:25).

Un labrador

El ejemplo del labrador pone de manifiesto otro principio en el servicio para el Señor. “El labrador, para participar de los frutos, debe trabajar primero” (v. 6). El principio que se sugiere aquí es muy sencillo: sin actividad, no hay resultado. Así es en el mundo y también en el servicio para el Señor. Si no estamos listos para comprometernos, no podemos esperar resultados.

El apóstol Pablo habla a los corintios de su propio compromiso en la obra del Señor, destacando a la vez que sin la gracia de Dios todo esfuerzo sería en vano. Escribe: “Pero por la gracia de Dios soy lo que soy; y su gracia no ha sido en vano para conmigo, antes he trabajado más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1 Corintios 15:10). Siempre están los dos aspectos: nuestra responsabilidad, y la gracia de Dios. Ambas cosas tienen su lugar en nuestra vida. Por un lado, no debemos utilizar la gracia de Dios como una almohada de pereza, pero por otro lado, no podemos prescindir de ella. El labrador no puede producir el crecimiento, incluso aportando todo su trabajo y paciencia. Depende de Dios para todo. “Echa tu pan sobre las aguas; porque después de muchos días lo hallarás” (Eclesiastés 11:1). Hoy también, es lo que tenemos que hacer, con dedicación y compromiso.

Un obrero

“Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que usa bien la palabra de verdad” (v. 15). En las epístolas del Nuevo Testamento, hay varios pasajes que hablan de obreros. Hay los buenos y malos. Los buenos obreros son siempre colaboradores, pues trabajan en una obra común. Aquí habla de un obrero que no tiene de qué avergonzarse porque usa bien la palabra de verdad, en contraste con las profanas y vanas palabrerías que debemos evitar (v. 16). Tales palabrerías no solo son vanas e inútiles, sino que son dañinas para quienes las escuchan. Así era en el tiempo de Timoteo, y lo sigue siendo hoy en día.

Un obrero aprobado por Dios en el servicio no se mezclará en discusiones sobre lo que dice la Biblia, sino que usará bien la palabra de verdad (literalmente: la cortará derecho). Sabrá distinguir los diferentes aspectos de la verdad, sin separarlos. Dios nos presenta la verdad de manera que podamos comprenderla. A nosotros nos corresponde distinguir correctamente sus diferentes aspectos y tener así una visión general.

Tal obrero no cumple su trabajo a duras penas, como alguien que no conoce bien su oficio. Dios desea obreros calificados, que han demostrado su eficacia. Pero a Él solo corresponde juzgar si es así. El obrero del Señor es responsable ante Él.

Instrumento para honra

“En una casa grande, no solamente hay utensilios de oro y de plata, sino también de madera y de barro; y unos son para usos honrosos, y otros para usos viles. Así que, si alguno se limpia de estas cosas, será instrumento para honra, santificado, útil al Señor, y dispuesto para toda buena obra” (v. 20-21). Un utensilio debe ser útil para el que lo usa. Ahora bien, un utensilio sucio no puede ser utilizado.

La casa grande es una imagen de la cristiandad. Los utensilios son personas que, por un lado, se distinguen por su naturaleza (el oro y la plata, la madera y el barro), y por otro lado, por su aptitud para servir (utensilios “para usos honrosos” y utensilios “para usos viles”). Aquí nos hacemos una pregunta: ¿Somos, cada uno de nosotros, utensilios para uso honroso o para uso vil? ¿Puede el Señor utilizarnos para su servicio? Para que sea así, debemos guardarnos limpios, separándonos de todo lo que no es para la gloria de Dios. En este pasaje, “limpiarse” significa separarse de todo lo que es impuro. Nuestras relaciones también están en cuestión aquí, ya sea con respecto al culto o al servicio. Si nos asociamos con utensilios para usos viles en el servicio para el Señor, seremos siervos inútiles.

El versículo siguiente nos presenta el lado positivo: “Sigue la justicia, la fe, el amor y la paz, con los que de corazón limpio invocan al Señor” (v. 22). Hay cristianos que sirven al Señor con un corazón limpio y con quienes tenemos el privilegio de seguir la justicia, la fe, el amor y la paz. Así se realiza una feliz comunión en el servicio para el Señor.

El siervo del Señor

Todos somos siervos del Señor. Esta palabra designa a las personas que no obran según su propia voluntad, sino según la voluntad de su Amo. “Pero desecha las cuestiones necias e insensatas, sabiendo que engendran contiendas. Porque el siervo del Señor no debe ser contencioso, sino amable para con todos, apto para enseñar, sufrido; que con mansedumbre corrija a los que se oponen” (v. 23-25). La enseñanza cristiana puede acarrear dificultades. Pueden surgir contenciones y hay quienes se oponen a la verdad. Tenemos aquí dos grandes cualidades de un buen siervo: por un lado, la determinación para oponerse al error; y por otro, la humildad, la amabilidad y la paciencia.

Todos tenemos nuestras tendencias particulares, en mayor o menor medida. Algunos son muy firmes frente al error, pero carecen de amabilidad y de dulzura. Otros, al contrario, son suaves y pacientes, pero carecen de firmeza. Dios desea que estos dos caracteres estén en un justo equilibrio. Nuestra gentileza debería ser conocida de todos los hombres (Filipenses 4:5). Y al mismo tiempo, deberíamos saber rechazar todo lo que no es conforme a la Palabra de Dios.

Nuestro ministerio en el seno del pueblo de Dios debería estar marcado por estos dos caracteres, ya sea en la iglesia o en el servicio pastoral. Y este mismo principio es aplicable en general, particularmente en el trabajo de evangelización o en las relaciones familiares. La educación de nuestros hijos debe basarse en estos dos pilares: amabilidad y dulzura por un lado, firmeza por el otro. Encontramos las dos cosas en el apóstol Pablo. Con los tesalonicenses, había sido como una nodriza que cuida con ternura a sus propios hijos, y al mismo tiempo, había sido como un padre para enseñarles y exhortarles (1 Tesalonicenses 2:7, 11).

Así que, hermanos míos amados, estad firmes y constantes, creciendo en la obra del Señor siempre, sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no es en vano” (1 Corintios 15:58).