“¿Cómo, pues, haría yo este grande mal, y pecaría contra Dios?”
(Génesis 39:9)
Vivimos en un mundo en el cual reina la inmoralidad, como en el tiempo en que José fue vendido en Egipto, a Potifar. Los “deleites temporales del pecado” (Hebreos 11:25) eran conocidos en esa época en Egipto como hoy en el mundo occidental en el siglo 21. Pero José no consideró esto como una excusa para rebajar la norma de Dios en cuanto a la santidad; no podemos tampoco tomar el bajo nivel moral de nuestros días como excusa para tolerar la negligencia en nuestras vidas. A José no le preocupaba lo que podía pensar la sociedad sobre esto. Y tampoco era el problema saber si este asunto se descubriría tarde o temprano, o nunca.
Si bien José estimó que esta acción sería injusta para con Potifar, en realidad no era el punto importante. Lo primordial era que Dios llama al adulterio “grande mal”, y que es un pecado cometido contra Dios mismo. El hecho de que la mujer de Potifar estaba de acuerdo, hasta exigente, no cambiaba la naturaleza de este pecado y la gravedad de tal comportamiento. Era un gran mal y un pecado contra Dios, y esto era suficiente para que José huyera. El riesgo de ofender a la mujer de Potifar por su rechazo no era nada en comparación con el peligro de pecar contra Dios. Pues, en definitiva, todo pecado es contra Dios.
Mucho más tarde, David no supo resistir a la tentación con Betsabé. Cuando percibió la inmensidad de su pecado, dijo a Dios: “Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos” (Salmo 51:4). En ese momento se dio cuenta de que hubiese sido mucho mejor para él comprenderlo antes de pecar: se hubiese ahorrado muchas angustias. No quiere decir que no se preocupó del mal que hizo a los demás, sino que vio su pecado bajo una mayor luz. Tomó conciencia de que era una desobediencia directa hacia Dios mismo. Si vemos las cosas en la luz de la santa presencia de Dios, tendremos una visión correcta. “A Jehová he puesto siempre delante de mí.... no seré conmovido” (Salmo 16:8).