Al abordar este asunto, pido a Dios que me guíe y me permita ser claro, breve y completo. El tema es vasto, pero su amplitud no debe impedir que se tracen sus líneas principales y hacerlo de manera bastante simple como para ser comprendido por todo lector apegado al Evangelio. Este es mi deseo ante nuestro Señor y Salvador Jesucristo, jefe de su Iglesia, cabeza del Cuerpo y Señor sobre su casa.
¿Se es miembro de una iglesia o de la Iglesia?
Según la Biblia, la Iglesia es el conjunto de los rescatados por el Señor Jesús, hijos de Dios por su nuevo nacimiento (Juan 1:12-13), salvos por gracia, por medio de la fe (Efesios 2:8) y lavados de sus pecados por la sangre de Jesús (1 Juan 1:7) y han puesto su confianza en el valor de su obra en la cruz. Han recibido el amor de Jesús en sus corazones y así han llegado a ser participantes de la naturaleza divina (2 Pedro 1:4). Este conjunto constituye la casa sobre la cual Jesús fue establecido como Hijo (Hebreos 3:6), el único rebaño del cual él es el único Pastor (Juan 10:16).
Pese a la actual dispersión de los hijos de Dios y a la multiplicación de congregaciones, iglesias y grupos diversos, no hay más que una sola Iglesia reconocida por Dios, aunque sea apenas visible. Sus miembros pueden estar separados unos de otros por toda clase de barreras, pero no por ello están menos unidos indisolublemente por un lazo vital, divino y eterno (2 Corintios 1:21). Su seguridad está garantizada por el Señor mismo y por Dios, su Padre, pues nadie puede arrebatar las ovejas de las manos del buen Pastor (Juan 10:28-29).
Para algunos se plantea entonces esta pregunta: ¿Estoy unido a mi iglesia o a mi Salvador? ¿Debo contentarme con seguir las tradiciones de mi familia en el plano religioso sin tener que ver personalmente con el Señor y Salvador Jesucristo? ¿Los ritos y los sacramentos que me han sido administrados serán suficientes? ¿No son más bien como un almohadón que invitara a la pereza espiritual, o incluso como una pretensión de méritos particulares? Recordemos lo que Juan el Bautista decía a los fariseos que acudían a él: “No comencéis a decir dentro de vosotros mismos: Tenemos a Abraham por padre” (Lucas 3:8). Por cierto, ser de la familia de Abraham no les servía de nada si no participaban de la fe del patriarca.
Ocurre hoy lo mismo con toda confesión religiosa: nuestra inscripción en el registro de una congregación no nos da la salvación, sino que ésta proviene de nuestra fe en la obra que Jesús cumplió en la cruz. Para hablar más claramente: podemos decir que sólo aquel que ha aceptado a Jesús como su Salvador forma parte de la Iglesia de Dios —sea católico, protestante o de una denominación cualquiera—; pero aquel que no ha abierto su corazón a la gracia de Dios, así sea miembro de cualquiera de esas confesiones religiosas, no es miembro de la Iglesia de Dios. Cada uno deje, pues, que la luz divina penetre en su corazón a fin de que lo lleve a confesar su pecado ante Dios y a recibir el perdón y la vida eterna al creer en el nombre del Hijo de Dios (1 Juan 5:13).
La Iglesia: cuerpo de Cristo
El apóstol Pablo desarrolló esta verdad en muchas de sus epístolas. Cuando ocurrió su conversión en el camino a Damasco, él recibió esa revelación por voz de Jesús: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?… ¿Quién eres, Señor?… Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (Hechos 9:4-5). Esos pobres creyentes perseguidos y dispersados eran una sola cosa con Jesucristo en el cielo. ¡Qué sorprendente descubrimiento para el joven y ardiente fariseo que creía prestar un servicio a Dios! (Gálatas 1:14).
