El pecado y los pecados

Pregunta

El Nuevo Testamento distingue claramente entre «el pecado» y «los pecados», y muestra los diferentes aspectos de la obra de Cristo que responden a ello. ¿Se puede encontrar tal diferencia en el Antiguo Testamento, en particular en las figuras de los sacrificios?

Algunas enseñanzas del Nuevo Testamento sobre este tema

En su primera acepción, la palabra «pecado» designa un acto malo cometido por los seres humanos, es decir un acto contrario a la voluntad de Dios. Nuestros pecados —incluso uno solo de ellos— nos hacen culpables ante Dios y traen su juicio. En este sentido, la palabra «pecado», en singular o en plural, se utiliza tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento.

La palabra «pecado» se utiliza también en sentido general, sin poner la atención en un acto particular, así como se habla de robo o de corrupción.

La pregunta hecha anteriormente se refiere a un sentido particular de la palabra «pecado» —necesariamente en singular— que se encuentra en algunos pasajes de las epístolas de Pablo, sobre todo en Romanos 6, 7 y 8. En estos pasajes, el pecado está personificado. Es el amo que tiene al hombre en esclavitud y lo conduce a pecar (Romanos 6:12-22). El Señor Jesús ya había hecho mención a esta esclavitud cuando dijo: “Todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado” (Juan 8:34). En este sentido particular, «pecado» es inherente al viejo hombre o a la vieja naturaleza: “mora en mí” (Romanos 7:17). Entonces, «el pecado» y «los pecados» designan respectivamente la fuente y lo que ella produce, o, como se dice a menudo, el árbol y sus frutos.

El Nuevo Testamento nos enseña claramente que el perdón de Dios, mediante la fe, es por «los pecados» y no por «el pecado». Dios pronunció un juicio completo y definitivo sobre nuestra naturaleza humana que heredamos de Adán, y lo ejecutó en la cruz de Cristo. “Nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado” (Romanos 6:6). En la cruz, Cristo no solo “llevó... nuestros pecados” (1 Pedro 2:24), sino que fue hecho pecado por nosotros (2 Corintios 5:21). Como resultado, nuestros pecados fueron quitados, y la fuente de la cual provienen fue juzgada por el Dios santo. “Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne” (Romanos 8:3). Nuestro viejo hombre habiendo sido crucificado con Cristo, “hemos muerto al pecado” (Romanos 6:2). Tenemos que aceptar esto por fe, y considerarnos “muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús” (v. 11). Fuimos “libertados del pecado” (v. 18, 22). “En la libertad con que Cristo nos hizo libres” (Gálatas 5:1).

Esta enseñanza es la base de un andar cristiano que aprovecha las consecuencias de la obra de Cristo y así glorifica a Dios.

¿Qué enseña el Antiguo Testamento?

1) La existencia de una naturaleza mala

En general, la ley dada a Israel se ocupaba de los pecados y no de la fuente de la cual provenían.

Los sacrificios por el pecado o por el delito (Levítico 4 y 5) son presentados en relación con actos cometidos. Los sacrificios por el pecado ofrecidos una vez al año (Levítico 16:11, 15), u ofrecidos una vez en la consagración de los hijos de Aarón (Éxodo 29:14), parecen referirse al pecado (o a los pecados) en sentido general. Responden, globalmente, a los pecados cometidos.

Sin embargo, al acumularse los fracasos a lo largo de la historia de Israel, Dios reveló a algunos hombres piadosos, hombres cuya fe superaba los principios de la dispensación de la ley, algunos elementos de lo que iba a ser comunicado más tarde por la venida y la obra de Jesús y por la venida del Espíritu Santo a la tierra. Esos hombres comprendieron algo del estado irremediablemente malo de la naturaleza humana.

Así vemos al mismo Moisés, por quien fue dada la ley, interceder en favor del pueblo culpable diciendo a Dios: “porque es un pueblo de dura cerviz” (Éxodo 34:9). Comprendiendo el estado irremediable del pueblo, se apoya solo en la gracia de Dios.

Job, el hombre cuya conducta había sido intachable —al menos antes de las grandes pruebas que sufrió— es llevado por estas a confesar su estado: “Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza” (Job 42:6). No dice: aborrezco lo que hice, sino “me aborrezco”. Se da cuenta del mal que está incrustado en su naturaleza.

David, luego de su grave pecado en el asunto de Betsabé, fue llevado a confesar no solamente su falta, sino el pecado que caracteriza su naturaleza: “He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre” (Salmo 51:5). Este pasaje es probablemente uno de los más claros del Antiguo Testamento con respecto a la naturaleza pecadora del hombre desde su nacimiento.

