Los límites de la disciplina

Introducción

Aquí entendemos la palabra “disciplina” en su sentido más general. La usamos para designar el conjunto de los cuidados necesarios en la vida de la iglesia, en cuanto al gobierno de Dios en su casa, conforme a lo que les ha confiado a los suyos. Estos cuidados se ejercen de maneras muy variadas, desde el interés que cada uno ha de tener para con su hermano y los consejos fraternales que puede darle, hasta la reprensión pública en la iglesia, y aun hasta llegar a la exclusión final de la comunión. Consideraremos algunos aspectos de esta disciplina, uno tras otro.

El propósito de este artículo es sobre todo poner en evidencia los verdaderos límites que nos indican las Escrituras para cada una de estas formas de la disciplina.

1) Los cuidados fraternales en general y el alimento

Cuando Pedro —una oveja que se había extraviado— fue restaurado, nuestro Señor, por decirlo así, transfirió la expresión del apego de Pedro a su Salvador hacia cuidados para con sus ovejas y corderos (Juan 21:15-17).

El buen Samaritano, después de hallar al hombre que había caído en manos de los ladrones y de ocuparse de él, lo llevó al mesón y le pidió al mesonero que cuidara de él (Lucas 10:35). La salvación de un alma solo es un maravilloso comienzo; hay una obra en el corazón que tiene que seguir adelante, para llegar a sus plenos resultados en la venida del Señor. Esta obra incluye la enseñanza, varios cuidados y la corrección. Se lleva a cabo por el poder de Dios, y con este propósito el Espíritu Santo utiliza a los varios miembros del cuerpo de Cristo. Es preciso “que los miembros todos se preocupen los unos por los otros” (1 Corintios 12:25).

En Juan 21, el Señor dice a Pedro: “Apacienta mis corderos”, o sea: Dales de comer; luego: “Pastorea mis ovejas”; luego otra vez: “Apacienta mis ovejas” o Dales de comer. Lo esencial de los cuidados en la grey del Señor es traer el alimento adecuado. Estos cuidados siguen adelante por medio de la protección y la actividad de pastor. Y, para subrayar la importancia del alimento traído a todos, el Señor, en su tercera respuesta, vuelve a la sencillez de la primera.

Alimentar a las ovejas es, pues, prioritario. Cuando una persona ha pasado de muerte a vida, necesita recibir “la leche espiritual no adulterada” (1 Pedro 2:2). De esta manera su crecimiento está asegurado. Poder contribuir a estos cuidados de amor para con los corderos y las ovejas de Cristo es un gran privilegio. No podemos desear un servicio más elevado que el de dar a la gente de la casa de Dios “su ración” “a tiempo” (Lucas 12:42). En este alimento, el elemento esencial es la persona y la obra del Señor Jesús. Todos los creyentes pueden tomar parte en este servicio, y los que recibieron un don para la enseñanza han de dedicarse particularmente a esto.

En la vida de la iglesia debemos recordar que este servicio es de primera necesidad. Sin él, es prácticamente imposible ejercer la disciplina, aun bajo sus formas más sencillas. Si los creyentes no están nutridos correctamente, se vuelven espiritualmente débiles e incapaces de soportar la más mínima palabra de advertencia o de reprensión. Ya no pueden gozar de la bendición que resulta del servicio que el Señor enseñó a sus discípulos en Juan 13: “Vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros” (v. 14). Estemos pues atentos a que un flujo constante y abundante de la “leche,… no adulterada” de la Palabra corra en un ministerio adaptado a las varias necesidades de los creyentes. Así estarán edificados sobre su santísima fe (Judas 20), nutridos con las palabras de la fe y de la buena doctrina (1 Timoteo 4:6), y crecerán en el conocimiento de Dios (Colosenses 1:10).

Ahora pasaremos a considerar las varias formas de la disciplina en el sentido habitual de la palabra. Es el tema que tenemos particularmente a pecho.

2) Los cuidados fraternales y la vigilancia

Los jóvenes creyentes están expuestos a peligros particulares en tres direcciones: peligros de la carne interiormente, peligros del mundo exteriores y peligros que proceden de Satanás quien procura continuamente utilizar la carne y el mundo para alejar nuestras almas de Cristo. Un verdadero amor nos lleva instintivamente a ocuparnos de los corderos de la grey y a cuidar de ellos. No seamos indiferentes a sus necesidades. Si hay muchos abandonos en las familias de los que se congregan en el nombre del Señor, preguntémonos si una de las razones no se halla en nuestra falta de solicitud para con los jóvenes creyentes.

