Muerto, sepultado, resucitado

(Extracto de una meditación sobre el final de los evangelios)

 

Los evangelios terminan de una manera que está en relación con el carácter propio de cada uno de ellos. No tengo el propósito de entrar en el detalle de una comparación, pero sí de poner ante el corazón de cada uno este simple pensamiento: el Señor no dejó la tierra sin darse a conocer a los suyos como el Cristo resucitado, sin hablarles una vez más.

Él dejó la tierra a ocultas del mundo. Una vez que los hombres hubieron clavado al Señor en la cruz y le horadaron el costado, no pusieron más sus manos sobre él. Sabemos cómo descendió el Señor de la cruz. Dios preparó un servidor, José de Arimatea, quien era un hombre rico. Cuando Dios tiene necesidad de un hombre rico, lo emplea en su condición, tal como lo hace con un pobre cuando tiene necesidad de él. Así hace surgir a José de Arimatea, quien va a demandar el cuerpo de Jesús.

Los actos que han rodeado la sepultura del Señor, del único Justo, son muy sobriamente descritos en la Escritura. Nos conviene, allí como en otras partes, atenernos estrictamente a esta sobriedad dictada por el Espíritu Santo; por otra parte, esta sobriedad por sí misma reviste las cosas de una grandeza que concuerda con la persona del Señor. No nos corresponde dar precisiones sobre aquello que Dios mismo vela y reviste de un decoro adecuado a la grandeza de Aquel que consintió en rebajarse; si el Señor se rebajó fue porque era grande, si se anonadó, fue porque era Dios. Una criatura que abandona su lugar, aunque sea para rebajarse, peca. La perfección práctica de una criatura consiste en permanecer allí donde Dios la ha puesto. En cambio, siendo Dios, el Señor tenía atribuciones para anonadarse; era una prerrogativa divina; y, si se pidieran pruebas de la divinidad del Señor, no debería olvidarse ésa: el hecho de que el Señor pudo anonadarse. La gloria del Señor brilla en todo, incluso cuando se rebaja.

La humanidad del Señor era absolutamente real; es inexplicable, inescrutable: “Nadie conoce al Hijo, sino el Padre” (Mateo 11:27); no se pueden separar en él las dos naturalezas; es imposible, y tan sólo pretenderlo es pecar. Intentarlo es —como la experiencia lo ha demostrado— internarse en un camino muy resbaladizo, del que nadie ha podido salir indemne o sin sentirse culpable de alguna blasfemia respecto de la persona del Señor.

El es Dios y es hombre; pero no corresponde a la vista humana separar las dos naturalezas. Es el Señor, Dios manifestado en carne.

Tenemos, pues, la sepultura de un hombre que es el muy amado Hijo de Dios. Acaba de pasar por ese momento indecible de las tres horas de la cruz. En esas tres horas, en las que el hombre desaparece, todos los derechos de Dios, toda la gloria de Dios, todo ello se ve desplegado en su acto, acto judicial: Dios que sale de su lugar y da curso a su cólera, sólo a ella. Durante esas tres horas sombrías de la cruz, esa cólera no fue atenuada. El objeto de la perfecta delicia de Dios era el objeto de su cólera total; y si el Señor aceptó encargarse de la salvación del pecador y llevar los pecados de los hombres pecadores, era necesario que fuera tratado sin ninguna misericordia. Es éste el misterio de la ofrenda del Señor Jesús, impenetrable misterio ante el cual no nos detendremos nunca con bastante reverencia. Insondable misterio el de este encuentro en el que Dios-Hijo, el Señor Jesús, se presentó para agotar, de una vez por todas, la cólera de Dios contra nosotros y cumplir algo que no debía renovarse, pero que no podía ser detenida. Por ello la Escritura repite: “una vez”, una vez para siempre (Hebreos 7:27; 9:12, 26; 10:10).

Lo que esta escena de la cruz nos hace evocar a los creyentes, lo que hace evocar como fuente de meditación, es infinito. Sentimos que allí se trata de la propia gloria de Dios, de lo que es Dios frente al mal. Era preciso que Dios enfrentara al mal de una vez por todas y tal enfrentamiento tuvo lugar en la cruz. Cuando pensamos en el Señor, es necesario hacerlo con reverencia, sin apartarnos de los límites de la Escritura y de los términos que ella emplea, fuera de los cuales resbalamos en el terreno humano, sea el de la irreverencia, sea el del racionalismo. Por la fe vemos su cuerpo sangrante, su cuerpo traspasado, su sangre que clama. La obra que Jesús cumplió, la cumplió a vista de los hombres, a vista de los ángeles, la cumplió sumido en la vergüenza. Ninguno de nosotros querría verse exhibido de esa manera, y no hablo de la expiación, sino simplemente de las condiciones en las cuales el Señor fue expuesto a las miradas de todos los hombres y ante el diablo y sus ángeles: sumido en la vergüenza. Ningún oprobio le fue evitado, ninguno; y Dios lo permitió, Dios guardó silencio: “Esta es vuestra hora, y la potestad de las tinieblas” (Lucas 22:53), dijo el Señor. “¡Padre, sálvame de esta hora! Mas para esto he llegado a esta hora” (Juan 12:27).