Un cuerpo es un organismo vivo, con funciones diversas pero interdependientes. Esas funciones son ordenadas por el sistema nervioso que a su vez depende del cerebro. La imagen, pues, es elocuente cuando la Palabra de Dios habla de la Iglesia, cuerpo de Cristo, diciendo que Él es su cabeza y que cada creyente es un miembro determinado de ese cuerpo (1 Corintios 12:27 y 15). Mientras se encuentra en la tierra, esta Iglesia es testigo de su Señor. ¡El Espíritu Santo habita en ella! (1 Corintios 3:16).
Cuando, en una localidad dada, los creyentes se encuentran reunidos al nombre del Señor, sin otra calidad que la de ser miembros del cuerpo de Cristo, no teniendo más que al Espíritu Santo como director y a Jesús como centro, esa reunión es una expresión local de la Asamblea de Dios, de la Iglesia, cuerpo de Cristo (1 Corintios 1:2). Las enseñanzas dadas en el capítulo 12 de la primera epístola a los Corintios son aplicables a tal reunión, incluso si es realizada con gran debilidad.
Muchos versículos de la Palabra de Dios se refieren a este aspecto de la Iglesia (Mateo 18:17 y 20; 1 Tesalonicenses 1:l), pero en general es vista en su universalidad, sea comprendiendo a todos los creyentes vivos (Efesios 4:4 y 16), sea incluso englobando al conjunto de todas las épocas desde Pentecostés hasta la venida del Señor (Efesios 1:22-23). Esta visión global de la Iglesia nos conduce a subrayar el lado celestial de su vocación. El Señor le es dado por cabeza (Efesios 1:22-23). Como Adán en Edén no debía quedar solo (Génesis 2:18), igualmente Cristo, el segundo hombre, no estará solo en la gloria. Eva le fue dada a Adán para que fuese una sola carne con él (Génesis 2:23) y lo mismo ocurre con Cristo y la Iglesia. ¡Este es un gran misterio! Y cuánto ennoblece también al matrimonio, cuya institución es a imagen de la unión de Cristo y de la Iglesia (Efesios 5:32-33).
La Iglesia: esposa de Cristo
El pensamiento sugerido por la alusión a Adán y Eva nos conduce a esta otra verdad: la Iglesia es la esposa de Cristo. Además de las imágenes que de ello tenemos en muchos personajes del Antiguo Testamento: Rebeca para Isaac (Génesis 24), Asenat para José (Génesis 41:45), etc.; el Nuevo Testamento habla abiertamente de esta unión de Cristo y de la Iglesia, comparándola a la unión conyugal (Efesios 5:22-23). Ya Juan el Bautista, al enterarse de que los fieles del pueblo acudían a Jesús, podía decir: “El que tiene la esposa, es el esposo” (Juan 3:29), mientras que él mismo, el amigo del esposo, no podía formar parte de esta “esposa”, pero se regocijaba asistiendo a ese preludio de las bodas del Cordero (Apocalipsis 19:7).
La porción de las Escrituras que es más convincente a este respecto se encuentra en el capítulo 5 de la epístola a los Efesios. En ocasión de formular la exhortación dirigida a los cónyuges, el apóstol compara esas relaciones conyugales con el vínculo que une la Iglesia a Cristo. La sumisión de la Iglesia al Señor y el amor del Señor hacia su Iglesia son los argumentos utilizados para enseñar a los esposos en cuanto a su comportamiento recíproco. Después de haberse entregado por ella, el Señor cuida todavía de su Iglesia con el objeto de hacerla más conforme a su deseo. La purifica, la santifica, la sustenta y la cuida (Efesios 5:26 y 29). A tal efecto, le ha dado su Palabra, la cual obra en el corazón y la conciencia de cada creyente a fin de producir en él afectos que respondan a los de su Salvador.
