Dos casas

Mateo 26:1-30

El Señor Jesús terminó sus discursos. Puso frente a sus discípulos el camino de sufrimiento del remanente, el servicio de los cristianos, la prueba de las naciones en los últimos días y el juicio que él ejecutará, con justicia, cuando venga en su gloria (Mateo 24 y 25).

Les anuncia ahora que la Pascua está cerca, y que él mismo va a ser entregado para ser crucificado. Tiene por delante, no ya el juicio que ejercerá (Mateo 25:31-46), sino el juicio terrible que llevará a causa del pecado. Pasa de la visión de su gloria a la de su camino de humillación y sufrimiento. La paz de su corazón manifiesta su grandeza y su perfección moral.

Pronto el hombre mostrará todo su odio contra el Señor. Hombres inicuos juzgarán, condenarán, crucificarán a Cristo, el Hijo de Dios. Luego, cuando el hombre entregado a Satanás haya llegado al límite de lo que es capaz de hacer, Dios mismo intervendrá, primero durante las horas de la expiación, las horas de tinieblas, de las cuales el hombre no puede ser testigo, y después en la resurrección de Jesús, la victoria sobre la muerte y sobre todo el poder del mundo.

Pero antes de estas horas, antes de la lucha de Getsemaní, cuando el Señor se hallaba solo con su Padre, en una comunión insondable, pudo gozar de algún refresco en dos casas, de algunos instantes de comunión, a pesar de todo lo que le rodeaba.

 

La casa de Betania

Una casa en Betania y un palacio en Jerusalén

En Jerusalén, los principales sacerdotes y los ancianos del pueblo se reunieron en el palacio del sumo sacerdote, y tuvieron consejo para prender a Jesús y matarle (Mateo 26:3-4, V.M.).

El palacio del sumo sacerdote era, a los ojos de los hombres, un lugar de riqueza y poder. Estas riquezas podían haber sido adquiridas por medios escandalosos, por tráfico en el templo (21:13); el poder podía estar asociado a la mentira y en connivencia con los romanos (véase Juan 11:48); sin embargo, el hombre seguía fascinado por estas riquezas y este poder. Sigue buscándolos, por mucho que pretenda odiar la deshonestidad y la mentira.

Pero el Rey no tenía ningún lugar en este palacio. Aquel que reunirá en su persona las glorias de rey y sacerdote, el que un día será “Sacerdote sobre su trono” (Zacarías 6:13, V.M.), es rechazado por los conductores de su pueblo.

En Betania, en cambio, el Señor es recibido en casa de Simón. Aquel que vivía en esta casa era conocido como “el leproso”. Quizás el Señor lo había sanado, y este apodo le había quedado. Había llevado las marcas de su enfermedad sin poder disimularlas. La lepra es la imagen del pecado. El Señor, que no tiene lugar en los palacios del mundo, se encuentra allí, amigo de publicanos y pecadores. Un hombre que no podía esconder su miseria, su pecado, lo había recibido. Y, precisamente porque había venido para salvar y para sanar, Jesús tenía un lugar en esta casa.

Es allí donde una mujer lo halla: María, a quien Juan nombra en su evangelio (12:3). Derrama sobre su cabeza un perfume de gran precio, mientras Jesús estaba a la mesa. Sin duda, hacía mucho tiempo que pensaba en este acto; lo había preparado; había adquirido este perfume. ¡Qué contraste entre lo que había ocupado su corazón y los pensamientos asesinos de los principales sacerdotes! Ofrece el perfume al Señor, el homenaje que los sacerdotes le negaban. Reconoce al Rey que los jefes del pueblo rechazaban. La Pascua que se acercaba era el momento del cumplimiento de los consejos de Dios. Para los hombres reunidos en casa de Caifás, esta fiesta parecía ser un obstáculo para la realización de sus planes de odio (v. 5). Pero para María, era la única oportunidad para honrar a su Señor.

