“El Espíritu de verdad... el Consolador... cuando él venga,
convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio.”
(Juan 16:13, 7-8)
El propósito de Dios es el de convencer, para mostrar el error en el que han caído todos los hombres: sus equivocaciones, sus locuras; y, para ello, Dios ofrece una irrefutable demostración de la verdad. Así, cuando una persona es puesta ante la Palabra de Dios, la que lo pone todo en claro, el Espíritu Santo puede llevar a esta alma a certidumbres, a convicciones. Si el testimonio de las Escrituras es recibido, entonces todo toma proporciones significativas. Los valores eternos se imponen al alma.
Dios llega a ser una profunda e íntima realidad. Uno se ve tal como es: una criatura hecha en su origen a imagen de Dios, pero caída, desfigurada, perdida, culpable; en una palabra: pecadora.
Jesús aparece entonces como el Salvador, el único que puede librarnos y que nos libró por su obra expiatoria. Esto nos conduce a tomar una decisión inteligente, irrevocable, con pleno conocimiento de causa: decir «sí» a Dios frente a la verdad.
El Consolador, al que Jesús anuncia como Aquel que será enviado por el Padre, es presentado en el capítulo 14 del evangelio de Juan. Es el Espíritu de Dios, descrito como el Espíritu de verdad. Es el primer carácter bajo el cual es presentado, con la seguridad de que no solamente estará con nosotros sino también en nosotros.
Esta divina obra de convicción que precede a la conversión va mucho más allá de la sola convicción de pecado. En efecto, en el texto que nos ocupa vemos que el Espíritu Santo convence al hombre de tres grandes verdades sin las cuales no puede ser salvo. Estas verdades conciernen a Jesús mismo.
Esto es importante, porque tales verdades son inaccesibles para el hombre natural, quien de ningún modo puede captar el alcance de ellas. En efecto, sólo el Espíritu de Dios puede abrir los ojos acerca de estas verdades esenciales que conciernen a nuestro destino eterno. Esto es explícitamente dicho en Juan 16:13: “Cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad”. La misión del Espíritu de Dios es hacer que los hombres conozcan a Jesús, quien dijo: “Yo soy... la verdad” (14:6) y “Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber” (16:14).
La Palabra de Dios está para eso: para convencer. El Espíritu de Dios aplica esta palabra al alma y nos da así una ajustada visión de Dios, nuestro Creador; y para ello nos da una clara idea acerca de Jesús, el único que nos puede dar una clara idea de Dios. “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (14:9).
1) La convicción de pecado
“Convencerá al mundo... de pecado, por cuanto no creen en mí.”
(Juan 16:8-9)
La noción de pecado es discutida en la actualidad. Por cierto que se reconoce que los homicidios, las mentiras, las injusticias, las violencias de toda clase son manifestaciones del mal, e incluso si se les da otros nombres el mundo los condena, al menos cuando se los ve en los demás. Pero el Espíritu de Dios llama la atención aquí sobre un pecado más terrible que todas las abominaciones cometidas por los hombres, el pecado que casi nadie quiere reconocer: el de no creer en Cristo.
Jesucristo es el don de Dios para expiación de los pecados, literalmente, la «borradura» de los pecados. El único pecado que Cristo no pudo expiar es el de rehusar el don de Dios. Este pecado mortal es la incredulidad. Es el rechazo del amor de su Creador. A todos los que pretendan justificarse ante su Creador diciendo: «Pero yo no he pedido ser creado. He nacido pecador. ¿Por qué me has hecho así?». A éstos les responderá solamente: «¿Qué has hecho de mi Hijo?». Ésta será la única réplica que cerrará la boca de todos los que no hayan querido creer.
2) La convicción de justicia
“Convencerá al mundo... de justicia, por cuanto voy al Padre, y no me veréis más.”
(Juan 16:8, 10)
La resurrección de Jesús es la firma de Dios acerca del valor expiatorio de su muerte, la prueba irrefutable de que tanto el que esto escribe como el que lo lee pueden decir: «Mi pecado fue pagado, borrado». Romanos 4:24-25 dice: “Jesús, Señor nuestro, el cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado por nuestra justificación”.