Se acerca el día de la realización del propósito divino, cuando Jesucristo habrá de presentarse a la Iglesia “a sí mismo, Iglesia gloriosa, no teniendo mancha, ni arruga ni otra cosa semejante, sino que fuese santa e inmaculada” (Efesios 5:27 V.M.). Entonces serán celebradas las bodas que, según la parábola, Dios previó para su Hijo (Mateo 22:2), cuando el dichoso cortejo de las vírgenes prudentes escoltará al Esposo para la gloriosa ceremonia (Mateo 25:1-10). El capítulo 19 del Apocalipsis anuncia su realización y el cielo se conmueve, haciendo resonar cuatro “aleluyas” (v. 1, 3, 4 y 6). Los juicios preparatorios tuvieron lugar en el mundo en el curso de los capítulos precedentes y ha sido juzgada la falsa Iglesia, llamada la gran ramera, la gran Babilonia que ha corrompido a la tierra (Apocalipsis 18:2 y 19:2). Antes que el Señor aparezca en su gloria real, acompañado por aquellos que se hayan colocado al amparo de su obra (2 Tesalonicenses 1:10 y Apocalipsis 19:14), su unión con la esposa se celebra en el cielo. Su título de Cordero es manifestado como rúbrica de la obra cumplida en la cruz (Apocalipsis 19:9 y Juan 1:29), por la cual adquirió todos los derechos para asumir el gobierno del mundo (Juan 5:27; Hechos 10:42 y 17:31), pero también todos los derechos sobre el corazón de sus redimidos. La vestidura con la cual es vestida la esposa en estas circunstancias habrá sido preparada en la tierra durante el largo tiempo de permanencia de la Iglesia aquí abajo. Ella fue puesta en la tierra como testigo de Cristo, y lo que la gracia haya producido en ella será su adorno, para gloria de su celestial Esposo.
Al recibir de Ti los rayos de luz pura,
Tú, de justicia el sol, de Dios el resplandor,
La Iglesia mostrará en la gloria futura
La santa perfección de su Esposo y Señor.
Durante la espera de ese evento dichoso, la Iglesia es conducida, por el Espíritu Santo, a desear con ardor a su divino Esposo. Cuando por última vez en la Palabra del Señor se presenta a su Iglesia diciéndole: “Yo soy.. la estrella resplandeciente de la mañana”, un grito se eleva espontáneamente del corazón de sus rescatados. Cada uno de ellos es invitado a unir su voz para decir “Ven” (Apocalipsis 22:16-17), pues al llamamiento colectivo le corresponde un llamamiento individual hecho a cada miembro de esta Iglesia muy amada.
¿Habrá alguien que aún no pueda asociarse a ese clamor de la esposa por no haber respondido personalmente al llamamiento de su Salvador?
Le invitamos con insistencia a abrir ahora su corazón al Evangelio: “El que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente” (Apocalipsis 22:17).
La Iglesia: casa de Dios
El Señor Jesús declaró en el evangelio: “…sobre esta roca edificaré mi iglesia” (Mateo 16:18). Él es, pues, quien la construye y quien reúne los materiales con un conocimiento perfecto. Las “piedras vivas” son edificadas como casa espiritual de la que Cristo es el fundamento, la piedra angular (1 Pedro 2:4-5). A semejanza del templo de Jerusalén, esta “casa” es la morada de Dios en el Espíritu (Efesios 2:22). Es un lugar de comunión donde se gusta lo que Dios da y donde se ofrece lo que él desea recibir. Allí se expresa la alabanza y la adoración de los corazones, esos “sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1 Pedro 2:5).
La idea de casa sugiere también la morada común de aquellos que son parte de ella. “¡Mirad cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía!” (Salmo 133:l). Ello fue realizado en el plano material en los primeros días de la historia de la Iglesia, pero no fue más que una muestra de lo que debería caracterizar a la Iglesia en el plano espiritual (Hechos 2:44). Si Jesús fuera verdaderamente el único centro de toda reunión, si la autoridad de la Palabra fuera reconocida como la única verdadera y la acción del Espíritu, no obstaculizada, fuera reconocida como único poder, habría todavía una manifestación visible de la unidad. Las denominaciones diversas desaparecerían y no sería aplicada a los creyentes ninguna otra etiqueta que la de “cristianos” (Hechos 11:26). Pero, lamentablemente, las formas exteriores varían tanto como los ritos y todo lo que el hombre ha agregado a la Palabra de Dios. De todo ello resulta una mezcla confusa. Es la “casa grande” en la cual los vasos de oro y de plata son yuxtapuestos con aquellos de madera y de barro (2 Timoteo 2:20).