Queridos amigos, detengamos nuestros corazones, a menudo llenos de vértigo y distraídos por la más insignificante bagatela más bien que ocupados en la cruz del santo Hijo de Dios. El Justo es el título que Dios le da y que incluso hace proclamar por un soldado romano: “Verdaderamente este hombre era justo” (Lucas 23:47). Es su título: Jesucristo el Justo. “Habéis condenado y dado muerte al justo, y él no os hace resistencia” (Santiago 5:6). Tenemos poca idea de lo que es el Señor, de lo que es el Justo, pues estamos entretejidos de injusticia y el pecado no siempre pesa lo suficiente en nuestra conciencia, de manera que, ante un mal pensamiento, pronto lo olvidamos para caer en otro. Pero todo ello pesó sobre el Señor cuando, por el menor pensamiento ligero que pasó por el espíritu de un creyente, Cristo debió responder ante el despliegue de la majestad de Dios.

Ah, nuestra medida de las cosas divinas es quizá muy limitada. Uno de los éxitos del Enemigo consiste en limitarla cada vez más; pero Dios, sin embargo, no cambia. Conservemos, pues, ante nosotros la escena de nuestro Señor Jesucristo exhibido en la cruz durante las tres horas de tinieblas.

El encomendó su espíritu: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23:46). Y luego, Dios dirige a José de Arimatea y a Nicodemo para hacerse cargo del cuerpo de su Hijo muy amado. ¿Qué había en el corazón del Padre cuando su Hijo era castigado con los golpes de la cólera divina? ¿Qué había en el corazón del Padre entre la tercera y la sexta hora, cuando el corazón del hombre se abrió sin vergüenza, incontenible? “El perverso no conoce la vergüenza” (Sofonías 3:5), dice el profeta. El corazón del hombre se abrió y derramó toda su hiel contra el Hijo de Dios. ¿Qué había en el corazón del Padre, en el corazón del Hijo, queridos amigos? Es bueno rehacer ese camino, detenerse en él, pues es allí donde tenemos la medida divina del bien y del mal, y ello es algo excelente para nuestras conciencias y nuestros corazones.

Mis pecados, los pecados de todos nosotros los creyentes, Jesús los cargó durante las tres horas. Pero, no por pensar que el Señor cargó nuestros pecados seamos llenos de una alegría ligera para hacer enseguida lo que se nos antoje, como si no supiéramos que somos lavados de nuestros pecados en la sangre de Jesús. ¡Dios nos guarde! Al cabo de las tres horas, la muerte todavía no estaba vencida. El diablo tenía el poder de la muerte, recibido de Dios mismo. Los hombres son esclavos del diablo y no se dan cuenta de ello. Se dicen muy libres; se habla de libertad, de progreso del siglo veinte; el hombre se cree muy adelantado, mientras que nunca estuvo tan sometido. Jamás tuvo tantos juguetes, puestos entre sus manos por el diablo, muchos de los cuales son juguetes criminales. Es un gran progreso del diablo; pero éste no ha terminado, sino que irá aun más lejos, tal como nos lo enseña la Escritura. ¿Alguien se dejará llevar por ese torbellino, primeramente en sus pensamientos, en sus ilusiones y luego tal vez en sus caminos? ¡Es algo muy serio, muy solemne!

Ahora bien; el Señor entró en la muerte. Dejó su vida, pasó por la tumba y salió de ella. La muerte fue simplemente sometida. El Antiguo Testamento nos da figuras; el Nuevo Testamento nos da realidades. El Antiguo Testamento nos dice: mirad el fondo del Jordán. ¿Qué se ve allí? Hay doce piedras en el fondo del Jordán, ese río único en el mundo. El agua las ha cubierto; allí están —dice la Escritura— hasta hoy. ¿En qué se habrán convertido? Sólo Dios lo sabe. Poco importa, pues no vamos a extraviamos como lo hacen tantas personas, ya que es una victoria del Enemigo sobre los espíritus de los cristianos cuando logra distraerlos con consideraciones históricas y geográficas. No es para ello que Dios nos habla. Si él ha tratado en un capítulo el tema de la creación, no es para invitamos a que nos perdamos en investigaciones al respecto. Si él lo hubiera querido nos lo habría dicho; y nosotros sabemos del asunto lo bastante o aun más que algunos que creen saber mucho. ¿Qué hay en el fondo del Jordán? Doce piedras. ¿Qué significan? En un momento dado el Jordán se secó: Alguien pasó ese río. Éste desbordaba de sus límites, pero un poder intervino, el río se detuvo y el pueblo pasó. Durante ese tiempo en el fondo desecado del Jordán estaba el arca, poder viviente, vivificador, poder supremo de Dios mismo. El pueblo pasó porque su Dios estaba allí y porque figuradamente la muerte fue dominada. El poder de la muerte fue quitado de las manos de aquel que detentaba ese poder sin que ningún hombre pudiera arrebatárselo, y el Señor salió al otro lado de la muerte. Hay también piedras sacadas del fondo del Jordán, testigos de que Alguien estuvo en el fondo de ese Jordán y que salió de allí: es la figura triunfal de la resurrección.

