“Corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante,
puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe,
el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio,
y se sentó a la diestra del trono de Dios.”
(Hebreos 12:1-2)
Somos exhortados a “poner los ojos en Jesús”. En el texto original significa «apartar la mirada de otros objetos y fijarla exclusivamente en uno solo». ¡Que nuestras miradas, pues, se aparten de las cosas de la tierra para volverse constantemente hacia el cielo donde Cristo está sentado a la diestra de Dios, glorificado!
Las Escrituras nos relatan episodios de la vida de hombres que “alzaron los ojos”. Entre ellos, Abraham y Lot cuando se separaron; Abraham enfrente de su tienda, después en Moriah; Isaac y Rebeca cuando se encontraron; tres discípulos en el monte de la transfiguración. El evangelio de Juan también nos relata tres circunstancias en las cuales el Señor Jesús alzó los ojos. ¿Hacia dónde se volvieron las miradas de aquellos que alzaron así los ojos, por qué lo hicieron, qué consecuencias resultaron y qué enseñanzas podemos sacar de esto?
Consideremos primero el ejemplo de ese publicano quien “estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador” (Lucas 18:13). Deseamos que todos los que leen estas líneas se den cuenta un día de que son pecadores y respondan a la voz del Señor Jesús quien dijo: “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento” (Lucas 5:32). El pecador arrepentido, justificado mediante la fe por la virtud redentora de la sangre de Cristo, puede alzar los ojos al cielo sin ningún temor. “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Romanos 5:1).
“Y alzó Lot sus ojos, y vio toda la llanura del Jordán, que toda ella era de riego,
como el huerto de Jehová, como la tierra de Egipto en la dirección de Zoar.”
(Génesis 13:10)
Lot alzó sus ojos, pero no apartó realmente su mirada del lugar donde su corazón se había quedado, de Egipto. Hasta ese momento había caminado dejándose conducir por la fe de su tío: “Y se fue Abram, como Jehová le dijo; y Lot fue con él” (Génesis 12:4). “Tomó, pues, Abram a… Lot hijo de su hermano… y salieron para ir a tierra de Canaán” (v. 5). “Subió, pues, Abram de Egipto hacia el Neguev, él y su mujer, con todo lo que tenía, y con él Lot” (13:1), “Lot… andaba con Abram” (v. 5). Pero he aquí, ahora tiene que escoger. Sus ojos se alzan y su mirada se vuelve hacia lo que es atractivo: “la llanura del Jordán, que toda ella era de riego”. No ve los peligros. “Mas los hombres de Sodoma eran malos y pecadores contra Jehová en gran manera” (v. 13). Por el hecho de que había sido llevado siempre por la fe de otro y su fe no estaba ejercitada, le faltó discernimiento. Alza los ojos, ve, escoge, se va, habita en las ciudades de la llanura, y pone sus tiendas hasta Sodoma. Su elección compromete toda su casa y le habría llevado a perder su vida si Dios no hubiera intervenido en gracia, en respuesta a la súplica de Abraham (18:22-33).
Los creyentes que se contentan con seguir a sus hermanos, poniendo su confianza en ellos, están en peligro. La Palabra nos exhorta a acordarnos de nuestros pastores (o conductores, versión J.N.D. en francés), a imitar su fe, a obedecerles y a sujetarnos a ellos (Hebreos 13:7, 17). Sin embargo, en su medida, cada uno tiene que adquirir certidumbres y convicciones para sí mismo. Pues si hemos de permanecer aún algún tiempo en la tierra, llegarán los días en los cuales los que conducen serán quitados. ¿Qué hará entonces aquel cuya fe no fue ejercitada, que solo tiene un conocimiento muy débil de la doctrina, que no está afirmado en la verdad? Corre peligro de hacer como Lot, hacer malas elecciones que le comprometerán, con su casa y posiblemente aún con otros creyentes, en un mal camino.
