Corazones quebrantados

El corazón quebrantado del pecador (Lucas 7:36-38)

La escena transcurre en la casa de Simón el fariseo. Un hombre que se creía justo había invitado a Jesús a su mesa. Ahora bien, el acontecimiento central de esta escena no es el encuentro del Señor Jesús con su huésped sino el que tiene con una mujer que no había sido invitada, una pecadora notoria. Ella había escuchado hablar del Señor Jesús y vino al lugar donde se encontraba. Sufriendo por su culpabilidad, aprovechó la ocasión para descargar el peso que tenía sobre su corazón. Empujada por su angustia interior y atraída por la gracia del Señor, vino a casa del fariseo, se puso a los pies de Jesús y lloró.

Sus lágrimas daban muestra de su corazón quebrantado. Reconoció que era pecadora, fue sensible a las “riquezas de la benignidad” de Dios, y se dejó “guiar al arrepentimiento” por esa benignidad que se reveló en Jesús (compárese con Romanos 2:4). El Salvador no dejó ese corazón quebrantado sin respuesta. Todo aquel que viene a él de esta manera experimenta que su corazón es sanado. La mujer escuchó las palabras bienhechoras: “Tus pecados te son perdonados... Tu fe te ha salvado, ve en paz” (Lucas 7:48, 50).

Todo pecador tiene necesidad de esto: del perdón y de la paz. Lo obtiene por la fe. Hoy todavía el Señor desea sanar el corazón herido de los que viven sin Dios y sin perspectiva. El camino que tomó esta mujer es todavía hoy el único camino por el cual se obtiene el perdón y la paz. Todos los demás son caminos de error que no conducen a la salvación. El que viene al Señor consciente de su culpabilidad y de sus pecados, y cree en él y en su obra redentora, recibe sus palabras: “Ve en paz”.

El corazón quebrantado de los creyentes probados (Lucas 7:11-15)

Con el corazón oprimido por la tristeza, una viuda conducía a su hijo único a la tumba. Una angustia indecible, y probablemente numerosas preguntas sin respuesta, llenaban su corazón. Pero delante de los muros de la ciudad de Naín, la vida vino al encuentro de la muerte. El cortejo fúnebre debió detenerse cuando el Autor de la vida se acercó.

Con una mirada llena de amor, el Señor vio lo que había en el corazón quebrantado de esta madre, y fue conmovido por una profunda simpatía. “Cuando el Señor la vio, se compadeció de ella”. La angustia de la mujer no lo dejó indiferente. “No llores”, le dijo (v. 13). Es una palabra de consuelo para su corazón herido.

Luego, Jesús se reveló como el Señor de la vida y de la muerte. Tocó el féretro, y todos los que estaban allí pudieron escuchar sus palabras: “Joven, a ti te digo, levántate” (v. 14). La muerte debió soltar su presa. El corazón quebrantado de la madre fue sanado, su hijo le fue devuelto.

En un mundo donde todo pasa, la sombra de la muerte planea sobre cada uno y es ineludible. El mundo es el “valle de sombra de muerte”. Pero precisamente a este mundo vino nuestro Señor y Salvador. Él mismo experimentó lo que es vivir aquí; supo lo que significa la pérdida de un ser amado. Ante la tumba de su amigo Lázaro también vertió lágrimas.

Por eso nos comprende cuando pasamos por dificultades, cuando estamos enfermos, cuando estamos abatidos y tenemos el corazón oprimido. Es una gran cosa saber que nuestro Señor tiene el poder para ayudarnos. Pero no solo esto, nos hace gustar primero de su simpatía, nos ama, entra en nuestras circunstancias, y nos consuela: “No llores”. Puede secar las lágrimas y sanar los corazones quebrantados.

El Maestro obra de manera divinamente perfecta. Primero seca las lágrimas, luego trae la liberación. Nosotros quizás hubiéramos obrado de manera inversa. Pero el Señor quiere que aprendamos primero a conocer la dulzura de sus compasiones y luego su poder que da el socorro. En su sabiduría, él mismo decide cuándo y cómo nos ayudará. Dejémosle obrar. Algo es seguro: él sana los corazones quebrantados y venda las heridas; quiere que su paz llene nuestros corazones y nos sostenga en nuestras circunstancias difíciles.