Por boca del profeta Jeremías, Dios describe la condición natural del ser humano: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso” (Jeremías 17:9). Y en varias ocasiones se refiere a “la dureza de su malvado corazón” (3:17; 16:12; etc.).

Esta declaración del estado corrompido del hombre aparece incluso antes del diluvio: “Y vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal” (Génesis 6:5).

2) Una mala naturaleza puesta de lado y una nueva naturaleza dada en su lugar

La obra de liberación que Dios operará en favor de su pueblo (puesto que en el Antiguo Testamento no se trata tanto del hombre en general, sino del pueblo de Israel) es anunciada en varias ocasiones.

El pasaje de Jeremías 31:31-34 anuncia el nuevo pacto que Dios hará con Israel. Se habla de la obra de Dios haciendo un cambio profundo en los corazones: “Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón” (v. 33). Esto implica el nuevo nacimiento, sin expresarlo realmente.

En Ezequiel 36:24-28, se anuncia formalmente ese cambio de naturaleza, pero siempre en relación con Israel. “Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra” (v. 26-27).

Esta es una indicación bastante clara de las dos naturalezas. Probablemente Jesús se refirió a ese pasaje cuando, después de haber dicho a Nicodemo: “Os es necesario nacer de nuevo”, se sorprendió y le dijo: “¿Eres tú maestro de Israel, y no sabes esto? (Juan 3:7, 10).

Respecto a esto, se puede citar también la lucha de Jacob con Dios en Génesis 32. Jacob, (cuyo nombre significa: suplantador) recibió el nombre de Israel, (que significa: vencedor, o príncipe de Dios). Esto evoca las dos naturalezas del creyente. En la primera parte de la lucha, se dice que Dios vio que no podía con él (v. 25). Simbólicamente, esto nos enseña que la carne es tan mala que Dios mismo no puede doblegarla. Entonces la quebranta. Toca el sitio del encaje del muslo de Jacob, que se descoyunta. “Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden” (Romanos 8:7). En la segunda parte de la lucha, está en acción la fe de Jacob: “No te dejaré, si no me bendices” (Génesis 32:26). Desea absolutamente la bendición divina, como en otras ocasiones de su vida, pero esta vez sin introducir medios carnales para conseguirla. Y Dios accede: “No se dirá más tu nombre Jacob, sino Israel; porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido... Y lo bendijo allí” (v. 28-29). Es una escena muy notable, de la cual los israelitas no podían comprender todo su alcance, pero que prefigura e ilustra las enseñanzas de las epístolas del Nuevo Testamento.

3) La muerte y la resurrección de Cristo como fundamento de nuestra completa liberación

Nuestra salvación, en el sentido de nuestra liberación del juicio de Dios porque Cristo cargó nuestros pecados y murió por nosotros, está ilustrada por numerosas figuras del Antiguo Testamento, en particular por todos los sacrificios por el pecado. Pero nuestra salvación tiene otro aspecto, más completo. Nuestra completa liberación del pecado se basa en nuestra identificación con Cristo en su muerte y resurrección, en el hecho de que Dios nos ve muertos y resucitados con Él.

Este aspecto de la liberación, al parecer, no es presentado a Israel, ni en instituciones levíticas, ni en anuncios proféticos. Pero una vez más, se puede encontrar algo en el Antiguo Testamento como una sombra o figura. Pensamos en el cruce del Jordán, en Josué 4 y 5. El arca, figura de Cristo, entró en el río, figura de la muerte. Las aguas se detuvieron. Siguiendo al arca, el pueblo pasó en seco. Se erigió un monumento de doce piedras en el lecho del Jordán, y otro en la orilla del río, del lado del país dado a Israel. Estos dos monumentos representan al pueblo —o los creyentes— en dos condiciones que corresponden a lo que el Nuevo Testamento designa como “muerto con Cristo” y “resucitado con Cristo” (Colosenses 2:20; 3:1). Estas cosas se escribieron para nosotros, para que podamos contemplar los planes que estaban en el corazón de Dios desde la eternidad.

Cada cosa a su tiempo

La época de la ley fue una prueba para el hombre, una prueba que manifestó su estado irrecuperable. Durante este período, Dios fortaleció la fe de los suyos anunciándoles que tenía recursos maravillosos reservados. Pero los resultados de esta prueba no podían ser revelados antes que esta fuera acabada. El rechazo y la crucifixión de Cristo “llenaron la medida” de la maldad del hombre y pusieron el punto final a esta prueba (compárese con Mateo 23:32). Por otro lado, los resultados gloriosos de la obra de Cristo no podían ser revelados hasta que esta fuera cumplida y terminada, e incluso puede decirse, antes de que el Espíritu Santo fuera enviado a la tierra para conducir a los creyentes a toda la verdad (compárese con Juan 16:13).