El Padre, el Hijo, el Espíritu Santo. Este misterio de los misterios, conocido únicamente por la Deidad, el misterio de las tres Personas divinas distintas en una unidad que implica la existencia entre ellas de relaciones cuyo secreto nuestro espíritu es incapaz de penetrar, es un misterio que subsiste para siempre. En él reside, no obstante, la gran base del cristianismo, tan alejada del monoteísmo judío como del panteísmo o del politeísmo paganos. Dios el Padre se ha revelado en el Hijo, imagen del Dios invisible, y el Espíritu Santo da testimonio de esta revelación. El Hijo hecho hombre —el hombre Cristo Jesús— sin dejar de ser Dios, podía decir: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9). Nadie puede venir al Padre sino por medio de él, pero aquellos que creen en él conocen al Padre, único verdadero Dios (Juan 17:3).
Al convertirse, un pecador convencido de su estado de perdición empieza por encontrar en Jesús al Salvador de quien tiene necesidad y que vino a buscarle y salvarle. Después, a medida que comprende el valor de ese “don de Dios” y el de Su sacrificio, dice, por medio del Espíritu Santo: “¡Abba, Padre!” (Gálatas 4:6). Todos los “hijitos” de 1 Juan 2 conocen al Padre en Jesucristo “venido en carne”. Y, en adelante, el curso normal de la carrera cristiana está caracterizado por el hecho de aprender de Cristo (Mateo 11:29) y de aprender a Cristo mismo cada vez mejor (Efesios 4:20); los “padres” son, como lo dice el apóstol, quienes conocen a Aquel que es desde el principio (1 Juan 2:14). Pero este conocimiento, dado por el Espíritu Santo (Juan 16:13-15), no se separa del que se refiere al Padre. “Yo y el Padre uno somos” (10:30).
Nadie podría —sin caer en irreverencia o error inadmisible— emplear, dirigiéndose a las Personas divinas, una expresión en plural que dejaría suponer la existencia de dioses diferentes.
Es particularmente conmovedor leer en algunos pasajes de la Escritura que Jesús dijo “nosotros” (nos) al hablar del Padre y de sí mismo, a fin de asociar para nuestro espíritu al Padre y al Hijo. Es muy cierto que el Antiguo Testamento alude a la pluralidad divina, sea con el nombre de Elohim: “Dios” en Génesis 1:1 (un plural, pero con el verbo en singular), sea con las expresiones de Génesis 1:26 y 3:22, o por medio de figuras típicas como Abraham y su hijo Isaac yendo “ambos juntos” (22:6). Pero es atributivo de Jesús —Dios manifestado en carne— decir un «nosotros» que engloba expresamente al Padre y al Hijo, quienes son uno. Y lo hace con relación a los “suyos” (Juan 10:30), luego al hablar a los suyos (Juan 14:23) y finalmente al hablar de ellos a su Padre (Juan 17:11, 22). Se trata de aquellos cuya fe en Él les separa del mundo para asociarlos a Él. Han recibido como porción la vida eterna y el derecho de ser hijos de Dios.
En Juan 10 son sus ovejas. Aquellas a las que él hace salir del redil judío y a las que se les unirán otras, traídas de otro lugar, para ser un solo rebaño, bajo los cuidados de un solo Pastor. Ellas son vistas en la tierra, pero él les da, entre otras cosas y por encima de todas, la vida eterna, y “no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano”, como así tampoco “de la mano de mi Padre” (v. 28-29). Ellas son del Padre, pero se las da al Hijo, se las confía como pastor; ellas serán perfectamente alimentadas y protegidas por ese pastor que las ama hasta dar su vida por ellas y quien, resucitado, las vivifica por la eternidad. Él es el Pastor, pero el rebaño es del Padre. Entre él y el Padre hay un gran secreto. Ellas todo lo tienen en Cristo, pero “mi Padre que me las dio, es mayor que todos” (v. 29). ¿Quién las arrebatará de tal mano? Si bien ellas están en la mano de Aquel que se hizo hombre para salvar al rebaño y dar a las ovejas la vida eterna, esta mano del Pastor está recubierta por la del Padre. Tanto en la eternidad como en la encarnación encontramos al Hijo en la misma posición frente al Padre. Es una posición de dependencia, pues el rebaño pertenece al Padre; pero dependencia en unidad, pues al mismo tiempo dice: “Yo y el Padre uno somos”. Un mismo amor, una misma solicitud, una misma seguridad divina. Cualesquiera sean las vicisitudes del rebaño aquí abajo a causa de las debilidades de las ovejas, de sus flaquezas y sus extravíos, poseen un título incambiable: ser el rebaño de Dios confiado a Cristo. No se puede arrebatarle a la divinidad lo que ella tiene en manos tales como las del Padre y las del Hijo, quienes son uno: “uno somos”.