Ninguno de nosotros tiene el poder de volver los muertos a la vida, pero el Señor quiere utilizarnos para ayudar a los demás. Cuando encontremos personas que tienen el corazón quebrantado, busquemos ayudarlas en el mismo espíritu que el Señor.

El corazón quebrantado del creyente en caída (Lucas 22:54-62)

Una escena totalmente diferente se abre ahora ante nosotros. Hombres malos, enemigos del Señor Jesús lo condujeron al patio del sumo sacerdote. Pedro le seguía de lejos. Poco tiempo antes había declarado, muy seguro de sí mismo, estar dispuesto a morir por su Maestro. Pero ahora, se establece una distancia entre él y el Señor. Entró en el patio de la casa donde se encontraba Jesús, pero se sentó entre los enemigos de su Maestro y se calentaba junto al fuego. ¿Qué sucedió? La tentación no se dejó esperar. Una criada le dirigió la palabra y el miedo lo invadió. Con insistencia se disoció de aquel sobre quien se concentraba el odio de todos. “No le conozco” (v. 57).

¿Vamos a colocarnos por encima de Pedro? Seguro que no. ¿Acaso nosotros no hemos negado al Señor en situaciones mucho más insignificantes? ¿En la escuela, en el trabajo, entre nuestros vecinos? Un poco de distancia interior con el Señor basta para que caigamos ante la menor tentación.

¿Y Jesús? ¿Tenía tiempo de pensar en su discípulo? Lo que lo hacía sufrir habría podido retener toda su atención. ¡Maravilloso Salvador! Su corazón estaba ocupado con Pedro. Sabía de antemano lo que iba a suceder, y esta negación lo afectó profundamente, pero no puso de lado a su discípulo. “Entonces, vuelto el Señor, miró a Pedro” (v. 61). Esa mirada entristecida y al mismo tiempo llena de amor fue como una flecha que alcanzó el corazón de Pedro y lo quebrantó. Este hombre corajudo y enérgico salió y lloró amargamente su falta.

El Señor tampoco nos abandonará. Con su mirada de amor, siempre se dedica a ponernos en la luz para alcanzar nuestros corazones. Su amor no cambia. No solo quiere sacudirnos y hacernos comprender dónde hemos faltado, sino que quiere también curarnos. En la mañana de la resurrección, encontró a Pedro y habló a su corazón. Poco después lo rehabilitó ante los demás discípulos. Este es siempre el objetivo del Señor. Quiere hacernos volver a una feliz comunión con él y hacer de nosotros siervos útiles para él.

El corazón quebrantado del Salvador

No podemos terminar estas breves consideraciones sobre corazones humanos quebrantados sin pensar en el corazón de Aquel que, justamente en el evangelio de Lucas, nos es presentado como el “Hijo del Hombre”.

Sus sentimientos se describen proféticamente en los Salmos: “El escarnio ha quebrantado mi corazón, y estoy acongojado. Esperé quien se compadeciese de mí, y no lo hubo; y consoladores, y ninguno hallé” (Salmo 69:20). Había sanado los corazones quebrantados, pero en el camino de la cruz estuvo solo con sus propios sufrimientos. Siempre estuvo presente cuando alguien necesitó ayuda. Manifestó su simpatía a los que estaban sumidos en el dolor. Pero en el momento en que él mismo pasó por la más grande angustia, el corazón de los demás se cerró.

Solo había sembrado amor, y la mayoría de las veces cosechó una amarga hostilidad. Incluso se le reprochaba su confianza en su Dios. ¿Y sus discípulos? ¿No esperaba el Señor el consuelo de su parte? Habían huido. Jesús debía seguir ese camino doloroso enteramente solo.

El salmo 22 expresa sus sentimientos cuando estaba colgado en la cruz: “He sido derramado como aguas, y todos mis huesos se descoyuntaron; mi corazón fue como cera, derritiéndose en medio de mis entrañas” (v. 14).

¿Quién de nosotros podría sondear lo que fue entonces la angustia del Salvador? ¡A él sean eternamente la alabanza y la gratitud!