La doctrina de la justificación por la fe está desarrollada en toda su amplitud en la epístola a los Romanos. Halla su culminación y conclusión en el primer párrafo del capítulo cinco: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo; por quien también tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios” (Romanos 5:1-2).
Hay una diferencia entre la justificación y el perdón. El perdón es un acto de bondad y benignidad de una persona. Se cometió un pecado contra ella, pero no se deja dominar por el mal y no tiene más memoria de él. Dios es un Dios de perdón y, en su bondad, ya no se acuerda de los pecados de los suyos. Es lo que leemos en Hebreos 10: “Y nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones” (v. 17).
La justificación, en cambio, es la no atribución de las faltas, la liberación de toda acusación. La culpabilidad era efectivamente real, pero ya no se le imputa al culpable. Aquí también la Palabra de Dios nos dice algo particularmente precioso: “¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará?” (Romanos 8:33-34). Dios es “el Juez de toda la tierra”, la más alta instancia. Y si él justifica, si anula las faltas ¿quién más puede acusar o condenar?
El perdón es, pues, el efecto de la bondad de Dios, mientras que la justificación es el resultado de su justo juicio. Porque me perdonó mi corazón confía en él. Porque me justificó ya no temo ningún juicio. Estas dos bendiciones están estrechamente ligadas entre sí y, porque éramos pecadores perdidos, necesitábamos las dos, pero no tienen el mismo significado. Sin embargo, su fundamento es el mismo: la sangre de Cristo, el Cordero de Dios.
No podíamos aportar ninguna contribución a nuestra liberación, pero Dios mostró “su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8). ¡Maravilloso amor! Dios, que sabía todo respecto de nuestro estado pecaminoso, envió a su Hijo unigénito para que diera su vida por nosotros. “No escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (8:32). Jesús “fue entregado por nuestras transgresiones” (4:25). Fue “quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 2:24). El Señor Jesús estuvo por nosotros bajo el juicio de Dios y sufrió el castigo que merecíamos por la eternidad. ¿Podemos estar lo suficiente agradecidos por esto?
Dios no pide doble pago de nuestra deuda. Cristo fue nuestro sustituto bajo el juicio; así, Dios no solo es un Dios lleno de gracia, sino que también es justo al justificar “al que es de la fe de Jesús” (Romanos 3:26). Dios es el juez supremo; y si él —que sabe todo lo concerniente a nosotros, que conoce cada pecado y cada falta de parte de nosotros— nos justifica, ¿quién puede aún imputarnos una culpa? No nos justifica solamente de tal o cual falta, sino “de todo” como está escrito en Hechos 13:38-39. ¡Qué consuelo hay en esta expresión “de todo”!: “de todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él es justificado todo aquel que cree”, en Cristo. Esta justificación tiene lugar una vez por todas, es perfecta y eterna porque tiene por fundamento el sacrificio perfecto del Señor Jesucristo.
Cinco verdades importantes
En la epístola a los Romanos encontramos cinco verdades importantes respecto a la justificación:
- Estamos justificados en su sangre (5:9): su sangre es el fundamento eterno de nuestra justificación.
- Cristo fue resucitado para nuestra justificación (4:25): la resurrección de Cristo es la prueba de nuestra justificación, la prueba de que Dios aceptó completamente su obra.
- Somos justificados por la fe (5:1): la fe es el principio sobre el cual hemos obtenido la justificación. Nuestras propias obras están excluidas. Nuestra fe es contada por justicia.
- Somos justificados gratuitamente por su gracia (3:24): la fuente de nuestra justificación es la gracia de Dios y no nuestro mérito.
- Dios mismo es el que nos justifica (8:33). Él es la instancia más alta que pueda pronunciar la sentencia. ¿Quién, pues, puede condenar?
Consecuencias de la justificación
Los dos primeros versículos de Romanos 5, que hemos citado al principio, nos muestran tres preciosas consecuencias de nuestra justificación. Es cierto que aún hay muchas más, pero queremos limitarnos a las que están mencionadas en estos versículos.
