Un objetivo
Una vez solucionada la cuestión fundamental de la salvación en cada uno, inmediatamente se plantea otra cuestión, la del andar. En adelante, el creyente es llamado a andar para la gloria de Dios, de una manera totalmente diferente del pasado (1 Pedro 4:2-3).
El andar es algo muy distinto de la posición delante de Dios. Bajo este último aspecto, todos los rescatados son aceptos: “nos hizo aceptos en el Amado” (Efesios 1:6).
Pero en cuanto a nuestra vida práctica, Dios espera de nosotros una vida digna de la vocación con que fuimos llamados (Efesios 4:1). ¿A qué altura debe colocarse este andar cristiano? “Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados. Y andad en amor, como también Cristo nos amó…” (Efesios 5:1-2).
Atravesamos un mundo hostil, cuyo jefe es Satanás. Nuestros pensamientos y nuestros afectos deben moverse habitualmente en el cielo, donde Cristo, quien es nuestra vida, se sentó (compárese con Hebreos 12:2) a la diestra de Dios. Si es así, habrá cada vez más estabilidad en nuestras almas, y nuestros pensamientos quedarán cada vez más alejados de este mundo malo.
Cristo es nuestro modelo. Como Hombre en la tierra, no tenía otro objetivo que el de hacer la voluntad de Aquel que lo había enviado. Su andar fue siempre para la gloria de Dios y lo manifestaba. Como autor y consumador de la fe (Hebreos 12:2), nos llama a seguir sus pisadas (1 Pedro 2:21). El amor derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado nos incita a andar como es digno de él, “agradándole en todo, llevando fruto en toda buena obra, y creciendo en el conocimiento de Dios” (Colosenses 1:10).
Tal es el programa propuesto a todo rescatado. La feliz condición de un siervo de Jesucristo, ¿no es reconocer que en adelante pertenece enteramente a Aquel que por él murió y fue resucitado?
Pero, en la práctica, ¿qué hacemos con nuestro tiempo, con nuestro dinero? ¿Cuáles son los objetivos que perseguimos? ¿Está realmente todo puesto en las manos de Cristo? Si su amor nos constriñe, sus mandamientos no son gravosos para nosotros. No deja de animarnos un firme deseo: el de andar según su pensamiento, en la santidad práctica (1 Pedro 1:15-16).
Obstáculos y recursos
Un recién convertido descubre rápidamente que la carne todavía está en él, y que ante la menor ocasión, ante la menor falta de vigilancia, está lista para producir frutos malos. Y esto ocurre cualquiera sea nuestra edad. El viejo hombre está viciado conforme a los deseos engañosos (Efesios 4:22).
Comprender la persistencia de esta vieja naturaleza en cada uno de nosotros es una experiencia muy dolorosa, pero necesaria. La Palabra de Dios, recibida por la fe, nos da la seguridad de que estando muertos con Cristo, no estamos más bajo el dominio del pecado, y podemos dejar de servirlo (Romanos 6:2, 6). Puesto que Cristo fue resucitado y estoy unido a él para siempre, puedo andar en vida nueva (no es que debo, no es una ley). Por eso Dios nos dirige esta exhortación fundamental: “Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús” (Romanos 6:11). El pecado no debe reinar más en nuestro cuerpo mortal, para que obedezcamos a sus deseos. Con este objetivo, Dios pone a nuestra disposición la fuerza de la presencia activa del Espíritu Santo en nosotros. Es el poder de la vida nueva. Sin su libre actividad, entregados a nosotros mismos, no tenemos ninguna fuerza. Velemos para que no sea contristado (Efesios 4:30).
Miembros entregados
Antes, bajo el dominio de Satanás, nuestros miembros se entregaban al mal sin impedimento. El oído escuchaba con gusto discursos seductores e impuros, así como truhanerías (Efesios 5:3-4). Los ojos estaban dispuestos a fijarse sobre todo lo que brilla en este mundo, procurando sensaciones agradables para la carne. Estaban dispuestos a mirar cosas indecorosas, que excitan la concupiscencia en el corazón. La boca era empleada para pronunciar palabras vanas, mentirosas, aduladoras, maledicentes, incluso blasfemas (Santiago 3:2-12). Los pies nos llevaban rápidamente en compañía de los burladores y profanos (Salmos 1:1). Las manos podían ser instrumentos de injusticia, de violencia, e incluso de muerte. Releamos el cuadro de Romanos 3:13-18.
Ahora bien, somos llamados a vivir para Dios con una nueva vida que su gracia nos comunicó. Esos mismos miembros que servían al pecado, para hacer toda clase de mal, se convierten en instrumentos de justicia. Son “presentados” a Dios, para hacer todo lo que le agrada (Romanos 6:19). Pertenezco a otro amo que me libertó de la ley del pecado y me puso bajo la ley del Espíritu de vida (Romanos 8:2). Hace falta recordar que la “ley” aquí es un principio que obra invariablemente de la misma manera para alcanzar su objetivo.
