En la ley del Sinaí encontramos mandamientos de carácter moral, ceremonial y social. Los primeros presentaban a Israel las exigencias de Dios en cuanto al bien y al mal, los segundos instruían al pueblo en cuanto al culto que debía rendir a Dios, y los últimos les proporcionaba las prescripciones necesarias para las relaciones humanas. Los capítulos 21 a 23 del Éxodo contienen numerosas prescripciones de carácter social, y en estos encontramos la ordenanza que concierne al siervo hebreo.
Se trata de un israelita que se ha empobrecido, y que debió ser vendido como siervo. Encontramos un ejemplo en 2 Reyes 4:1-7: un acreedor reclama a una viuda sus dos hijos por siervos porque ella no puede pagar sus deudas. Esta viuda se dirige al profeta Eliseo, y Dios la libera de manera maravillosa.
Según la ordenanza divina, cuando un siervo hebreo había servido a su amo seis años, podía salir libre al séptimo año. Si había entrado solo, se iba solo; si ya tenía mujer, se iba con ella. Si su amo le había dado una mujer durante esos años y si ella le había dado hijos, él podía irse, pero su mujer y sus hijos permanecían como propiedad del amo. No obstante, si el afecto de su corazón le impedía dejar a su amo y a su familia, podía quedarse en esta casa, al precio de una vida entera de servicio. El recuerdo imborrable de su decisión era entonces grabado sobre él: su oreja era horadada con lesna contra la puerta o un poste.
Para nosotros, es una conmovedora imagen del Señor Jesús. Ya en el Antiguo Testamento es llamado “siervo” de Jehová (Isaías 42:1; 49:3-6; 52:13; 53:11). Y por su encarnación, tomó la “forma de siervo”. “Siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:6-8).
Si un israelita se empobrecía, era a menudo por su culpa, porque Dios había atribuido a cada familia una buena heredad en el país de Canaán. Pero el Hijo de Dios era rico y se hizo pobre por nosotros, para que nosotros, con su pobreza, fuésemos enriquecidos (2 Corintios 8:9). Él, que era Dios, se hizo hombre. Él, el Creador, tomó voluntariamente el lugar de una criatura. De la más elevada gloria, se humilló hasta el más profundo oprobio, en los más terribles sufrimientos. Y tomó este lugar de humillación sin jamás dejar de ser Dios. Jamás deberíamos dejar de elogiar con admiración y alabanza la humillación voluntaria de nuestro Salvador: se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo.
Servicio voluntario
Cuando el Señor Jesús vino a la tierra, tomó la posición del siervo hebreo. No solamente nació de una mujer, sino que también ha “nacido bajo la ley” (Gálatas 4:4). “Según la carne”, pertenecía al pueblo terrenal de Dios, aunque fuese “Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos” (Romanos 9:5). Por eso, cumplió las promesas y las profecías del Antiguo Testamento. Se puso así voluntariamente bajo la ley que él mismo había dado.
En contraste con el siervo hebreo de Éxodo 21, el Señor Jesús tomó este lugar voluntariamente. Él podía decir: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón” (Salmo 40:7-8; Hebreos 10:7). Sirvió a su Dios y Padre con una perfecta abnegación, por eso dijo: “He descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió” (Juan 6:38). Y además, mientras servía a Dios, estaba igualmente entre los hombres “como el que sirve” (Lucas 22:27). Solo el amor divino era capaz de seguir tal camino. El verdadero amor se complace en servir, mientras que la naturaleza humana busca hacerse servir.
El Señor Jesús cumplió perfectamente su servicio como siervo de Dios. En las Escrituras, seis es el número del hombre y de sus obras, y la mayoría de las veces en sentido negativo (compárese con Apocalipsis 13:18). En cuanto a su responsabilidad ante Dios, todos los hombres han faltado, salvo uno: el verdadero siervo de Dios. Vino a la tierra para obedecer y glorificar a Dios, precisamente en lo que estaba despreciado. Es el único que cumplió perfectamente todas las exigencias de Dios para con el hombre, incluso la ley.