María había sido enseñada

¿Quién había enseñado a María? El Señor, con sus palabras. Y el amor que tenía por Él la guiaba. Los discípulos también amaban al Señor y, sin embargo, no habían entendido la importancia del momento, la crisis que se acercaba. Le habían escuchado hablarles de su muerte, de sus sufrimientos, de su resurrección. Pero hasta ese momento, sus palabras aún no habían formado sus pensamientos ni dirigido sus afectos. Su entendimiento aún no había captado las palabras del Señor ni sus milagros (véase Lucas 24:25; Marcos 8:21). En cambio, María lo había escuchado y sus palabras habían quedado grabadas en su corazón. Se había alimentado con ellas cuando estaba sentada a sus pies, había experimentado su poder al resucitar a su hermano. Su amor fue así formado, y hecho capaz de entender las palabras de Jesús que había oído y guardado.

Los discípulos habían estado en Jerusalén con el Señor; pudieron ver la incesante oposición de los judíos contra él, las repetidas tentativas de sorprenderlo en alguna falta; pudieron oír lo que había anunciado respecto al destino de Jerusalén. Pero sus pensamientos permanecían apegados al templo, a sus grandes y bellas piedras (véase Marcos 13:1); seguían pensando que el Señor pronto iba a establecer su reino y se preocupaban del lugar que iban a tener en él.

María se había dado cuenta de que el Señor ya no podía pasar la noche en Jerusalén, que volvía a Betania o se quedaba fuera de la ciudad (Mateo 21:17; Lucas 21:37). Había discernido que Jerusalén lo rechazaba, pues no había posibilidad de reposo para él en esta ciudad. Sin duda comprendía que ese rechazo iba a manifestarse plenamente, y que era el momento para ella de honrar al Señor.

¿Dónde buscaremos al Señor, y dónde aprenderemos a conocer sus pensamientos? No lo busquemos en lo que tiene una mera apariencia a los ojos de los hombres y del mundo. Ni el palacio del sumo sacerdote —en el cual el poder humano rechaza a Cristo— ni el magnífico templo, son lugares en los cuales podemos hallarle y aprender de él. En Betania es donde lo hallamos, el lugar donde su corazón puede hallar reposo. En la casa de Simón, donde no se puede invocar ningún otro privilegio que el de su gracia, ni se puede conocer ningún otro poder que el de su gracia. ¿Buscaríamos en el mundo y su religión a Aquel a quien rechazan?

La apreciación de los hombres, la apreciación del Señor

Los discípulos no comprendieron el acto de María. Más de una vez sucedió que ella no había sido comprendida. Cuando estaba sentada a los pies de Jesús para escucharle hablar, Marta, preocupada por muchos quehaceres, no comprendió. Al ir hacia Jesús, después de la muerte de Lázaro, los que estaban presentes pensaban que iba al sepulcro; pero no iba hacia el lugar de la muerte, sino hacia el Príncipe de la vida. Ahora, los discípulos la censuran. Una fe sencilla e inteligente, apegada al Señor, a menudo es mal comprendida.

Aquí un hombre malo, Judas, es quien arrastra a unos creyentes apegados al Señor a poner en duda el acto de María, invocando lo que parecía ser un buen motivo: el bien de los pobres. Sin darse cuenta del alcance de lo que dicen, concluyen que el homenaje rendido al Señor es ‟un desperdicio”.

El Señor responde a los discípulos para sondear sus corazones. “Siempre tendréis a los pobres con vosotros”, y en Marcos añade: “y cuando queráis les podréis hacer bien” (14:7). ¿Habían verdaderamente pensado en aquellos pobres que siempre estaban con ellos? ¿Querían ellos mismos hacerles bien?

Sus críticas muestran no solo que no comprenden el acto de María, sino que no disciernen la gloria del Señor. Él mismo había alimentado a los pobres varias veces, involucrando a los discípulos en este servicio a pesar de su incomprensión. ¿No habían visto esa compasión que lo llevaba hacia los miserables? ¿No estaban todas las riquezas divinas en su mano para cuidar de los afligidos? El pensamiento de que los pobres pudiesen ser perjudicados por la devoción de María al Señor, por el homenaje que le rendía, testificaba de su desconocimiento del Señor.

