La Biblia nos exhorta a perdonarnos los unos a los otros “como Dios también nos perdonó... en Cristo” y “de la manera que Cristo nos perdonó” (Efesios 4:32; Colosenses 3:13). Estas expresiones nos dan la medida del perdón: es un perdón completo, sin reserva alguna y que no deja en nuestro corazón el más ínfimo recuerdo del agravio que se nos ha hecho, a imitación de Aquel que declara: “Y nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones” (Hebreos 10:17). También nos enseñan cuál es el carácter del perdón que hemos de conceder.
En realidad, ocurre a menudo que comprendemos muy mal lo que es el perdón que debemos otorgar y descuidamos tanto lo que se refiere al carácter del perdón como lo que se refiere a su medida. Por lo que toca a su medida, si bien consentimos en declarar: «Perdono», ¿no añadimos muchas veces (si no en voz alta al menos con el pensamiento): «pero no lo olvidaré nunca»? Esto no es perdonar como el Señor nos exhorta a hacerlo en los versículos ya citados. Pero el extremo opuesto sería también peligroso: no hemos de creer que, en todos los casos y en seguida, debemos ir a quien nos perjudicó, pecando contra nosotros, para otorgarle un perdón sin reserva, cualquiera sea el estado moral en el cual se halle. Tampoco eso sería perdonar como hemos de hacerlo, pues sería desconocer la esencia y el verdadero carácter del perdón e incitar al culpable a considerar con ligereza el mal, en vez de ayudarle a examinarse y a juzgarse a sí mismo.
No olvidemos que cualquier pecado se comete primero contra Dios, como nos lo enseña el versículo 4 del Salmo 51 y otros pasajes. Por lo tanto, perdonar a quien no ha comprendido cuán grave es el pecado que ha cometido contra Dios, no sería buscar su bien, no sería manifestarle el verdadero amor. Eso nos explica por qué a continuación de Colosenses 3:13 viene la exhortación del versículo 14: “soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros. Y sobre todas estas cosas vestíos de amor, que es el vínculo perfecto”. El amor procura siempre el bien de la persona amada de acuerdo con el pensamiento de Dios, y no según nuestra manera de pensar. En cada caso sabrá sugerir los medios oportunos para tocar el corazón y alcanzar la conciencia del que haya cometido la falta, de tal modo que la confiese con rectitud de corazón y se humille. Sólo entonces se le podrá perdonar.
¿De qué manera nos perdonó Dios en Cristo? Cuando le confesamos nuestros pecados, demostrando un sincero arrepentimiento. Dios puede perdonar a todo pecador, en virtud de la obra perfecta de la cruz, estando su justicia plenamente satisfecha por el sacrificio expiatorio de Cristo; pero este perdón solo lo puede otorgar a un pecador que se arrepiente, porque aquel que no realiza la necesidad de ser perdonado ¿cómo podrá confesar su maldad y pedir dicho perdón al Señor?
Este principio es cierto, así se trate del perdón otorgado al pecador arrepentido que se allega a Dios —volviéndose a Cristo para la salvación de su alma— o bien del perdón gubernamental pedido a Dios, en particular por un creyente que ha cometido una falta y que sufre las consecuencias de su desobediencia bajo el justo gobierno de Dios.
Consideremos el caso de David. ¿En qué momento pudo decir a Jehová: «Tú perdonaste la maldad de mi pecado» (Salmo 32:5)? Tan sólo cuando hubo declarado: «Mi pecado te declaré» y «confesaré mis transgresiones». Antes de gozar del perdón, mientras seguía ocultando su crimen (véase 2 Samuel 11), experimentaba lo que declara en los versículos 3 y 4 del Salmo 32: “Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día”, pues ignoraba el gozo que produce el perdón. El único acto que le hizo pasar del estado descrito en los versículos arriba mencionados al que cita al final del versículo 5 (“tú perdonaste la maldad de mi pecado”) fue —notémoslo bien— la confesión: “Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová”.