El primer elemento de estos cuidados es la atención benévola. De los conductores se dice: “Ellos velan por vuestras almas, como quienes han de dar cuenta” (Hebreos 13:17). Cada pastor vigila sobre sus ovejas, y si no lo hace, están expuestas a todos los peligros, incluso al ataque del lobo. Uno puede estar ya atento a las cosas más sencillas, por ejemplo a la presencia regular de los creyentes en las reuniones, a su andar personal, a sus contactos… En seguida vemos que es un servicio delicado. Y al cumplirlo debemos tener cuidado de no sobrepasar ciertos límites.

Estar atento y vigilante no significa ser suspicaz. Una vigilancia realizada en un espíritu de amor y de gracia es muy distinta de un comportamiento inquisidor e indiscreto. Nunca debemos suponer la existencia del mal en los demás sin tener motivos concretos para hacerlo. Y no debemos imaginar malas intenciones o sospechar cosas que no se han manifestado.

Por ejemplo, si un joven creyente se ausenta a menudo de las reuniones, no sería sabio ni justo suponer que es por falta de interés. Es necesario mantener un espíritu de confianza, en el amor que no supone el mal. Así, en vez de hacer preguntas indiscretas, el camino del amor consiste en cultivar el contacto personal con aquellos cuyo andar podría preocuparnos y procurar ganar su confianza. Este ejemplo basta para ilustrar la manera en que pueden ejercerse muchos cuidados fraternales. No nos detenemos más en este tema salvo para recordar que somos propensos a pasar de un extremo al otro: desde la indiferencia, por un lado, hasta la injerencia en los asuntos privados de otra persona, por el otro. Naturalmente que la situación más fácil es cuando alguien nos contacta en busca de ayuda.

3) El lavamiento de los pies

Vamos a considerar ahora el caso en el que es necesario un servicio bien definido para con un hermano a causa de una falta o una debilidad evidente. La ley mandaba: “Reprenderás a tu prójimo, para que no lleves pecado por su causa” (Levítico 19:17, V.M.). La gracia nos invita a un servicio de amor verdadero, según el ejemplo que dio el Señor. Después de haber lavado los pies de sus discípulos, les dijo: “Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros” (Juan 13:14). Nos ocupamos fácilmente del mal en los demás sin un ejercicio personal. Hablamos de ellos en vez de hablarles a ellos y, lejos de serles de ayuda, los alejamos cuando se enteran de que hablamos de ellos a sus espaldas.

Un verdadero amor nos dará ánimo para ir hacia el hermano que ha fallado. Antes de hacerlo, habremos de buscar primero el pensamiento del Señor con oración, tanto respecto al hermano que hemos de ver como respecto a nosotros mismos. Luego, actuaremos en el espíritu de Gálatas 6:1: “Si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado”.

Posiblemente se habrá ganado la confianza del hermano; no pensará que queremos humillarlo o enaltecernos a nosotros mismos. Le llevamos la Palabra de Dios, en su sencillez y su fuerza, aplicándola al asunto particular, ya sea que se trate de su andar, de sus asociaciones o de cualquier otra cosa. Nuestra única meta es su restauración. Con gracia y con los sentimientos que llenan un corazón en comunión con Cristo, intentamos hacer volver a una de sus amadas ovejas. Es un trabajo de gran valor, pero delicado. Para que tenga buenos resultados, no hace falta nada menos que la gracia de nuestro Señor.

De nuevo, aquí hay límites claros para un correcto cumplimiento de este deber. Como ya lo hemos dicho, no debemos suponer cualquier cosa sin motivos reales. Tenemos que evitar acusar a nuestro hermano de un mal que no haya sido manifestado claramente. Por ejemplo, puede que hayan empezado relaciones perjudiciales, pero no debemos ir más allá de lo que sabemos de manera segura. Un joven hermano puede haber sido visto en malas compañías, y esto nos causa una preocupación legítima. Pero no tenemos derecho de imaginar algo que no hayamos visto u oído. Solo nos basarnos en lo que sabemos, y señalamos los peligros que están a la vista.

Cuando uno se ocupa así de un hermano con delicadeza, con amor fraternal y en confianza, sin mencionar su extravío en todo su posible alcance, podemos, por la acción del Espíritu, hacer que su corazón sea probado y tenga lugar el juicio de sí mismo, dando lugar a un retorno. Si lo hubiéramos acosado con reproches y le hubiésemos expresado nuestras sospechas de cosas de las que él no es culpable, lo habríamos ofendido y le habríamos dado un pretexto para alejarse aún más.