Jesús, por ser sin pecado, era el único que no merecía la muerte, puesto que ella era la paga del pecado (Romanos 6:23). Como consecuencia de su vida perfecta, llevada a cabo con toda obediencia, habría podido volver a Dios: salir libre.
Total dedicación
Pero si el Señor hubiese escogido “salir libre”, se hubiera quedado solo. Esto no habría estado de acuerdo con los consejos de Dios, ni con su amor. Por eso dice, para retomar los términos de nuestro pasaje: “No saldré libre” (v. 5). De la misma forma que el siervo hebreo amaba a su señor, a su mujer y a sus hijos, nuestro Señor amaba a su Padre, a su Iglesia y a todos sus redimidos. En Juan 14:31 él dice: “Para que el mundo conozca que amo al Padre, y como el Padre me mandó, así hago”. Y Pablo habla de Cristo que “me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20), como también de Cristo que “nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros” y de Cristo que “amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella” (Efesios 5:2, 25).
Nuestro Señor no solo vino “para servir” sino también “para dar su vida en rescate por muchos” (Mateo 20:28). Lo sabía y lo había anunciado: “Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto” (Juan 12:24). Solo por su muerte y su resurrección podía establecer un vínculo y una comunión entre los hombres y Dios.
“Entonces su amo lo llevará ante los jueces, y le hará estar junto a la puerta o al poste; y su amo le horadará la oreja con lesna, y será su siervo para siempre” (v. 6). La oreja, el órgano del oído, es el símbolo de la obediencia. El Salmo 40 anuncia la venida de Jesucristo en carne: “Has abierto mis oídos” (v. 6; compárese con Hebreos 10:5). En Isaías 50:5, “abrió el oído” del Siervo de Jehová evoca la obediencia que aprendió por lo que padeció (Hebreos 5:8). Aquí, su oreja horadada es la imagen de su obediencia hasta la muerte de cruz. ¡Qué sumisión, qué dedicación mostró el Señor! No solo fue obediente exteriormente, sino que obedecía de corazón. No vino para hacer su voluntad, sino la de Aquel que lo había enviado, y era su gozo (Juan 4:34; 6:38). La oreja horadada del siervo hebreo era, durante toda su vida, el testimonio de su amor por su señor, su mujer y sus hijos. Igualmente, nuestro Salvador será visto, durante la eternidad de gloria, como “Cordero… inmolado” en medio del trono, centro de sus redimidos (Apocalipsis 5:6). Sí, el Cordero que fue “inmolado” por nosotros será el eterno objeto de nuestra adoración.
Siervo para siempre
La horadación de la oreja del siervo nos habla de la total dedicación de nuestro Señor a su Dios y Padre, y de su amor por los suyos. Es una imagen de lo que tuvo lugar en la cruz. Esta concluyó el primer período de su servicio y marcó el comienzo de un nuevo y permanente servicio. “Será su siervo para siempre”.
Presentándonos la perfección de la obra de la redención, Dios nos dice: “Pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios, de ahí en adelante esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies; porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Hebreos 10:12-14). Dios es perfectamente glorificado, y los que creen en Cristo y en su obra son hechos “santos y sin mancha e irreprensibles” delante de Dios (Colosenses 1:22). Nada puede poner estas cosas en duda.
El servicio actual de Cristo
El Señor no está inactivo ahora. Nos ama, y su amor no lo deja descansar. Nos ve en nuestra debilidad en medio de un mundo de pecado y de tentaciones. Y eso no lo deja indiferente.
