La historia de la Iglesia de Dios en la tierra termina con el capítulo 3 del Apocalipsis. En adelante, la Iglesia es vista en el cielo. El capítulo 4 empieza con las palabras: “Después de esto”, que introducen la tercera división del libro.1 El arrebatamiento de la Iglesia no es mencionado explícitamente; el carácter secreto de este acontecimiento hace que su presentación esté fuera de lugar en este libro de juicios.
El libro sellado
“Y vi en la mano derecha del que estaba sentado en el trono un libro escrito por dentro y por fuera, sellado con siete sellos” (5:1).
Juan ve en la mano derecha de aquel que está sentado en el trono un libro sellado, un rollo, escrito sobre sus dos lados. Este libro contiene los planes de Dios para con el mundo —que hasta ahora se hallaba bajo la influencia de Satanás, su “príncipe” y su “dios”— así como los juicios de Dios que han de preceder al cumplimiento de las bendiciones prometidas desde hace mucho tiempo. Este rollo está escrito por dentro y por fuera, lo que muestra que está desbordando la medida de lo que ahora mueve a Dios a actuar. Los derechos de Dios, así como sus juicios, son perfectos. Mientras la Iglesia sigue en la tierra, los juicios están detenidos; por eso el libro aún está sellado. Pero cuando sea trasladada a la casa del Padre, los juicios tendrán libre curso.
¿Quién es digno?
Los versículos siguientes muestran de manera expresiva que el mundo ha llegado a una situación desesperada: “Y vi a un ángel fuerte que pregonaba a gran voz: ¿Quién es digno de abrir el libro y desatar sus sellos? Y ninguno, ni en el cielo ni en la tierra ni debajo de la tierra, podía abrir el libro, ni aun mirarlo. Y lloraba yo mucho, porque no se había hallado a ninguno digno de abrir el libro, ni de leerlo, ni de mirarlo” (v. 2-4).
Un ángel fuerte llama, buscando a alguien que sea digno y capaz de tomar el libro y los juicios que contiene. Pero en toda la creación, no hay nadie que pueda responder; no hay nadie que pueda presentarse, ni en la humanidad ni en el mundo de los ángeles. Los hombres suspiran bajo el dominio de Satanás; y los ángeles son llamados a servir, no a reinar. El apóstol Juan está muy afligido porque no ve ninguna posibilidad de que las bendiciones prometidas lleguen a su cumplimiento. Aunque Juan pertenezca personalmente a la Iglesia, aquí toma de cierta manera el lugar del remanente judío que conoce bien las promesas de Dios, pero que solo reconocerá a Jesucristo como Mesías a través de la tribulación.
El león de Judá
Sin embargo, hay aquí una compañía de ancianos reunidos en el cielo, y uno de ellos responde a la perplejidad de Juan. Todos nosotros, que somos hijos de Dios, perteneceremos a esta compañía de ancianos; estaremos instruidos en los consejos de Dios y seremos testigos de todos los actos de nuestro Señor. La respuesta del anciano es breve pero significativa. Es la comunicación de una cosa que el apóstol conocía sin duda, pero que despliega delante de él una nueva y gloriosa revelación de su amado Señor. Es la maravillosa historia, brevemente resumida, de la humillación y exaltación del Hijo de Dios:
“He aquí que el León de la tribu de Judá, la raíz de David, ha vencido para abrir el libro y desatar sus siete sellos” (v. 5).
El Señor es presentado aquí como un león que triunfó sobre el adversario. El león es el símbolo del poder real y victorioso. El Señor ya es anunciado por medio de esta imagen en la bendición de Jacob (Génesis 49:8-10), la primera profecía que lo presenta como rey de Israel, y que surge de Judá. Pero también es “la raíz de David”, o sea Aquel que es eterno, Aquel de quien los designios son la fuente de la cual proceden la casa de David, toda la humanidad y la creación misma en su totalidad. El Hijo de Dios obtuvo la victoria sobre el príncipe de este mundo y lo destronó. Por su sacrificio consiguió, como “Hijo del hombre”, los derechos sobre toda la creación. Él mismo lo dice en la quinta parábola de Mateo 13: compró para sí, no solo el precioso tesoro escondido en el campo, sino también el campo mismo, o sea, el mundo. Solo él posee el derecho y el poder de ejercer el juicio.
El Cordero inmolado y exaltado
“Y miré, y vi que en medio del trono y de los cuatro seres vivientes, y en medio de los ancianos, estaba en pie un Cordero como inmolado, que tenía siete cuernos, y siete ojos, los cuales son los siete espíritus de Dios enviados por toda la tierra. Y vino, y tomó el libro de la mano derecha del que estaba sentado en el trono” (v. 6-7).