4) Apartarse — tomar sus distancias

Pasamos ahora de los cuidados personales y de la vigilancia fraternal a las responsabilidades que conciernen a la iglesia entera.

Mientras el mal es de una naturaleza tal que hay esperanza de una recuperación, y el nombre del Señor no está gravemente comprometido, debemos continuar con nuestros esfuerzos personales por restaurar a un hermano que se está extraviando. Pero cuando sentimos que ya no somos capaces de decirle nada más, podemos manifestarle nuestra inquietud alejándonos de él y evitando cualquier asociación activa con él.

Es la actitud que Pablo recomienda a los Tesalonicenses en su segunda epístola, respecto de hermanos que andaban “desordenadamente, no trabajando en nada” (3:6, 11). Ordena a los hermanos “apartarse” de estas personas. Y concluye: “Si alguno no obedece a lo que decimos por medio de esta carta, a ése señaladlo, y no os juntéis con él, para que se avergüence. Mas no lo tengáis por enemigo, sino amonestadle como a hermano” (v. 14-15).

A veces un ligero distanciamiento silencioso, que nadie nota excepto el hermano en cuestión, puede tener más efecto que una reprensión verbal insistente a la que hace oídos sordos. Ese apartamiento debe estar acompañado de señales de tristeza, pero hay que aprovechar todas las oportunidades para dejar ver que un verdadero amor siempre sigue en nuestro corazón.

5) La disciplina de la iglesia

Puede llegar el momento en que el estado del hermano sea tal que el amor mismo y la fidelidad al Señor obligan a llamar la atención de la iglesia sobre aquel que no reacciona más a los cuidados efectuados en privado: “dilo a la iglesia” (Mateo 18:17); y entonces el caso de este hermano está delante de ella. Ella es la que tiene la responsabilidad de ejercer la disciplina, según el grado requerido. Puede que haya una evidente necesidad de corrección, y de un cambio en la conducta de este hermano. Sin embargo, la Palabra nos muestra claramente que aquí también hay límites. Ya se encuentra en el Antiguo Testamento: “Se podrá dar cuarenta azotes, no más; no sea que, si lo hirieren con muchos azotes más que éstos, se sienta tu hermano envilecido delante de tus ojos” (Deuteronomio 25:3). Tenemos aquí un principio que, aun bajo la ley, evitaba una severidad excesiva. ¡Con cuánta mayor razón los que conocen la gracia de nuestro Señor Jesucristo deben atemperar la disciplina con la misericordia!

La disciplina de la iglesia se puede ejercer de varias maneras:

  • la advertencia en privado,
  • la reprensión pública,
  • la exclusión.

El espíritu de la Escritura es el que sirve para conducirnos, y no solo los textos formales. Si, en lo privado, un hermano tiene que hacer notar su falta a otro de manera muy discreta —“estando tú y él solos” y con el propósito de “ganar a tu hermano” (Mateo 18:15)— el mismo espíritu debe caracterizar a la iglesia en su acción. Esto se desprende del pasaje citado: “Si no oyere a la iglesia” (v. 17). En este momento, la actitud de la iglesia debe regirse por el principio: “Vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre” (Gálatas 6:1). El apóstol también escribe: “Os rogamos, hermanos, que amonestéis a los ociosos” (1 Tesalonicenses 5:14).

6) La advertencia en privado

La iglesia, pues, puede considerar necesario dar aún una advertencia en privado. Este servicio está tan íntimamente relacionado con los cuidados fraternales de los cuales ya hemos hablado, que no queda mucho por decir. Si la iglesia está convencida de que un hermano está en un mal camino y tiene que recibir una advertencia, puede encargar a uno o dos hermanos de buen testimonio, hombres experimentados y piadosos, que vayan al hermano extraviado para amonestarlo de parte de la iglesia. Le explicarán que la conducta de un creyente está ligada al testimonio colectivo. Le dirán que su mal comportamiento echa descrédito sobre el nombre del Señor y sobre la iglesia. Le animarán a juzgarse a sí mismo y a volver de su mal camino.

Aquí otra vez, los límites están claros. Se trata de una amonestación en privado y no en público. Nada debe hacerse con precipitación, y menos aún con el deseo de deshacerse de una persona desagradable. Las amenazas están fuera de lugar. No se ha de dar otra cosa que una advertencia.