El lavamiento de los pies
En Juan 13, donde aún vemos a Jesús en medio de sus discípulos, pero ya en espíritu más allá de la obra de la redención, encontramos una imagen de su servicio actual en nuestro favor. Hace todo lo necesario para que, durante nuestra vida de fe, podamos tener una feliz comunión con él. Lo que le dice a Pedro muestra que el lavamiento de los pies tiene un profundo significado espiritual: “El que está lavado, no necesita sino lavarse los pies, pues está todo limpio; y vosotros limpios estáis, aunque no todos” (v. 10). El lavamiento —o el baño— del cuerpo entero representa la purificación del pecador hecha una vez para siempre cuando se volvió a Dios. Es “el lavamiento de la regeneración” (Tito 3:5), efectuado por el agua de la Palabra de Dios, utilizada por el Espíritu Santo para la purificación del alma en el momento del nuevo nacimiento (Juan 3:3, 5; 1 Pedro 1:22-23). No necesita ser renovado. Mediante este lavamiento somos hechos “limpios” en lo que concierne a nuestra posición delante de Dios. No era el caso de Judas, por lo que aquí se evoca la excepción.
Pero si como creyentes queremos tener “parte con él”, es decir si queremos gozar de una comunión práctica con él, que está actualmente en el cielo, necesitamos constantemente el lavamiento de nuestros pies. A lo largo de nuestro camino por este mundo, nos manchamos, y ¿quién, aparte del Señor que es perfecto y santo, podría purificarnos? El medio que él utiliza para esto siempre es la Palabra de Dios, hecha viva por el Espíritu Santo.
En Israel, el lavamiento de los pies era un servicio confiado a los esclavos. Vemos en esto de qué manera el Señor se humilló cuando se ciñó una toalla para lavar los pies de sus discípulos. Recordemos también que en esta ocasión puso ante nosotros el deber de lavarnos los pies los unos a los otros (v. 14-15). Para seguir su ejemplo, necesitamos un estado de espíritu semejante al suyo.
El servicio de Sumo Sacerdote
Nuestro Señor acabó su obra de salvación y subió al cielo. En cuanto a nosotros, estamos todavía en la tierra, en debilidad y rodeados de peligros. Es infinitamente consolador saber que el Señor conoce todas nuestras circunstancias y que intercede por nosotros ante nuestro Dios y Padre (Romanos 8:34). Lo hace de dos maneras. Es nuestro Sumo Sacerdote ante Dios y nuestro Abogado ante el Padre.
Contrario al lavamiento de los pies, el servicio del sacerdocio reviste una alta dignidad, incluso constituye una honra (Hebreos 5:4). Aquí nos alejamos de la imagen del siervo hebreo. No obstante se trata de un servicio que el Señor efectúa para nosotros desde el cielo.
Se nos presenta ese servicio sacerdotal en la epístola a los Hebreos. Los destinatarios de esta carta sabían muy bien lo que era el sumo sacerdote. Durante el tiempo de la ley, era el intermediario entre el pueblo y Dios. Cuando entraba en el santuario, iba vestido con vestiduras sagradas, sobre las cuales llevaba un pectoral y hombreras con piedras preciosas. Por una parte, sobre cada uno de sus hombros llevaba una “hombrera” con una piedra de ónice, y en cada una de ellas iban grabados los nombres de seis tribus de Israel. Por otra parte, sobre el pecho se encontraba “el pectoral” con doce piedras preciosas y sobre cada una estaba grabado el nombre de una de las tribus (Éxodo 28:9-29). Así, de manera simbólica, llevaba al conjunto del pueblo sobre sus hombros y sobre su corazón delante de Dios. En lo que concierne al Señor Jesús, nuestro “gran sumo sacerdote”, se nos dice: “No tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Hebreos 4:14-16). Un poco más adelante, se dice: “Por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (7:25; compárese con 2:17-18).
El servicio de nuestro sumo sacerdote delante de Dios no está relacionado con nuestra salvación eterna ni con los pecados que podemos cometer. Este servicio tiene relación con nuestra debilidad, de la cual se compadece. Él mismo ha vivido en nuestras circunstancias, y jamás las olvida, aunque ahora él sea un hombre en la gloria. Su servicio tiene como propósito sostener a los suyos en el camino de la fe y de preservarlos para que no se desvíen del camino estrecho. Tenemos un ejemplo de este servicio cuando el Señor estaba todavía en la tierra. Advirtió a su discípulo, que poco tiempo después iba a renegarlo, diciéndole: “Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo; pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte” (Lucas 22:31-32). Este servicio que fielmente ejerce nuestro sumo sacerdote nos es indispensable. ¿Le estamos agradecidos por ello?