Sólo el Señor puede diferenciarlos, pero ordena al creyente que se aparte de la iniquidad y se purifique de lo que deshonra a su Dios (2 Timoteo 2:19 y 21).
Aunque la casa generalmente sea considerada como edificada por el Señor, hay un pasaje de las Escrituras que enfoca otro aspecto (1 Corintios 3:10-15). Como resultado de haber sido confiada esa edificación a la responsabilidad del hombre, la apariencia exterior de la casa muestra el estado de ruina rápidamente manifestado durante su historia. Los obreros aportaron materiales que no resisten al fuego: madera, heno, rastrojo (u hojarasca). Es un volumen considerable que no contiene ninguna realidad concreta; una profesión de fe, una adhesión a principios, pero no un corazón que haya sido regenerado; es la gran masa de aquellos que han recibido el bautismo sin haber aceptado a Jesús como su Salvador personal. Por el contrario, obreros conscientes han puesto oro, plata, piedras preciosas, todos materiales estables que simbolizan a los redimidos por el Señor, miembros de la familia de Dios, la verdadera Iglesia de Cristo.
A pesar del aspecto lamentable de tal construcción, como lleva la calificación de cristiana y está sobre el verdadero fundamento, el cual es Jesucristo, el Señor la reconoce todavía y le dirige sus advertencias. Así lo vemos en los capítulos 2 y 3 del Apocalipsis bajo la forma de siete cartas enviadas a las iglesias de Asia. Pero no me detengo más sobre este punto.
Debemos tener en cuenta otro pasaje de la Biblia que se refiere a la Iglesia como casa de Dios: el final del capítulo 2 de la epístola a los Efesios. Al dirigirse a creyentes salidos de naciones paganas, el apóstol subraya la lejanía de ellos respecto del pueblo judío. “Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo… Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia (o casa) de Dios” (Efesios 2:13 y 19). Dios había elegido un pueblo; Israel era su casa, sobre la cual había establecido jueces, profetas, reyes y sacerdotes. No formaban parte de ella más que aquellos que podían probar su pertenencia a la familia de Abraham. Desde la venida de Cristo fue establecido un nuevo orden de cosas y los límites judíos fueron abolidos. La verdadera casa de Dios en la tierra no es más el pueblo judío con su templo, sino el conjunto de los creyentes, los redimidos por Cristo de toda lengua, pueblo y nación (Gálatas 3:28; Efesios 3:6; Apocalipsis 5:9). “Edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo, en quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor” (Efesios 2:20-21).
A esta idea de edificio está ligada la revelación de la ciudad que encontramos en Apocalipsis 21 y 22. También aquí la Iglesia, la esposa de Cristo, nos es mostrada bajo este aspecto simbólico (Apocalipsis 21:9-11). Después de los mil años del reinado de Cristo, cuando se establece el estado eterno, la Iglesia todavía es vista, bella como en el día de las bodas, para compartir la gloria de su Esposo (Apocalipsis 21:2). Es el cumplimiento del consejo divino, la realización definitiva del deseo de Cristo. Tal es el destino de la Iglesia y tal su esperanza.
Para concluir, deseo subrayar aún el verdadero carácter de la Iglesia según el pensamiento de Dios en su Palabra. Esta Iglesia —compuesta por todos aquellos que han sido liberados del poder de las tinieblas y de la muerte moral en la que yacían, para ser hechos hijos de Dios por la fe— tiene por destino estar eternamente con Jesucristo, su Salvador y su Esposo. Mientras está en la tierra, es responsable de manifestar aquí los caracteres morales de Aquel a quien ha sido prometida. Sus frecuentes infidelidades no anulan la promesa de Dios a su respecto, y se acerca el día en que esa promesa se cumplirá. Su papel en la tierra no es dirigir la política del mundo, pues en él es extranjera, pero su presencia aquí abajo ejerce una influencia benéfica, ya que es el heraldo de su Salvador, un testigo de Jesús. “Así que, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios” (2 Corintios 5:20).