Cuando una iglesia tiene que ocuparse de un caso, puede suceder que el camino que hay que seguir no esté inmediatamente claro para todos los hermanos. Algunos pueden pensar que no basta con esta simple acción de carácter privado, y se inclinarán más por una reprensión pública del hermano o incluso insistirán en su inmediata exclusión. ¡Que cada uno se dé cuenta de que no hay que ir más allá de la conciencia de la iglesia! Hemos de “someternos unos a otros en el temor de Dios” (Efesios 5:21). Se ha causado mucho daño por la insistencia de unos pocos en una disciplina extrema, cuando los demás hermanos estaban convencidos de que se debía seguir un camino menos severo. Un buen cirujano trata siempre de salvar todos los miembros del cuerpo cuando opera. La amputación solamente debe hacerse como último recurso.

7) La reprensión pública

Lamentablemente, puede suceder que la advertencia dada en privado no haya obtenido el resultado deseado. Entonces, el paso siguiente es la reprensión pública. Esto presupone que el mal ha tomado ya un carácter tal, que nadie puede ignorarlo. Todo parece indicar que las cosas van a empeorar. El amor puede entonces conducir a una acción más severa. Si se quiere evitar exponer a un hermano a la vergüenza y humillación de ser privado de la comunión de la iglesia un largo período de tiempo, deberá ser confrontado con su mal estado a través de una reprensión pública. Pablo escribe: “A los que persisten en pecar, repréndelos delante de todos, para que los demás también teman” (1 Timoteo 5:20). Los creyentes congregados en el nombre del Señor, conscientes de la santidad de Su presencia, pero sabiendo también cuánto necesitan ellos mismos de Su gracia, están obligados a reprender al que cometió el mal. Naturalmente que el que haga esta reprensión deberá ser un hermano conocido por su delicadeza y dulzura.

También aquí hay límites que no hay que traspasar: no debe haber ninguna manifestación de ira o de resentimiento, ningún espíritu de justicia propia. La tristeza y la humillación han de llenar todos los corazones. Este es el sentimiento que conviene a los que entienden que no son ellos, sino el Señor el que ha sido deshonrado.

Cuando haya que señalar su mal camino desde sus orígenes, hay que tener mucho cuidado de no incurrir en ninguna exageración, ni de decir nada que no esté basado en hechos. Las cosas deben estar presentadas de manera tal que aquel que se desvió, en vez de verse incitado a justificarse, solo pueda agachar la cabeza y reconocer que la reprensión que recibe es justa, y aun sentir que no es más severa —sino menos— de lo que merecía.

Señalemos aquí ciertos comportamientos extremadamente deplorables que ocurren a veces cuando una iglesia se ocupa de un caso de disciplina. Sucede que un hermano declara que no participará en el partimiento del pan si cierta persona está autorizada a participar en ella. Esto equivale prácticamente a quitar la disciplina de las manos de la iglesia y apropiársela. Esto es introducir la autoridad del hombre donde solo debe ejercerse la del Señor. Y además, esto puede cerrar la puerta definitivamente a lo que hubiera podido ser el principio de un retorno.

En ciertos casos, la iglesia puede pedirle a un hermano que se quede callado o que se abstenga de partir el pan hasta que se hayan elucidado los hechos relacionados con su mal camino y la iglesia esté convencida de lo que el Señor pide que se haga.

8) La exclusión de la comunión

Si la iglesia debe llegar a excluir a un hermano o a una hermana, se trata del acto final de la disciplina ya ejercida. Es de temer que muchos de nosotros hemos cometido faltas al respecto. En muchos casos hemos descuidado las etapas preliminares de los cuidados fraternales y de la vigilancia, de manera que el pecado que hace necesaria la exclusión se puede atribuir, al menos en parte, a nuestro descuido. Por cierto que cuando es evidente que el mal es de un carácter tal que ya no puede tolerarse, como se ve en 1 Corintios 5, ya no queda más que un solo camino: “Quitad, pues, a ese perverso de entre vosotros” (v. 13). Pero el motivo para actuar de esa forma debe estar claro. No debería existir ninguna sospecha de animadversión personal, ni tampoco el indicio de que un partido en la iglesia haya ganado.

El mal del cual debemos separarnos debe ser de una naturaleza tan evidente, que no ha de suscitar la sospecha de una severidad injustificada en la mente de aquellos que oyen hablar de él. Si la conciencia general de los creyentes no reconoce que el comportamiento de un hermano hace de él un hombre malo, los que están pensando en excluirlo deben preguntarse si no están equivocados. He aquí una salvaguardia que ha dado el amor divino: los hijos de Dios pueden recibir consejos de sus hermanos y hermanas.

