¿Seguir adelante sin compañía?

Sólo aquel que ha vivido personalmente días de luto, sabe lo que significa para los que quedan, cuando una persona querida cierra para siempre los ojos. Ella formaba parte de nuestro ser personal, de manera que nos parece como si una parte de nuestra propia vida nos hubiese sido arrancada. El círculo de nuestras mutuas relaciones ha sido cortado y el corazón se contrae. Lo único que nos queda es el recuerdo. Inolvidables son los años y las horas pasados en compañía del finado. ¡Qué dolorosa es la experiencia y el sentimiento de soledad que viene a adueñarse de nosotros! ¿Cómo puede seguir adelante la vida sin el padre, sin la madre, sin el marido, sin la esposa, sin el hijo, sin el amigo? Al dolor interno se añaden los problemas externos y las nubes de la preocupación nos obscurecen el horizonte. Lo queramos o no, en nuestra vida se cambian algunas cosas. ¡Tenemos que intentar seguir solos adelante! — pensamos nosotros.

Pero, ¿tenemos verdaderamente que seguir adelante solos? ¿Conoce usted a aquel que ha dicho: “He aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:20)?

¿Son éstas, para usted sólo palabras huecas y sin ningún significado? ¿No es Jesucristo una realidad todavía en su vida?

Los discípulos, a los que el Señor Jesús dirigió estas palabras, vivieron en su compañía durante más de tres años. Para ellos fue éste, sin duda, un tiempo hermoso y lleno de bendiciones. Ninguna otra persona, a pesar de las deficiencias, faltas y pecados de ellos, les hubiera amado tanto como Él los amó. Con una fidelidad sin parangón proveyó, día tras día, a todas sus necesidades. Encontraron en Él, en todo tiempo, oído atento y total comprensión para todas sus preguntas y problemas. ¡Qué reconfortante era para sus almas oír las palabras que Él les dirigía! ¡Qué plenitud de sabiduría y de verdad se manifestaba en esas palabras, pero también cuánto amor!

No, jamás se habrían arrepentido de haber sido sus discípulos.

Pero entonces llegó la última primavera que pasarían con Él. ¡Qué vivo permanecía el recuerdo de esos últimos días! Entonces les hacía frecuentes referencias a sus próximos sufrimientos y a su muerte. Les declaraba estas cosas del Antiguo Testamento con toda claridad. Les mostraba allí que Él, el Cristo, por encargo de Dios, tenía que entregar su vida por ellos y por todos los pecadores. Así, añadió una vez: “Para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16), Entonces los discípulos no podían comprender que su muerte fuese para ellos necesaria. Les hubiera gustado más seguirle por las ciudades y por los pueblos para ayudarle, cuando predicaba y curaba a los enfermos. ¿No era, pues, Él, el prometido Rey de Israel? ¡Cómo les hubiera gustado instaurar con Él su reino de paz!, pero ya les había dado a entender que esto no era posible. “De cierto, de cierto os digo (les dijo en cierta ocasión) que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto” (Juan 12:24).

Sin la muerte expiatoria de Jesús, nadie podría salvarse. Pero así, toda persona tiene la posibilidad de alcanzar el perdón de sus pecados, la salvación y la vida eterna. Y esto, sin hacer nada de su parte. Si reconoce sus pecados y confía en el pleno valor de la obra de Cristo, entonces ha descubierto el verdadero sentido de su vida: “Servir al Dios vivo y verdadero” (1 Tesalonicenses 1:9).

En la última reunión íntima en el salón alto, los discípulos escucharon sus palabras de despedida, llenas de amor y de consuelo. Les habló tanto de su muerte como de su resurrección, y relacionó con ello la preciosa promesa: “No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros” (Juan 14:18). Así, pues, no serían dejados solos.

Y, ¿qué ocurrió después? Él, el Hijo del Dios viviente, el todopoderoso creador del universo, estuvo como cordero entre lobos. Contra las falsas acusaciones no se defendió. En todas las torturas que sus verdugos le infligieron, no amenazó con vengarse. Se dejó vituperar, escupir, injuriar, soportó los azotes y llevó la corona de espinas. Después de esto, oró en la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). ¡Y luego murió! La obra de la redención estaba consumada. El grupo de los curiosos se volvió a la ciudad y en el Gólgota hubo silencio. El pálido mártir sobre la cruz de en medio, colgaba con la cabeza inclinada. Había entregado “su vida hasta la muerte” (Isaías 53:12). De la herida abierta en el costado de su ultrajado cuerpo salió sangre y agua. Uno de sus discípulos, José de Arimatea, vino con otros y descolgó su cuerpo de la cruz. Lo envolvieron en una sábana de lino fino y lo colocaron en un sepulcro nuevo, abierto en una roca. A continuación, rodaron una piedra grande para cerrarlo.

¿Todo había terminado aquí? ¿Tenían los discípulos que seguir solos adelante, con el corazón dolorido?

No, ¡Dios le resucitó! ¡Cristo resucitó verdaderamente! Con qué rapidez se divulgó entre sus discípulos este mensaje de gozo! Ocurrió tal como Él les había anunciado: “Después de tres días resucitaré” (Mateo 27:63).

Y así vino, como el resucitado, otra vez a los discípulos. ¡Cómo se alegraron cuando volvieron a ver al Señor! Con muchas pruebas indubitables se presentó a ellos como vivo, apareciéndoseles durante cuarenta días. ¡Cuánto les hubiese gustado que se quedase con ellos! Pero llegó el día de su ascensión a los cielos y, desde entonces, se hizo invisible para los discípulos.

¿Le habían perdido acaso? ¿Tenían, desde ese momento, que seguir adelante solos? ¡De ninguna manera! Después de haber sido ocultado de su vista, se volvieron “a Jerusalén con gran gozo; y estaban siempre en el templo, alabando y bendiciendo a Dios” (Lucas 24:52-53).

Ahora, sus corazones estaban dominados por la bendita certidumbre: ¡Jesús, nuestro Señor y Salvador, vive! En todo lugar, aun cuando es invisible, está con nosotros. Ya les había advertido, consolador, antes de su ascensión: “Y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:20).

Esta certidumbre es para todos los discípulos de Jesús un divino legado, un consuelo imperdible. ¡Nunca jamás solos! Este conocimiento nos lo confirma también el Espíritu Santo, el que desde el día de Pentecostés vive en todos los creyentes. El Señor Jesús le ha llamado “el Consolador” (Juan 14:26). Éste posibilita una viviente y preciosa comunión con el Hijo de Dios.

Así que, ¡nunca jamás solos! Como exhortación para todos los creyentes, escribió Pedro acerca de Jesús: “a quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso” (1 Pedro 1:8).

¡Cuán seguro y consolador es el camino de la fe para los redimidos! ¡Nunca jamás solos en este tiempo y en la eternidad!

Usted tampoco debe seguir solo adelante. Jesús, el resucitado, quiere ser para su corazón una viviente realidad. También a usted quiere consolarle con la certeza de su presencia. Se alegra si viene a Él: “Así os digo que hay gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente” (Lucas 15:10).

Si por medio de lo leído adquiere confianza en Él y le toma en serio, puede también encomendarle todas sus dificultades, preocupaciones y problemas externos y esperar su ayuda. Jamás le defraudará. Le animamos sinceramente a dar este paso de la fe.