“Si alguno hubiere cometido algún crimen digno de muerte,
y lo hiciereis morir, y lo colgareis en un madero,
no dejaréis que su cuerpo pase la noche sobre el madero;
sin falta lo enterrarás el mismo día, porque maldito por Dios es el colgado;
y no contaminarás tu tierra que Jehová tu Dios te da por heredad.”
(Deuteronomio 21:22-23)
Tal era la ley divina en el Antiguo Testamento. Dios la había establecido para casos de pecado particularmente graves. Los culpables, en primer lugar, eran condenados a muerte comúnmente por lapidación, y luego eran colgados en un madero, a la vista de todos, para servir de ejemplo. Así, todos sabían lo que le ocurriría al que cometiera “algún crimen digno de muerte”. Atraía sobre él la ira de Dios y, por su obra, se ponía bajo la maldición y el juicio de Dios.
Encontramos en la Biblia varios ejemplos de la aplicación de este mandamiento. En Números 25, Dios, con motivo de un gran pecado del pueblo, dio la orden a Moisés de ahorcar a sus príncipes para que “el ardor de la ira de Jehová se apartara de Israel” (v. 4). Al ejecutar esta orden, Moisés mostraba que aceptaba cabalmente el juicio de Dios sobre el pecado cometido. Vemos también la aplicación de esta instrucción divina en el tiempo de Josué (Josué 8:29; 10:26). En todos los casos se trataba de ejecutar, de forma visible a todos, el juicio según el pensamiento de Dios. Pero los que colgaban en el madero no eran personas vivas, sino cadáveres. La exposición de esos cadáveres a la vista de todos durante todo un día debía advertir seriamente a los israelitas lo que acontecería a los que estuviesen bajo el juicio divino. ¡Qué horrible espectáculo! No podía mostrar con más claridad lo que significaba estar bajo la maldición de Dios. Solamente por la tarde, al ponerse el sol, se bajaba a los cadáveres para enterrarlos.
En Gálatas 3, guiado por el Espíritu de Dios, Pablo se refiere a este mandamiento del Antiguo Testamento. “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero)” (v. 13).
Manifiestamente, los judíos que mataron al Señor Jesús conocían este pasaje de Deuteronomio, ya que no querían que los cuerpos de los crucificados quedasen en la cruz un sábado, por lo que le pidieron a Pilato que se les quebrasen las piernas y fuesen quitados de ahí. ¡Qué odiosa hipocresía la de estos hombres!
A pesar de los múltiples testimonios que demostraban la inocencia de Jesús, ellos reclamaron con vehemencia su muerte, como si hubiera cometido “algún crimen digno de muerte”. Pero él “no hizo pecado”, “no conoció pecado”, “no hay pecado en él”, “ningún mal hizo” (1 Pedro 2:22; 2 Corintios 5:21; 1 Juan 3:5; Lucas 23:41). Jesús podía decir de sí mismo: “El que me envió, conmigo está; no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada” (Juan 8:29). Y, sin embargo, fue tratado como un malhechor, según las prescripciones del Antiguo Testamento. Con una siniestra satisfacción, los jefes del pueblo pudieron ver a este hombre crucificado “en medio” de los malhechores. “Entre tanto, ellos me miran y me observan” (Salmo 22:17).
¿Qué sentimientos había en el corazón de nuestro Salvador? Él conocía las Escrituras. ¡Que indescriptible sufrimiento para él ser tratado como alguien colgado en un madero para servir de ejemplo a todo el mundo con tal juicio! Y fue colgado en el madero vivo.
El que agradó a Dios cada día de su vida, fue puesto públicamente como un hombre que cometió “algún crimen digno de muerte”. ¡Y Dios guardó silencio! No intervino, sino que permitió a los hombres que trataran a su Hijo de esa manera. Esto era necesario para que sus propósitos de gracia pudieran llevarse a cabo. Crucificaron con él a dos malhechores, uno a su derecha, y el otro a su izquierda. “Y se cumplió la Escritura que dice: Y fue contado con los inicuos” (Marcos 15:28). La expresión “inicuos” se refiere también a quienes ignoran voluntariamente las exigencias y los derechos de Dios. El Señor Jesús fue puesto a la par de tales personas.
Los hombres querían darle “con los impíos su sepultura” (Isaías 53:9). Y, sin embargo, él podía decir con toda justicia: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado” (Salmo 40: 8). Querían sepultarlo con los que estaban fuera de la ley —quienes, por este motivo, estaban excluidos del pacto de Dios con su pueblo— al que había venido para cumplir la ley (Mateo 5:17).
Pero Dios intervino en favor de su Amado. Primero, veló por que Jesús estuviese “con los ricos en su muerte” (Isaías 53:9), y no donde se acostumbraba a enterrar a los ajusticiados. Un hombre rico de Arimatea, con permiso de Pilato, envolvió el cuerpo de Jesús en una sábana y lo puso en su propio sepulcro (Mateo 27:57-60).
Luego, Dios resucitó a Jesús. Muchos pasajes de los Hechos lo mencionan, y subrayan el contraste con lo que los hombres le hicieron (2:24, 32; 3:15; 4:10; 5:30; 10:40; 13:30, 34, 37). Dios “resucitó de los muertos a nuestro Señor Jesucristo, el gran pastor de las ovejas” (Hebreos 13:20).
El ascenso de Jesús, o su elevación a la gloria (1 Timoteo 3:16), completa la respuesta de Dios al desprecio y crueldad de los hombres contra su Hijo. Aquel a quien ellos “mataron colgándole en un madero”, fue “alzado... al cielo” (Hechos 5:30; 1: 9, 11). Dios lo ha “coronado de gloria y de honra” (Hebreos 2:9) lo “ha exaltado con su diestra por Príncipe y Salvador” (Hechos 5:31). “Él es el que Dios ha puesto por Juez de vivos y muertos” (Hechos 10:42). Él es “cabeza sobre todas las cosas” y todo está sujeto bajo sus pies (Efesios 1:22; Hebreos 2:7-8). Las numerosas referencias a la gloria de nuestro Señor en los escritos del Nuevo Testamento contrastan con la manera en que los hombres lo trataron.
El Señor Jesús soportó toda esta vergüenza para salvarnos. ¡A él sea nuestro agradecimiento y nuestra adoración desde ahora y para siempre!