Al dejar que Lot escogiera lo que quería, Abram se dejó guiar por Dios. No alzó sus ojos hacia ningún lado. Luego, después que Lot se apartara de él, Dios le dijo: “Alza ahora tus ojos, y mira” (Génesis 13:14). ¿No oímos también nosotros, esta voz que nos llama a alzar los ojos y mirar hacia la tierra prometida a nuestra fe? A menudo bajamos los ojos y solo vemos nuestras miserias, lo que nos lleva a gemir, a suspirar y ¡a veces aun a dudar! Sin embargo, más que alzar los ojos y mirar tal como invitó a hacerlo a Abraham, Dios nos invita a levantarnos e ir por la tierra, a lo largo y a lo ancho de ella (v. 17). ¿Conocemos bien nuestra tierra? ¿Nos damos cuenta de que desde ahora Dios “juntamente con él nos… hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús” (Efesios 2:6)? Si conocemos bien los lugares celestiales, ¡alzar los ojos será para nosotros algo indispensable! Qué gozo para nuestros corazones, qué aliento, qué consuelo, cuando nuestros ojos contemplan y admiran, más que el esplendor del lugar, la hermosura de Aquel que lo llena de su presencia.
Lot, al alzar sus ojos, vio las riquezas del mundo porque su corazón se había quedado en Egipto; Abram, al alzar sus ojos, vio las riquezas incomparables de la tierra prometida. Alcemos los ojos en la dirección correcta, allá donde están las verdaderas riquezas, hacia nuestra patria, el cielo.
“Y alzó sus ojos y miró, y he aquí tres varones que estaban junto a él;
y cuando los vio, salió corriendo… a recibirlos.”
(Génesis 18:2)
Abraham estaba solo, sentado a la puerta de su tienda. Y he aquí, tres hombres están de repente junto a él. Cuando alza los ojos y los ve, Abraham no manifiesta ninguna sorpresa, ni hace ninguna pregunta acerca de la identidad de estos tres visitantes. Parece que reconoce de inmediato que son mensajeros de Dios. A pesar del calor del día, corre a su encuentro y se postra en tierra. Al vivir en una comunión íntima con su Dios, lo sabe. Su falta en Egipto ha sido juzgada, su casa está en orden, no tiene nada que temer de semejante visita. Le será anunciado un motivo de gozo, el nacimiento de Isaac, y un motivo de tristeza, la destrucción de Sodoma donde vive Lot. Abraham acoge a estos tres hombres con gozo, diligencia y cordialidad.
Dios ya no se manifiesta a nosotros de la misma manera, pero ¿acaso no nos visita mediante toda clase de ejercicios y pruebas, dándonos también motivos de gozo y de agradecimiento? Todas las cosas nos son dadas según su sabiduría, porque nos ama, en vista de nuestro desarrollo y crecimiento espiritual. “Sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien” (Romanos 8:28). Pero ¿no estaríamos a veces preocupados si el Señor viniera a visitarnos corporalmente? ¿Podríamos alzar los ojos hacia él con serenidad, o los bajaríamos en señal de confusión?
Procuremos estar siempre en un lugar y en un estado donde su visita no nos haría sentir molestos. Entonces podremos alzar los ojos y mirar sin temor. Estemos atentos para reconocer la mano de Dios, y recibamos todo de él.
“Al tercer día alzó Abraham sus ojos, y vio el lugar de lejos…
Entonces alzó Abraham sus ojos y miró,
y he aquí a sus espaldas un carnero trabado en un zarzal por sus cuernos.”
(Génesis 22:4, 13)
¡Qué imagen tan hermosa de la cruz es esta escena en el monte Moriah! Cuando leemos que “alzó Abraham sus ojos, y vio el lugar de lejos”, pensamos en el Padre quien, en la eternidad pasada, ¡veía a lo lejos el monte Gólgota! ¡Sabía que, en ese lugar, en el tiempo que él había determinado, sacrificaría a su Hijo unigénito! Allí no habría carnero trabado en un zarzal por sus cuernos. Allí no habría ningún sustituto para que pueda escatimar a su Hijo. Porque solo “la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del mundo” (1 Pedro 1:19), podía rescatarnos de nuestra vana manera de vivir. ¡Insondable misterio que magnifica la santidad de Dios, su amor, su justicia, y que hace estallar la gloria del Padre!
Ahora también, al alzar los ojos, vemos “el lugar de lejos”. Pero miramos hacia atrás, porque la obra de redención está consumada. Vemos la cruz de lejos, nos postramos y adoramos al Padre y al Hijo en una misma alabanza. Y nuestra parte durante toda la eternidad será alzar aún los ojos para ver ese lugar. Esta contemplación será la que alimentará la alabanza eterna.
“Cuando alzó Jesús los ojos, y vio que había venido a él gran multitud,
dijo a Felipe: ¿De dónde compraremos pan para que coman éstos?”