El servicio de abogado
No obstante, el Señor ejerce todavía otro servicio: es nuestro abogado ante el Padre. A este propósito, el apóstol Juan escribe: “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo” (1 Juan 2:1-2). Este servicio es necesario cuando un redimido ha pecado. Cristo es aquel que nos sigue y nos lleva a la confesión; también es aquel que está ante el Padre por nosotros; porque él, el justo, ha llegado a ser en la cruz la propiciación por todos nuestros pecados.
Los cuidados del Señor para con su Iglesia
Mientras los creyentes se encuentran en la tierra —ya sea que se los considere como individuos o colectivamente como Iglesia— son ciertamente perfectos en cuanto a su posición en Cristo, pero prácticamente tienen necesidades. Es lo que ya hemos visto. El Señor no responde a esas necesidades solamente como sumo sacerdote ante Dios y abogado ante el Padre. Él santifica a su Iglesia, purificándola con el lavamiento del agua por la Palabra de Dios (Efesios 5:26). Se entregó a sí mismo en la cruz, en su inefable amor por su Iglesia, y ahora durante todo el tiempo que esta se encuentra en la tierra, se ocupa en llevarla a un estado práctico siempre más conforme con Él mismo, con una paciencia y un cuidado continuos. Para ello, utiliza la Palabra de Dios que nos revela las cosas celestiales. Seguramente deberíamos conocer mejor las cosas celestiales que las cosas terrenales o mundanales, pero lamentablemente a menudo ocurre lo contrario. Al estar ocupados de la gloria celestial de Cristo, los creyentes se desprenden de las cosas de abajo.
De esta manera, los creyentes y la Iglesia son santificados. Santificación significa puesto aparte para Dios. La permanente influencia de la Palabra de Dios tiene como resultado que todo lo que es contrario a la naturaleza de Dios es traído a la luz y condenado. Así, nuestro Señor en la gloria se ocupa en llevar moralmente a su Iglesia a una conformidad siempre mayor con Él mismo.
Las debilidades, las necesidades y las cargas de la Iglesia son para el Señor solo ocasiones de hacerla beneficiaria de sus fieles cuidados. “Porque nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida, como también Cristo a la iglesia” (Efesios 5:29). Como el cuerpo humano, la Iglesia necesita ser alimentada y cuidada. Con amor, el Señor —como cabeza de su cuerpo— hace igualmente este servicio. Él le da a la Iglesia el alimento y los cuidados que ella necesita para cumplir su misión en la tierra según el pensamiento de él. Hay una sola Iglesia, un solo cuerpo; es el conjunto de todos los que creen en el Señor Jesús. Ahora bien, su deseo, su voluntad, es que todos los creyentes sean conscientes de esto y puedan ser vistos como parte de un solo cuerpo. Es el objetivo del amor y del servicio de Cristo actualmente. Cuando consideramos el estado práctico general de la Iglesia de Dios en la tierra, empezamos a comprender la importancia de este alimento y de estos cuidados. No se trata de lo que nosotros estimamos bueno, justo o importante, sino de lo que Sus pensamientos de amor y de santidad desean producir en los suyos. ¡Que nuestra alimentación espiritual y las fuentes de las que bebemos sean solo de él!
Vendrá a servirles
Echemos una mirada a una escena futura, de una belleza particular. Como una imagen, el Señor habla de personas que velan esperando a su Amo, y que le abren en seguida cuando llama a la puerta. Califica de “bienaventurados” a tales siervos y añade: “De cierto os digo que se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y vendrá a servirles” (Lucas 12:36-37). La recompensa por esta vigilia y esta fiel espera es conmovedora, es una inversión de las funciones: el Amo sirve a sus siervos. El Señor Jesús jamás ha sido hallado en falta cuando se trataba de servir, pero esto aparece aquí de manera única y maravillosa, ¡en el momento de la recepción de aquellos que entran en el reposo de su Señor!