Si un hermano debió ser excluido, no solamente está privado del partimiento del pan, sino que todos han de alejarse claramente de él. El apóstol dice: “Que no os juntéis… con el tal ni aun comáis” (1 Corintios 5:11). Sin embargo, aun allí tenemos que discernir que la disciplina tiene ciertos límites. En el marco de una familia, sería un error aplicar literalmente este versículo. Esto equivaldría a olvidar que las relaciones familiares perduran. Una mujer no rehusará sentarse a la mesa junto a su marido que ha sido excluido. Hacer tal cosa sería ignorar sus responsabilidades de esposa. Puede manifestar que se asocia enteramente a la decisión de la iglesia de otras maneras.

También debemos mencionar que cuando una persona ha sido puesta fuera de comunión, es bueno ir a verla de vez en cuando, con la esperanza de que Dios obre en su alma; pues no debemos olvidar que el objetivo de la excomunión es también la restauración del que ha caído en pecado.1

Recordemos que el acto último de la disciplina también tiene por blanco el retorno del que ha pecado. Por eso, cuando una persona ha sido excluida de la comunión, es bueno ir a verla de vez en cuando, con el deseo de que Dios obre en su alma y la haga volver.

Agreguemos aún unas palabras en cuanto al aspecto corporativo de la disciplina. La verdad de la unidad del cuerpo de Cristo y la solicitud de guardar la unidad del Espíritu exigen que toda verdadera disciplina ejercida por una iglesia sea aceptada y reconocida por las demás. Actuar de otra manera sería proclamar la independencia de las iglesias. Sin embargo, el alcance universal de la decisión de la iglesia pone en evidencia la necesidad de que la disciplina se ejerza conforme a los principios que hemos recordado, que tenga un carácter escriturario y que se lleve a cabo en la dependencia del Señor.

Si una disciplina ha sido efectuada en condiciones tan críticas que suscita grandes dudas en la conciencia de los creyentes de las demás iglesias, la iglesia local debería preguntarse si no ha cometido un error. En tal caso, los hermanos de esa iglesia deberían buscar la comunión con los hermanos de otras localidades que sienten alguna inquietud, y presentarles sus ejercicios y su acción disciplinaria. Si somos conscientes de haber obrado para el Señor y conforme a su voluntad, podemos confiar en que, una vez que hayan conocido los hechos, nuestros hermanos —cuyo discernimiento espiritual no ponemos en duda— llegarán a las mismas conclusiones que nosotros. Con la desconfianza en nosotros mismos que va de la mano con la verdadera confianza, escucharemos y acogeremos los consejos suplementarios, y buscaremos la comunión de aquellos que están ligados con nosotros en nuestro acto de disciplina.

¡Ay, cuántas divisiones del pasado son el resultado de no reconocer los principios que acabamos de recordar! Actos extremos de disciplina fueron impuestos a los creyentes de una manera tal que no les permitió estar seguros de que eran justos, y los obligó a inclinarse frente a decisiones abusivas o a retirarse de la comunión con la iglesia que los había tomado.

Muchos corazones aún sufren a causa de esto. Entonces preguntémonos: ¿No hay remedio? ¿No podríamos, al menos en cierta medida, volver sobre nuestros pasos? Y si creemos que una severidad indebida caracterizó un acto disciplinario ¿no deberíamos, en el temor de Dios y con toda simplicidad, reconocerlo y humillarnos por ello ante Dios?

Apenas hemos tocado la superficie de un tema de gran importancia. Animémonos mutuamente a poner en práctica todo lo que fue considerado en sus diversos detalles. ¡Que Dios produzca un despertar entre los creyentes, un verdadero despertar de gracia en nuestros corazones! ¡Procuremos llevar a cabo cada etapa de la disciplina, conforme a Su pensamiento, estando atentos a los límites que la palabra de Dios impone a cada una de ellas!

 

  • 1NdR: R. K. Campbell escribió: «El deseo y la oración de cada uno deberían estar dirigidos a la restauración del transgresor ante el Señor y al restablecimiento de la comunión con la asamblea… Con el tiempo, los hermanos pueden sentir que el Señor quiere que visiten al transgresor de un modo puramente pastoral, habiendo un especial esfuerzo por su restauración».