Pero Jesús da pleno valor al acto de María. Esta mujer probablemente no había captado todo el alcance de lo que estaba haciendo, aun cuando había discernido el momento para llevar al Señor lo que había preparado para él. Había sentido que la constante oposición del hombre, la imposibilidad para el Señor de quedarse en Jerusalén, hacían cada vez más cercano el momento en el cual iba a dejar esta escena. Pronto ya no iba a estar en este mundo que solo sentía odio por él. El Señor lo expresa claramente: no solo evoca su muerte, sino particularmente su sepultura. Es el momento en el que estará escondido de las miradas del mundo. En adelante, el mundo ya no le verá, hasta su regreso con poder y gloria. Los suyos no lo tendrán más con ellos en la tierra. Será para ellos, para nosotros, un objeto de fe. Es aquel a quien amamos sin haberle visto (1 Pedro 1:8). Es aquel a quien veremos pronto tal como él es, pero que ahora está velado a nuestros ojos (1 Juan 3:2). El testimonio del Señor (Juan 14) y de sus apóstoles nos enseña esto claramente. María lo había comprendido, y el Señor da a su acto todo su verdadero alcance. Pronto iba a ser escondido de este mundo, y conocido solo por la fe.

Esto nos permite comprender que el Señor enlaza el Evangelio con el acto de María. Anteriormente, había hablado del evangelio del reino. Ahora, el Evangelio toma un nuevo carácter, ligado a su muerte, a su sepultura misma (véase 1 Corintios 15:3-4). “Este evangelio” es aquel que nos une a un Cristo rechazado por el mundo, a un Cristo muerto en la cruz, a un Cristo exaltado y digno de todo amor, pero objeto de nuestra fe, conocido por su palabra y por su poder. Este Evangelio será “predicado en todo el mundo”. ¡Qué perspectiva abre el Señor ante sus discípulos! Creían pensar en los pobres, y el Señor habla de las riquezas de la gracia que será presentada al mundo entero. El vínculo que establece aquí entre la adoración que le corresponde y el ministerio del Evangelio, es profundamente instructivo para nosotros.

 

La casa escogida por el Señor

La casa que él escogió

Después de la casa de Simón, encontramos lo que podríamos llamar la casa del Señor, aquella en la cual va a comer la Pascua con sus discípulos. Betania es la casa en la cual María, frente al odio del mundo y la incomprensión de los discípulos, expresa el amor de un corazón que se apega a aquel que va a poner su vida por sus amigos. La casa del Señor es aquella en la cual reúne a los suyos para que estén con él. Allí les recuerda su amor que lo llevó a entregarse a sí mismo, a la muerte, a esta muerte que es la liberación de ellos.

Él es quien escoge el lugar, que los reúne a la mesa con él, que les da el memorial de su muerte y la esperanza del reino.

El Señor obra con perfecta autoridad, y dispone los corazones para que reconozcan esta autoridad. Los discípulos le preguntan: “¿Dónde quieres que preparemos para que comas la Pascua?” (Mateo 26:17). Desean preparar las cosas para él, y entienden que él conoce el lugar apropiado. Jesús no tenía lugar en Jerusalén; ¿dónde hallar un lugar para celebrar la Pascua? Si deseamos honrar al Señor, no nos dejaremos guiar por nuestra propia apreciación de lo que es bueno. Si deseamos estar con él, no podremos hallar por nosotros mismos, en el mundo que lo ha rechazado, el lugar que conviene. Es preciso que él nos enseñe respecto de esto.

Pero en esa misma ciudad, hay alguien que tiene un corazón dispuesto a someterse a su palabra. Las palabras: “El Maestro dice: En tu casa celebraré la pascua con mis discípulos” le bastan. Un hombre, en Jerusalén, había sido preparado para dejar su casa al Señor, para reconocer sus derechos sobre ella. En el evangelio de Marcos, Jesús la llama “mi aposento” (14:14). ¿Nos damos cuenta de estos derechos del Señor? Los discípulos hacen ‟como Jesús les mandó”. El valor de este momento tan precioso para el corazón del Señor —cuando juntos nos acordamos de él— solo puede ser estimado por corazones enteramente sometidos a su autoridad. El lugar, la preparación, todo ha de ser conforme a su palabra, y expresar el reconocimiento pleno, sin razonamiento, de su autoridad.