La paz para con Dios
Primero, “tenemos paz para con Dios”. Esta paz no resulta de nuestra experiencia, de nuestros sentimientos o de nuestra fidelidad. Esto sería un terreno inestable, sobre el cual jamás estaríamos felices. No puedo confiar en mi propio corazón; pero puedo y debo confiar en el corazón de Dios. Y si ha castigado y juzgado sin atenuación a su propio Hijo por todo lo que hice y por todo lo que soy como pecador, puedo confiar en él y creer lo que dice. Ahora bien, dice que es por mí y que me perdonó todos mis pecados.
Mi paz no descansa en la profundidad con que sentí mis pecados y me arrepentí cuando me convertí. Tampoco descansa en el hecho de que confesé todos mis pecados a Dios. ¿Qué pasaría si me hubiera olvidado siquiera de uno de ellos? Descansa en el hecho de que Dios me conoce perfectamente y de que me perdonó en Cristo.
Cristo se ofreció en la cruz para que Dios pudiera mostrar lo que piensa del pecado, de mis pecados. Y lo mostró. “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado” (2 Corintios 5:21). Dios trató el pecado como lo merece a sus ojos: lo condenó (Romanos 8:3). Puesto que las justas exigencias de Dios están plenamente satisfechas en la muerte de Cristo, el resultado para nosotros es una perfecta paz para con Dios. Así el Señor Jesús hizo “la paz mediante la sangre de su cruz” (Colosenses 1:20).
Esta es la paz de que goza el creyente, por la fe en la sangre de Jesús. Su conciencia puede ahora descansar con felicidad en la obra que Cristo cumplió, en la cual Dios también descansa con satisfacción. Así, en cuanto a su conciencia, el creyente está en paz para con Dios.
Esta paz para con Dios es el resultado de la justificación por la fe. Aquel que “es de la fe de Jesús” tiene la paz. Puesto que la tenemos “por medio de nuestro Señor Jesucristo”, es perfecta, inmutable y eterna. No esperamos recibirla, ya la tenemos ahora, y la tenemos por la eternidad porque Cristo es “nuestra paz” (Efesios 2:14). La tenemos, así como “tenemos” en Cristo Jesús “redención… el perdón de pecados” (Colosenses 1:14).
Muchos hijos de Dios sinceros se esfuerzan por llevar una vida de dedicación a Dios para obtener la paz de la conciencia. Piensan que deben hacer la paz. Ello se debe a que entienden muy poco el valor de la obra de Cristo, una obra que tuvo lugar enteramente fuera de ellos. Y así, en vez de tener los ojos puestos en Cristo y en la obra que cumplió por ellos, miran dentro de sí mismos y están ocupados de sus sentimientos inciertos, de sus insuficiencias y de sus infidelidades.
Claro que la fidelidad en el andar es importante. Por cierto que, en nuestra vida práctica, la paz de Dios debe guardar nuestros corazones y nuestros pensamientos en Cristo Jesús (Filipenses 4:7), y el Señor Jesús quiere darnos su propia paz en todas las circunstancias (Juan 14:27). Pero estas verdades son cosas distintas que conciernen a la experiencia cristiana y no a la “paz para con Dios”.
“Paz a vosotros”; tales fueron las palabras con las cuales el Señor se dirigió a sus discípulos en el día de su victoriosa resurrección (Juan 20:19). La paz es el primer y duradero fruto de su obra cumplida en la cruz, para todos aquellos que creen en él y descansan en su obra.
La gracia en la cual estamos firmes
La segunda consecuencia de la justificación es la gracia de Dios. Tenemos “entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes”. La gracia es siempre algo inmerecido. Es lo que nos da el amor de Dios. Así pues, nuestra posición delante de Dios ha cambiado completamente. Antes de nuestra conversión, la ira de Dios estaba sobre nosotros, como aquellos que rehúsan creer en el Hijo de Dios (Juan 3:36). Pero ahora, estamos en la gracia de Dios como aquellos a quienes “hizo aceptos en el Amado” (Efesios 1:6).