En Juan 14 el Maestro y Señor va a abandonar la tierra, dejando a los suyos en este mundo, aunque amados “hasta el fin” (13:1); aparentemente solos, privados de Sus consolaciones pero no huérfanos. Otro Consolador les sería enviado —el Espíritu Santo— para estar eternamente con ellos y en ellos (14:16-17). Más aun: será ventajoso para ellos que el Señor se vaya, pues el Padre y el Hijo están listos para venir y hacer su morada en el fiel, aquí abajo, mientras se le prepara un lugar en las moradas de la casa del Padre (v. 2). “Vendremos a él, y haremos morada con él” (v. 23), juntos, en unidad. Los creyentes son considerados no tanto como ovejas alimentadas y protegidas que como familiares, ya que cada uno de ellos es invitado a ser la “morada” de esos huéspedes divinos: ¡la Deidad misma! En el capítulo 15:15 serán amigos, ya no más siervos, y en el capítulo 16:33 serán testigos en un mundo enemigo pero vencido. Pero en el capítulo 14:20 el Hijo está en el Padre, ellos están en el Hijo y el Hijo en ellos. “Haremos morada con él” (v. 23), no una aparición, un breve alto, sino una morada. Tal comunión es algo inefable. Únicamente puede gustarla aquel que, compenetrado del amor del cual es objeto, corresponde a ese amor guardando las palabras de Jesús. No obstante, esa comunión es propuesta a todos. No digamos que estas cosas son demasiado elevadas para nosotros. El alma humilde se deja impregnar de ellas sin esfuerzo y realmente goza de una relación a la que nada puede destruir, pero de la cual pronto perdemos conciencia por culpa nuestra. Mi hijo no deja de ser mi hijo, pero a él le toca no ser indiferente al amor de su padre. Ojalá nuestros corazones respondan a este amor, de manera que la común promesa del Padre y del Hijo no quede en nosotros en el estado de una concepción vaga y lejana.
En el capítulo 17 el Hijo habla a su Padre, y nosotros somos invitados a escuchar su oración. Le habla de los suyos, de aquellos que su Padre le dio, así como las ovejas son dadas al pastor: “los hombres que del mundo me diste”, dice él; “tuyos eran, y me los diste, y han guardado tu palabra”; ellos “han creído” (v. 6, 8). A su vez él los confía a Aquel que es poderoso para guardarlos del mundo, guardarlos en ese nombre del Padre en el que él mismo los había guardado. Los asocia a él del mismo modo que él, como hombre, ha estado asociado al Padre. Ya no es solamente el rebaño del Padre que queda a cargo del Hijo como pastor; ni es la familia aparentemente dejada huérfana pero que está dotada del privilegio de hospedar no solamente al Espíritu Santo, sino al Hijo y al Padre juntos. He aquí mucho más: la unidad a imagen de la unidad divina, suprafamiliar. “Como nosotros somos uno” (v. 22). De ningún modo es una unificación con la divinidad —ya que el hombre no puede ser Dios—, la unidad divina en la pluralidad subsiste, pues, como el misterio más insondable. No por eso es menos cierto que los creyentes, hijos de Dios, son hechos “participantes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1:4); sacados del mundo, odiados por este mundo, son puestos en él como testigos, en una unidad que refleja la del Padre y el Hijo venido aquí abajo para revelar al Padre.
Unidad operante, primeramente: fue la de los apóstoles inspirados que predicaron la “salvación tan grande” anunciada ya por el Señor y confirmada por ellos una vez que la expiación quedó hecha y Cristo fue glorificado (Hebreos 2:3). Por medio de ellos era dado a conocer Aquel que vino a revelar al Padre con el fin de dar la vida eterna a todo aquel que cree. Unidos en su predicación como Jesús lo estaba con su Padre, la doctrina expuesta por los apóstoles es una, intangible como la unidad misma del Padre y del Hijo. Esto es lo que existe desde el principio.
Luego, unidad de aquellos que han creído esta palabra de los apóstoles —la misma hoy que entonces— y que son llevados a gozar entre ellos, juntos, por medio del mismo Espíritu y con “gozo cumplido” (Juan 17:13), de la comunión de esos apóstoles con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Son llamados a dar testimonio de ello ante el mundo, poniendo a éste bajo la responsabilidad de creer. “Que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros” (v. 21).
Así seguirá hasta que el conjunto sea consumado en la perfección gloriosa, vestido de “la gloria que me diste” y que “yo les he dado”, gloria que será manifestada a este mundo, el que entonces conocerá lo que no habrá querido creer. Deberá reconocer, en aquellos que serán así “perfectos en unidad”, a Aquel a quien el Padre envió. Verá la gloria de aquellos que creyeron; serán “uno en nosotros” —dice Jesús— “como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí...”. Y el mundo conocerá lo que ellos habrán creído, es decir, “que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado” (v. 21-23).
¿Qué podemos decir, qué podemos hacer, sino unirnos en una misma adoración al oír tal lenguaje de resonancias infinitas? Aquel que lo pronunció lo hizo estando todavía en la tierra, pero estaba a punto de entrar en el cielo —ya que la redención había sido obtenida—, donde iba a ser saludado por Dios, como sumo sacerdote según el orden de Melquisedec, por la eternidad; y entró allí como nuestro precursor. Al oírlo, tomemos a pecho la unidad por la que oraba al Padre, y que este amor a través del cual el mundo debería reconocer a los discípulos de Cristo, el amor con el cual él mismo ha sido amado, su amor, esté en nosotros, y Él en nosotros.