El Señor se sienta a la mesa con sus discípulos. Toma el lugar del Maestro. Pero les da un lugar con él, para gozar de este momento de comunión.

Una palabra para sondear el corazón de los discípulos

Sin embargo, mientras están comiendo, en paz con él, deberá hablarles de una manera que los entristecerá profundamente. Sin duda alguna, la tristeza del Señor era infinitamente más profunda que la de los discípulos, pero tenía que sondearlos. La comunión en la que quiere tenernos no puede realizarse poniendo de lado la verdad, la verdad en lo íntimo. Jesús les anuncia que uno de ellos lo entregará. El estado de su corazón se manifiesta primero por su tristeza. Luego, por el hecho de que ninguno de ellos protesta, sino que preguntan: “¿Soy yo, Señor?”. ¿Cómo tomar conciencia de lo que somos, sino reconociendo la autoridad de su palabra y dándonos cuenta de que ella se dirige directamente a nosotros? Es a él a quien acuden, y esta confianza es preciosa para el Señor.

Así es cómo sondea la conciencia de los suyos, los lleva a sentir su debilidad; en el fondo de sí mismos, serían capaces de entregarlo. Evidentemente ningún creyente, ninguno de los que tienen la vida divina, será un Judas. La gracia lo guardará. La desconfianza en sí mismos que muestran aquí los discípulos los lleva a expresar, posiblemente sin que midan hasta qué punto, su entera dependencia del Señor y su confianza en él. Los relatos de Lucas y de Juan subrayan las dudas e interrogantes que se planteaban entre ellos (Lucas 22:23; Juan 13:22). Aquí y en Marcos, la pregunta es hecha al Señor.

Judas, después que el Señor se refirió al juicio hacia el cual el traidor marchaba, también pregunta: “¿Soy yo, Maestro?” Y Jesús le dice: “Tú lo has dicho”. Judas reconoce exteriormente la enseñanza del Señor; pero no lo conoce por sí mismo como su Señor. No tiene una relación vital con Jesús.

La cena con los suyos

Según lo que leemos en el evangelio de Juan, parece que Judas salió directamente después de estas palabras del Señor: “Cuando él, pues, hubo tomado el bocado, luego salió; y era ya de noche” (13:30).

Durante ese momento de comunión, Jesús instituye la cena, el memorial. Otra vez toma el lugar del Maestro, pero ahora lo toma para bendecir. Da a los discípulos el pan, la copa, y canta un himno con ellos.

Aquí también lo hace todo Él. Los discípulos reciben de él el pan, la copa, con sencillez. En el relato que el Espíritu Santo nos da por medio de Lucas, notamos cuánto se manifiesta la debilidad de los discípulos en esta circunstancia: se levanta una disputa entre ellos, están preocupados por su posición, por su importancia; luego Pedro expresa su confianza en sí mismo, sin escuchar las advertencias del Señor. En el relato de Mateo, estas circunstancias se señalan después que el Señor salió con los suyos; no perturban este momento de comunión. Por eso este pasaje termina con la mención del himno que el Señor cantó con los suyos, antes de salir de la casa. Lucas no puede hablar de esto después de narrar los acontecimientos que vincula a la cena. Esto es profundamente instructivo. ¿Cómo podríamos asociarnos a este himno que se eleva hacia el Padre, si nuestros corazones están llenos de nosotros mismos o insumisos?

¡Que nuestros corazones estén despiertos para tener el discernimiento y el afecto profundo que impulsaron a María a honrar al Señor, llevándole el perfume de su adoración, sin mirar a ninguna otra persona! ¡Y que los momentos en los cuales Jesús, habiendo dirigido todas las cosas, canta la alabanza en medio de los suyos reunidos en el lugar que él escogió, tengan un valor cada vez mayor para nosotros!