Nuestra comunión con el Padre y con el Hijo

1 Juan 1:3-4

Lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos,
para que también vosotros tengáis comunión con nosotros;
y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo.
Estas cosas os escribimos, para que vuestro gozo sea cumplido.”

(1 Juan 1:3-4)

La primera epístola de Juan, escrita bajo la inspiración del Espíritu de Dios por el discípulo a quien Jesús amaba, tiene un carácter particular. Es muy diferente de las otras epístolas del Nuevo Testamento. El nombre de su autor ni siquiera aparece. Ocupa su lugar entre los creyentes a los cuales se dirige, utilizando regularmente las palabras “vosotros” y “nosotros”. También hace declaraciones personales, como por ejemplo: “Os escribo…”.

Juan desarrolla de manera notable la nueva relación de los creyentes con el Padre. Consideraremos simplemente los versículos mencionados más arriba.

La epístola empieza por algunas palabras acerca del Señor Jesús, el Maestro amado de Juan. Este discípulo tenía una relación particularmente íntima con Jesús. Sus ojos le habían visto, contemplado; sus manos le habían palpado. Ahora escribe acerca de Él a los demás creyentes, para que puedan tener comunión con él y con los demás apóstoles tocante a esta persona divina. Así dice: “Nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo”.

¿Ha meditado usted alguna vez en el significado profundo de estas palabras maravillosas? Tener comunión con alguien, es tener una parte común con él. Un hombre no puede tener comunión con un animal, aunque sea su animal favorito. Puede amarlo, y este puede responder con cariño a los cuidados de su amo. Pero solo pueden tener comunión el uno con el otro los que tienen una misma naturaleza. Por otra parte, la comunión entre un Dios santo y hombres pecadores es totalmente imposible, ya que “Dios es luz”, y “habita en luz inaccesible” (1:5; 1 Timoteo 6:16). ¿Cómo, pues, podemos tener comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo? Dios hizo todo para que pueda ser así. “Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo” (Efesios 2:4-5).

Gracias a la obra cumplida por Jesucristo y a la poderosa operación de Dios en el corazón del hombre perdido, espiritualmente muerto, este es lavado en la sangre del Salvador y nace de nuevo. Recibe una nueva naturaleza, y, por el poder del Espíritu Santo, es hecho apto para estar en comunión con el Padre y con el Hijo. Cada creyente puede compartir la alegría del Padre acerca del Hijo de su amor. Puede confiar en el amor del Padre y ser reconfortado por él. Gracias al poder del Espíritu Santo, puede crecer en el conocimiento del Señor Jesús.

Luego, aprende que el Padre hizo de todos los creyentes sus amados hijos, y que los ama con el mismo amor que ama a su propio Hijo. Ahora son miembros de la familia de Dios y tienen la maravillosa certeza de que, cuando su Señor y Maestro vuelva, serán semejantes a Él y estarán para siempre con Él. En los siglos venideros, Dios manifestará las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con ellos en Cristo Jesús (Efesios 2:7). ¿Podría algo superar este grandioso espectáculo? ¡Qué motivo de alabanza eterna!

Es el deseo del Padre que sus hijos conozcan y gocen de este amor ahora, mientras caminan sobre la tierra. Quiere que gocen plenamente, en el poder del Espíritu Santo, de la comunión con Él y con el Señor Jesús. El Espíritu Santo mora en cada creyente y obra para ello. En las últimas palabras que dirige a la iglesia de Corinto, el apóstol Pablo expresa el deseo: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros” (2 Corintios 13:14). Qué cambio para pobres pecadores perdidos, ser introducidos por la fe en la esfera de la gloria, donde son recibidos como amados hijos de Dios. Son hechos capaces de comprender los pensamientos de Dios, de regocijarse en lo que le regocija, y de compartir lo que le complace.

Encontramos la razón por la cual el Espíritu Santo revela tal maravilla a nuestros corazones en el versículo 4: “Estas cosas os escribimos, para que vuestro gozo sea cumplido”. Nuestro Padre quiere que sus hijos estén llenos de gozo, a pesar de las dificultades y de las pruebas del camino, a menudo arduo y fatigoso como la travesía de un desierto. El Señor dijo a sus discípulos, la noche que fue entregado: “Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido” (Juan 15:11). Y en su oración sublime al Padre, dijo: “Pero ahora voy a ti; y hablo esto en el mundo, para que tengan mi gozo cumplido en sí mismos” (17:13). El apóstol Pablo nos anima: “Regocijaos en el Señor siempre. Otra vez digo: ¡Regocijaos!” (Filipenses 4:4). Todos estos pasajes nos muestran que el creyente debería estar lleno de gozo, viviendo por el Espíritu Santo en una comunión viva con el Padre y con el Hijo.

No tenemos ninguna fuerza propia para realizar esto. La fuerza para hacerlo es totalmente exterior a nosotros. Pero cuanto más reconocemos nuestra debilidad, más comprenderemos la fuerza que Dios da. Pablo nos habla de “la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la operación del poder de su fuerza, la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos” (Efesios 1:19-20). Esto nos parece imposible si miramos nuestra propia debilidad y la vida de muchos creyentes a nuestro alrededor. Encontrar a un creyente que se regocija verdaderamente en el Señor no es muy frecuente. Pero para Dios todo es posible. Y puesto que por su Palabra sabemos lo que quiere para nosotros, pidámoslo fervientemente en nuestras oraciones, con la simplicidad de una fe infantil. ¿No podemos acaso contar con lo que Él mismo y el Señor quieren para nosotros?