La mirada del apóstol se fija ahora en este león de Judá. Ve en él a un cordero, como inmolado. Por muy extraño que esto parezca —el león victorioso que es también un cordero, y además inmolado— es, sin embargo, una de las más gloriosas revelaciones de nuestro Señor. En los evangelios y en las epístolas, hallamos comunicaciones detalladas respecto a este tema. Como Cordero de Dios, se ofreció en sacrificio hasta la muerte, y resucitó victorioso al tercer día. En su cuerpo glorioso, llevó las marcas de las heridas recibidas en la cruz, señal de honor y de victoria. Así es como Juan lo ve “como inmolado”. Con estas marcas se anuncia la exaltación de Jesús. Aquel que fue humillado en la tierra y rechazado, fue elevado al lugar supremo delante de Dios. Cuando Cristo aparezca, los hombres se enterarán de esto con espanto.
Pero aún hay un hecho que expresa plenamente esta exaltación: este Cordero no está delante del trono, como una tercera persona, sino que está en medio del trono. Es el centro del trono. Aquí tenemos uno de los ejemplos en los escritos de Juan donde la distinción entre las tres personas de la deidad se pierde en su unidad.
Aquí el Cordero lleva las señales de la perfección divina: los “siete cuernos” son los emblemas del poder divino, y los “siete ojos” son las señales del conocimiento absoluto de Dios. Tenemos pues la omnipotencia del Espíritu Santo, que no es visto aquí como Espíritu de gracia sino como el séptuple Espíritu de juicio.
El hecho de que el libro de los juicios de Dios sea expresamente entregado al Cordero expresa claramente que los derechos del Señor sobre la tierra no derivan solamente de su autoridad, sino que le son debidos a causa de su obra en la cruz.
La adoración del Cordero en el cielo
“Y cuando hubo tomado el libro, los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos cayeron sobre sus rostros, delante del Cordero, teniendo cada cual un arpa, y tazones (o copas) de oro llenos de incienso, que son las oraciones de los santos. Y cantaban un cántico nuevo, diciendo: ¡Digno eres tú de tomar el libro, y de abrir sus sellos; porque fuiste inmolado, y has adquirido para Dios con tu misma sangre, hombres de toda tribu, y lengua, y pueblo, y nación; y los has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes; y reinarán sobre la tierra!” (v. 8-10, V.M.).
Así, tan pronto como el Cordero se dispone a ejecutar los juicios divinos, todo el cielo se conmueve. Tanto los ancianos como los cuatro seres vivientes se postran delante del trono y delante del Cordero, y expresan su adoración y su alegría. Entonces, el profeta ve en las manos de los ancianos arpas y copas de oro llenas de incienso. Estas últimas son una imagen de las oraciones de los santos en la tierra, que están así respaldadas delante de Dios por los santos ya glorificados. Esto es un testimonio de la simpatía particular de los santos en el cielo para con los creyentes que aún sufren y son perseguidos por el Anticristo en la tierra. Las arpas testifican del servicio sacerdotal eterno de los redimidos en el cielo.
Lo que Juan entonces oye y nos comunica es como una perspectiva sobre nuestro propio porvenir en el cielo. Es un cántico enteramente nuevo. La palabra “nuevo” designa aquí algo que no se relaciona de ninguna manera con lo que fue anteriormente. Es de género nuevo. Así, este cántico no dice una sola palabra de las circunstancias en la tierra. Todo lo que vivimos hoy en día pertenece definitivamente al pasado. Aunque el cántico diga muy claramente lo que hizo el Cordero por aquellos que lo cantan, y lo que hizo de ellos —pues son ellos mismos los que serán reyes y sacerdotes, y reinarán sobre la tierra— solo los mencionan en tercera persona, como si no se tratara de ellos mismos. ¿Por qué? Porque solo tienen como perspectiva la gloria del Cordero y admiran el medio por el cual adquirió esta gloria y cumplió los consejos de Dios.
“Y miré, y oí la voz de muchos ángeles alrededor del trono, y de los seres vivientes, y de los ancianos; y su número era millones de millones, que decían a gran voz: El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza. Y a todo lo creado que está en el cielo, y sobre la tierra, y debajo de la tierra, y en el mar, y a todas las cosas que en ellos hay, oí decir: Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos. Los cuatro seres vivientes decían: Amén; y los veinticuatro ancianos se postraron sobre sus rostros y adoraron al que vive por los siglos de los siglos” (v. 11-14).
El apóstol ve la innumerable muchedumbre de los ángeles y, en un círculo más amplio, la creación entera que glorifica al Cordero. Todos juntos le traen alabanza, honra, poder y gloria. Ciertamente admiraron, maravillados, cosas grandes, pero sin tener ellos mismos parte en estas, y no pueden hurgar en sus misterios.
Después de esto, los cuatro seres vivientes dan su aprobación por medio de un “¡Amén!”, o sea: “sí, ¡así es!”, y los ancianos caen sobre sus rostros en adoración. ¡Qué escena maravillosa! A grandes rasgos, esboza nuestro porvenir en la gloria del cielo.
Aquí tenemos, antes que comience el período de los juicios, como un preludio a la glorificación del Señor.
- 1Estas tres divisiones están indicadas en el versículo 19 del primer capítulo. Son “las cosas que has visto” (cap. 1), “las que son” (cap. 2 y 3) y “las que han de ser después de estas” (cap. 4 y siguientes).