(Juan 6:5)
Aquí vemos la profunda compasión de Jesús para con la multitud que le seguía, maravillada por sus milagros. Por su ejemplo, el Señor nos invita a alzar los ojos para ver a los que nos rodean. Cuidémonos de no estar demasiado ocupados en nosotros mismos. ¿Qué hacemos a favor de los que están alrededor de nosotros y que tienen grandes necesidades: los pobres, los afligidos, los ancianos, las ovejas débiles y enfermas, los incrédulos? Alcemos los ojos para ver las necesidades de nuestro prójimo y traigámosle lo que el Señor Jesús le quiere dar por medio de nosotros, con humildad, con sencillez de corazón y con un amor sincero y verdadero.
“Y Jesús, alzando los ojos a lo alto, dijo: Padre, gracias te doy por haberme oído.”
(Juan 11:41)
“Estas cosas habló Jesús, y levantando los ojos al cielo, dijo:
Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti.”
(Juan 17:1)
En estas dos circunstancias, al alzar los ojos, el Señor Jesús muestra su entera dependencia de Dios que está en lo alto. El Hijo de Dios podía resucitar a Lázaro por su poder. Además de su dependencia, el Señor muestra su deseo de que toda la gloria le corresponda a Dios. Después, cuando termina la plática que desde el capítulo 13 tuvo con aquellos a quienes amó hasta el fin, al colocarse más allá de la obra de la cruz, pide la gloria para sí mismo con el único objetivo de que el Padre sea glorificado.
Cuando contemplamos a Jesús en su vida y en su andar, siempre aprendemos algo para nosotros mismos. Mientras el hombre natural busca cómo liberarse de toda obligación y cómo lucirse, ¡el Señor Jesús nos enseña exactamente lo contrario! “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón” (Salmo 40:8). “Pero yo no busco mi gloria” (Juan 8:50). “Si yo me glorifico a mí mismo, mi gloria nada es; mi Padre es el que me glorifica” (v. 54).
Alcemos siempre los ojos a lo alto para cultivar nuestra relación de dependencia con nuestro amado Señor. Esto nos hará llevar fruto y glorificar a Dios: “En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos” (15:8). Dentro de poco ya no será necesario que levantemos los ojos al cielo, porque estaremos allí. Entonces, la oración del Señor se verá realizada: “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo” (17:24).
“Y había salido Isaac a meditar al campo, a la hora de la tarde;
y alzando sus ojos miró, y he aquí los camellos que venían.
Rebeca también alzó sus ojos, y vio a Isaac, y descendió del camello.
(Génesis 24:63-64)
Isaac alza los ojos y divisa a lo lejos a aquella a quien está esperando, a aquella que va a llevar a la tienda de Sara su madre, a aquella que en un instante va a ser su esposa. Rebeca alza los ojos y ve a Isaac que llega a su encuentro. Después de preguntar al siervo de Abraham, ella baja del camello y se cubre con su velo. Esta escena nos hace pensar en Cristo, el Esposo celestial, que divisa a lo lejos a su amada que llega, a aquella a quien pronto introducirá en la casa de su Padre. Como Isaac que meditaba a la hora de la tarde, así también el Esposo piensa en su Esposa y la considera con solicitud. La ve atravesando el desierto de este mundo, expuesta a las dificultades. La Esposa ve al Esposo quien viene a su encuentro, y reverentemente se prepara. Es preciso que su belleza sea para él solo.
Para la Iglesia aquí abajo, pronto será la hora del encuentro, del fin del viaje. El Esposo sigue con sus ojos a aquella que avanza penosamente. ¡Le costó tan caro y la ama tanto! ¡Que la Esposa alce sus ojos hacia aquel de quien se acerca con cada paso! Alcemos más seguido los ojos hacia Aquel que viene a nuestro encuentro.
“Y alzando ellos los ojos, a nadie vieron sino a Jesús solo.”
(Mateo 17:8)
La Palabra nos exhorta a “poner los ojos en Jesús” (Hebreos 12:2), a apartar la mirada de otros objetos y fijarla exclusivamente en uno solo. Pronto el Hijo del hombre establecerá su reino en gloria y nos asociará a él en su gloria. Al esperarlo, alcemos los ojos. ¡Que él sea el único objeto de nuestras miradas! “La luz de los ojos alegra el corazón” (Proverbios 15:30). Nuestros corazones regocijados por esta contemplación, y nuestros afectos hacia él reanimados en cada instante, de la abundancia del corazón hablará nuestra boca (Lucas 6:45), ¡para dirigir alabanza y agradecimiento desde ahora a Aquel a quien veremos cara a cara muy pronto y para siempre!