Ésta es la demostración que quiere darme el Espíritu de Dios, el milagro por el cual Dios no tiene más en cuenta la iniquidad de aquel que cree en Jesús y su obra. Y, antes de su muerte, Jesús pudo proclamar: “Consumado es” (Juan 19:30).
Es un Cristo viviente el que encuentro por el testimonio de las Escrituras. Es la demostración del capítulo 15 de la primera epístola a los Corintios. Es también la palabra de Aquel que se aparece a Juan en Patmos y que puede decirle: “Yo soy... el que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 1:17-18).
Para ello esta convicción se imprime en el alma de aquel que, convencido por el Espíritu de Dios, sabe que Jesús resucitó y está sentado a la diestra de Dios, el Padre, en el cielo. Un hombre en la presencia de Dios, como testigo y garante de que soy perdonado, justificado, vivificado y que puedo volverme hacia Dios con esperanza, confianza y paz.
3) La convicción de juicio
“Convencerá al mundo... de juicio, por cuanto el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado.”
(Juan 16:8, 11)
El día en que Satanás puso al Hijo del hombre en la cruz, selló inexorable y eternamente su propia condenación. Y todos los que le sigan en ese camino de rebelión e incredulidad compartirán su destino.
La crucifixión del príncipe de la vida ha acarreado el juicio, no solamente del diablo, sino también del mundo.
Sólo el Espíritu de Dios puede revelar a una alma el horror de este crimen y su culpabilidad a los ojos de Dios, como miembro de la raza humana. Solamente Él puede mostrarle lo urgente que es apartarse de ese sistema satánico. Mientras permanezca identificado con el mundo, permanecerá bajo el imperio de aquel que crucificó a Jesús. Asociarse con él, pues, es compartir inevitablemente la suerte que le está reservada. Esta última convicción urge la decisión.
Llega el momento en que estas tres convicciones se imponen al alma. Es necesario cambiar de dirección, dar media vuelta, puesto que el Espíritu de Dios nos ha iluminado. Se impone una elección inmediata.
- Convicción de pecado: Conozco lo que soy, un pecador, ya que moralmente formo parte de esta humanidad que crucificó a Jesús, corroborando así mi pecado y, por tanto, mi condición de pecador. Veo levantada la cruz en la que Jesús fue crucificado. Esta revelación conmueve mi conciencia.
- Convicción de justicia: Conozco lo que Dios es y lo que él ha hecho. Conozco el don de su Hijo, la muerte de Jesús y su resurrección, la que es la prueba de su justicia y, por lo tanto, de la mía, puesto que Dios es justo al justificar a aquel que cree en Jesucristo.
- Convicción de juicio: Tomo conciencia de mi destino, ligado a Satanás, quien es juzgado y a quien estoy unido, compartiendo su terrible porvenir.
Esta triple obra de convicción me lleva a tomar y recibir por la fe la mano que me tiende Dios, quien quiere sacarme del pozo de destrucción en el que me encuentro, para lo cual el Espíritu dirige mi mirada hacia Jesús. Le veo, le discierno, elijo tomar la mano que me tiende mi Creador y voy hacia mi Padre celestial. “Y ésta es la voluntad del Padre, el que me envió: Que de todo lo que me diere, no pierda yo nada, sino que lo resucite en el día postrero” (Juan 6:39).
La conversión es la consecuencia de esta convicción interior producida por el Espíritu. Esta conversión es dar marcha atrás en el camino del pecado, es dar la media vuelta hacia Jesús, media vuelta para no seguir a aquel que conduce las almas al infierno, y así escapar del juicio.
La convicción desemboca en la fe. Es la salvación del alma la que sigue a la convicción producida por el Espíritu de Dios.
Usted que lee estas líneas, hoy mismo puede dejarse convencer acerca de la necesidad de venir a Jesús para ser salvo.