Por la fe hemos entrado en la perfecta y pura gracia de Dios, tenemos continuamente entrada a la presencia de Dios, en su gracia. Por medio de Cristo, “los unos y los otros (judíos y gentiles) tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre” (Efesios 2:18). Allí estamos y permaneceremos por la eternidad. No estamos “bajo la ley”, sino “bajo la gracia”, en la esfera en la cual la gracia reina por la justicia para vida eterna (Romanos 6:14; 5:21).
Nada puede separarnos del amor y de la gracia de Dios (Romanos 8:39). Mantengamos esto muy firmemente en nuestro corazón. Por la gracia, tenemos en Cristo una posición perfecta delante de Dios, podemos acercarnos a él con corazón sincero, en plena certidumbre de fe (Hebreos 10:22). Esta entrada y esta posición en la gracia de Dios no pueden incrementarse por nuestra fidelidad o disminuirse por nuestra infidelidad, por la sencilla razón de que es una gracia. Al final de su primera epístola, el apóstol Pedro habla del “Dios de toda gracia”; testifica: “Esta es la verdadera gracia de Dios, en la cual estáis” (5:12).
La gloria de Dios
Llegamos a la tercera consecuencia de la justificación por la fe, y esta es aún futura. La paz con Dios se refería esencialmente a lo que tuvo lugar en el pasado; la “gracia en la cual estamos firmes”, a lo que caracteriza nuestra posición actual. La tercera bendición se refiere a algo futuro: “nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios”. No esperamos obtener la paz para con Dios: la tenemos; no esperamos entrar en la gracia de Dios: estamos en ella. Estamos en la esperanza de la gloria de Dios, y es motivo de gozo.
Cuando las Escrituras hablan de la esperanza del cristiano, nunca se trata de algo incierto, de algo que tal vez se cumplirá, pero que también podría no cumplirse. “La esperanza” se refiere a lo que no vemos y que aún no poseemos, pero que será ciertamente nuestro. Así “nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios”. No la tenemos aún, sino la obtendremos. “La esperanza que se ve, no es esperanza; porque lo que alguno ve, ¿a qué esperarlo? Pero si esperamos lo que no vemos, con paciencia lo aguardamos” (Romanos 8:24-25). La promesa de Dios relacionada con su gloria es tan segura, que el hecho de que no la veamos aún cumplida solo permite una sola conclusión: esperamos con paciencia, aunque las circunstancias sean contrarias.
Lo que nos da derecho a la gloria de Dios es la sangre del Señor Jesús. Sin embargo, lo que nos hace capaces de mantenernos en esta gloria es la vida nueva, la vida divina, recibida cuando nacimos de nuevo. El propósito de Dios en cuanto a nosotros es indudablemente su gloria. “Teniendo la gloria de Dios”, leemos al final del Apocalipsis, tratándose de la Iglesia de Dios, “la gran ciudad santa de Jerusalén” (Apocalipsis 21:10-11).
En esto consiste el propósito de Dios. Nos “llamó a su gloria eterna en Jesucristo” (1 Pedro 5:10), y cuando haya llegado el momento, nos hará entrar en ella y nos vestirá con su gloria. Después de habernos justificado por la sangre de su Hijo, no hay, por decirlo así, ningún lugar demasiado elevado que no pueda darnos. Un lugar inferior a su propia gloria, se puede decir con toda reverencia, restringiría el valor del sacrificio de su Hijo.
No se trata de lo que merecimos; no hemos merecido nada aparte del juicio. Se trata del valor que el sacrificio de Cristo tiene a los ojos de Dios. Este valor es infinito. Y es la razón por la cual lo que obtenemos en virtud de este sacrificio tiene un alcance y un significado infinitos. Dios honra a su Hijo. Da a los que creen en su Hijo la mayor y más elevada gloria que pueda darles. ¡Maravillosa y adorable gracia de Dios que unió nuestro destino eterno a su propia gloria eterna, y a la gloria de Cristo y de su obra!