Pero se dirá, ¿es realmente posible andar como Cristo anduvo? Para hacerlo, es preciso poner los ojos en el Señor, como Pedro cuando anduvo sobre las aguas (Mateo 14:29-31). Recordemos siempre que el poder para obrar y andar para la gloria de Dios se encuentra solamente en el Espíritu Santo (Efesios 3:16; Gálatas 5:25, 16). Con su poderoso socorro podemos rechazar las demandas de la carne, sus malas obras, hacer “morir” las obras de la carne (Romanos 8:13). Y producir por el contrario el fruto bendito del Espíritu que es “amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza” (Gálatas 5:22-23).
Estemos firmes en esa libertad con que Cristo nos hizo libres, sin que ella sirva de ocasión para que la carne se manifieste (Gálatas 5:1, 13).
Corazones rectos
¡Bendito sea Dios! Ya no estamos “obligados” a pecar. “Basta ya el tiempo pasado para haber hecho lo que agrada a los gentiles”, escribe Pedro (1 Pedro 4:2-4). Y el apóstol Juan dice también: “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis” (1 Juan 2:1).
Pero si por una falta de vigilancia, por no usar constantemente los recursos divinos (la Palabra y la oración) y por no permanecer dependientes del Espíritu Santo en nosotros, por desgracia pecamos, tenemos un intercesor para con Dios. “Si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 2:1-2). No esperemos, confesemos nuestros pecados (nuestras faltas), él es fiel y justo para perdonarnos (1 Juan 1:9).
Apoyados resueltamente en las afirmaciones de las Escrituras de las cuales acabamos de hablar brevemente, tomemos a pecho sus exhortaciones para el andar y las promesas que están ligadas a ellas. “Jehová, ¿quién habitará en tu tabernáculo? ¿Quién morará en tu monte santo? El que anda en integridad y hace justicia, y habla verdad en su corazón” (Salmo 15:1-2). En estos versículos, el Espíritu de Dios pone énfasis en el hecho tan importante de morar cerca de él, y muestra de qué manera podemos hacerlo realidad. En el Salmo 101:2 y 6, el andar íntegro en nuestra casa y un camino perfecto están ligados al servicio: “este me servirá”. “Bienaventurado todo aquel que teme a Jehová, que anda en sus caminos” (Salmo 128:1). El que camina rectamente encuentra consuelo en Sus palabras, ellas le hacen bien (Miqueas 2:7) y le ayudan a resistir a los que buscan desviarlo. ¡Qué valor tiene esta promesa en la actualidad! Como la de Isaías 33:15-17: “El que camina en justicia y habla lo recto... habitará en las alturas; fortaleza de rocas será su lugar de refugio; se le dará su pan, y sus aguas serán seguras”. Y más aún: “Tus ojos verán al Rey en su hermosura; verán la tierra que está lejos”.
Andar
Recordemos algunas expresiones importantes de las epístolas. Andar en vida nueva (Romanos 6:4): esta se muestra prácticamente en un andar nuevo. Andar en el Espíritu (Gálatas 5:16): es él quien obra en el creyente. Andar en amor, “como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros” (Efesios 5:2): seguir tales huellas es mostrar la misma compasión, el mismo espíritu de sacrificio, la misma abnegación completa. Andar en la verdad (3 Juan 4): es mostrar en nuestra vida práctica que conocemos la verdad y que vivimos en ella. Esta es la atmósfera de nuestra santificación, que el Señor pidió al Padre (Juan 17:18). Andar en la luz, “como él está en luz”: así se disfruta la comunión de los hijos de Dios los unos con los otros (1 Juan 1:7). Andar “sabiamente para con los de afuera, redimiendo el tiempo” (Colosenses 4:5): el Espíritu Santo puede darnos el discernimiento necesario para que nuestra palabra sea “con gracia, sazonada con sal”.
También podemos inspirarnos con el ejemplo de aquellos que la Palabra distingue por haber andado con Dios, incluso si han tenido fallas, a diferencia del Modelo perfecto. Dios dijo a Abraham: “Anda delante de mí y sé perfecto” (Génesis 17:1). Y más tarde, el patriarca pudo decir realmente: “Jehová, en cuya presencia he andado, enviará su ángel…” (Génesis 24:40).
Enoc es un ejemplo notable. El relato de su vida es breve pero muy valioso. Después que engendró a Matusalén, caminó con Dios trescientos años (Génesis 5:22). ¿Sabemos qué es andar con Dios un solo día? El principio de un andar como el de Enoc, es la fe. Esta se traduce en la dependencia, la piedad, la separación del mal, la santidad. La relación mantenida con Dios permite conocer sus pensamientos. No encontramos ningún detalle sobre el andar de Enoc, ni sobre su arrebatamiento. Pero se le da testimonio de que antes de ser traspuesto agradó a Dios (Hebreos 11:5). Como a Elías, el cielo lo reclamó, y es una figura de los que serán traspuestos sin pasar por la muerte, en la venida de Cristo. Su nombre significa “instruido”. Dios le enseñó, le dio una visión del porvenir, del momento en que el Señor habrá de venir con sus santas decenas de millares (Judas 14-15). Y esta revelación lo mantuvo separado en medio de los que iban a ver el juicio. Todo lo que Dios nos revela en su Palabra, ¿tiene la misma acción santificadora en nuestras vidas? ¡Que su gloria tenga valor para nuestros corazones! (2 Tesalonicenses 1:10).
“Qué es lo que Jehová pide de ti, sino hacer justicia, y amar la misericordia, y andar humildemente con tu Dios” (Miqueas 6:8, V.M.).