La muerte está vencida y el Señor tiene las llaves de la muerte y del hades. Él resucitó, es un día luminoso, un sol salió cuando el Señor resucitó, un día que no tiene otro semejante. Jesús permaneció cuarenta días con los suyos después de haber resucitado. Dos hechos señalan su vida después de su muerte: su resurrección el tercer día, y luego su ascensión. El Señor no sólo resucitó, sino que fue levantado al cielo y está a la diestra de Dios. “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?” (Lucas 24:5). El subió al cielo mientras bendecía, gesto que también es válido para nosotros. El podía bendecir; nada le impedía ya bendecir. ¿Porqué? Porque había cumplido su obra, respecto de la cual decía: “De un bautismo tengo que ser bautizado; y ¡cómo me angustio hasta que se cumpla!” (Lucas 12:50).

El Señor permaneció cuarenta días con los discípulos y después fue levantado al cielo mientras bendecía a los suyos. Esta fase de la vida del Señor, de su existencia eterna, esta fase, que comenzó en el pesebre y terminó en la tumba, pasó; pero el Señor es hombre para siempre. ¡Qué enseñanza nos brindan las escenas de la tumba, y ante todo la actitud de María de Magdala! A nosotros, cuando estamos en la reunión, a menudo nos basta poco para distraemos; miramos aquí o allá, e incluso nos distraemos algunas veces sin mirar nada. Pero María Magdalena, en el sepulcro, no miraba más que al Señor. Ahí donde Jesús no estaba más, su corazón estaba vacío. Ella sabía lo que le debía al Señor. Había tenido siete demonios, nosotros no hemos tenido tantos, pero somos tan deudores del Señor como ella. ¿Quién de nosotros osaría hacer una lista de lo que ha hecho y sobre la cual ha pasado la sangre de Jesús? Entonces, si cada uno de nosotros puede decir: «Mi Señor, mi Salvador ha borrado todo eso, si me ha amado hasta el punto de borrar esa mancha, de blanquear esta página de mi vida», ¿no debemos amarle en cambio?

María Magdalena no decía que ella amaba al Señor; lo demostraba. No se la podía arrancar de su Salvador. Va al sepulcro y lo encuentra vacío. Es una pobre mujer que no sabe ya adónde ir; la tierra sin Jesús es un sepulcro vacío. ¿Ocurre así con nosotros? ¿Nos sentimos desgraciados si no tenemos al Señor Jesús en nuestros corazones? ¿Tenemos ganas de ir de un lado a otro, quizá de hacer lindos viajes para distraemos? Eso no colmará nuestros corazones. Y luego, dos ángeles resplandecientes aparecen. Si dos ángeles aparecieran aquí, ante nosotros todos, no veríamos a nadie más que a ellos, no tendríamos ojos más que para ellos ni oídos más que para lo que dijesen. Esta mujer, en cambio, nada de eso. No se distrae de sus afectos, ni en lo más mínimo. ¡Cuán bello es eso! Una sola mujer la supera, pero probablemente no dos; una mujer que no está personalmente en la tumba, que no acude a buscar entre los muertos a Aquel que vive. Es aquella que, a su debido tiempo, cuando se presentó la ocasión, tuvo un vaso listo para ungir al Señor y así lo hizo.

María Magdalena dice a los ángeles: «Busco a mi Señor, pues “no sé dónde le han puesto” (Juan 20:13); decidme lo que queráis, mostradme lo que deseéis, mi corazón no puede sentirse satisfecho más que con la presencia de Aquel que me amó». No son palabras, pues María habla poco aquí: ella obra. Los discursos son fáciles, pero ¿cuál es el lenguaje de nuestro corazón? He aquí, queridos amigos, lo que estas mujeres nos enseñan.

Pedro era un apóstol, el primero de los once, sin duda, incluso a los ojos de los restantes. ¿Adónde va? A su casa. El tenía una casa. María Magdalena no la tenía, puesto que no sabía dónde estaba su Señor.

Cuántas cosas en nuestras vidas tienen lugar antes que el Señor. Él nos prueba cada día, cuando nos pregunta: «¿Prefieres eso a mí?» Y todos los días somos o bien como María Magdalena cuyo corazón era atraído, o bien como aquellos cuyos corazones estaban distraídos.

Está escrito por la eternidad: durante la eternidad se sabrá que María Magdalena estaba allí y que, sin ser distraída por los dos ángeles, sentía que era su Salvador quien le hacía falta; durante la eternidad se sabrá que Pedro, quien debió de haber sido el primero en esta escena, al igual que Juan pese a ser llamado el discípulo a quien Jesús amaba, no estaban allí ni el uno ni el otro.

¿Qué es lo que tiene lugar antes que Jesús en nuestros corazones, queridos amigos? Si no velamos, muchas cosas; pero, si velamos, diremos: «Señor, ayúdame para que verdaderamente tú tengas en mi vida, día tras día, el primer lugar».