Asimismo, el principio enunciado conserva toda su fuerza cuando se trata del pueblo de Dios, y ya no solo de un creyente considerado aisladamente. Leamos, por ejemplo, la oración de Salomón al efectuar la consagración del templo, y en especial 1 Reyes 8:46-53. Citemos también una parte de la contestación de Jehová a esta súplica, tal como la tenemos en 2 Crónicas 7:13-14: “Si yo cerrare los cielos para que no haya lluvia, y si mandare a la langosta que consuma la tierra, o si enviare pestilencia a mi pueblo; si se humillare mi pueblo, sobre el cual mi nombre es invocado, y oraren, y buscaren mi rostro, y se convirtieren de sus malos caminos; entonces yo oiré desde los cielos, y perdonaré sus pecados...”. Trátese de una falta individual, o bien del pecado del pueblo, el camino o remedio es siempre el mismo: humillarse, confesar el pecado delante de Dios, y abandonar el mal. Sólo entonces Dios puede perdonar, y se complace en hacerlo.
Volvemos a encontrar la misma enseñanza en el Nuevo Testamento: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9).
¡Cuánto deseaba Moisés que Jehová perdonara el pecado del pueblo cuando éste hizo el becerro de oro! Qué intercesión más fervorosa fue la suya cuando volvió a Jehová: “Te ruego... que perdones ahora su pecado, y si no, ráeme ahora de tu libro que has escrito” (Éxodo 32:31-32). Pero Jehová no podía contestar favorablemente la oración de su siervo: “...en el día del castigo, yo castigaré en ellos su pecado” (v. 34). ¿Por qué no perdonó Jehová en aquel entonces? Fue porque el pueblo no había confesado su pecado y no se había arrepentido. Sin embargo, para incitarles a hacerlo públicamente, Moisés había quemado el becerro de oro, lo había molido hasta reducirlo a polvo, al que luego esparció sobre las aguas que dio a beber a los israelitas. Pero ni siquiera manifestó el pueblo el menor sentimiento de arrepentimiento. El mismo Aarón —el más culpable, sin duda alguna, ya que con Hur estaba encargado del pueblo mientras Moisés se hallaba en el monte— desconocía por completo su propia responsabilidad, echando sobre el pueblo toda la culpa: “Tú conoces al pueblo, que es inclinado a mal” (v. 22), dándole a Moisés un relato muy inexacto de lo que había ocurrido, a fin de disculparse.
Si comparamos los mismos hechos con la versión que da de ellos Aarón, no dejamos de asombrarnos: “Y Aarón les dijo: Apartad los zarcillos de oro que están en las orejas de vuestras mujeres, de vuestros hijos y de vuestras hijas, y traédmelos. Entonces todo el pueblo apartó los zarcillos de oro que tenían en sus orejas, y los trajeron a Aarón; y él los tomó de las manos de ellos, y le dio forma con buril, e hizo de ello un becerro de fundición” (Éxodo 32:2-4). Ahora bien, en su relato declara Aarón: “Y yo les respondí: ¿Quién tiene oro? Apartadlo. Y me lo dieron, y lo eché en el fuego, y salió este becerro” (v. 24). Según su relato, pretende Aarón no haber hecho más que echar en el fuego el oro que el pueblo le había traído; en cuanto al becerro de fundición, habla Aarón como si no tuviera responsabilidad alguna: “...salió este becerro”.
¿No ocurre también, a veces, que procuramos encontrar disculpas para nuestras faltas, a semejanza de Aarón, en vez de confesarlas con rectitud de corazón? Meditémoslo, y no imitemos su actitud. Ningún sentimiento de culpabilidad, ninguna confesión del pecado, ningún arrepentimiento hallamos, ni en el pueblo ni en Aarón, a quien Moisés se lo había confiado; por lo tanto, Jehová no podía perdonar.
Las distintas porciones de la Palabra que acabamos de considerar nos enseñan cuál es el carácter del perdón que debemos otorgar si queremos ser “imitadores de Dios” (Efesios 5:1; véase 4:32). Esta enseñanza se halla confirmada por las declaraciones del Señor: “Si tu hermano pecare contra ti, repréndele; y si se arrepintiere, perdónale. Y si siete veces al día pecare contra ti, y siete veces al día volviere a ti, diciendo: Me arrepiento; perdónale” (Lucas 17:3-4).
Desde luego, debe haber en nuestros corazones sentimientos de gracia y deseos de perdonar a aquel que nos ofenda o perjudique; no obstante, el perdón sólo se conoce después de la confesión o reconocimiento del pecado y del arrepentimiento.
Por cierto, la confesión resulta muchas veces difícil y penosa, como difícil y penoso es también el arrepentimiento. A un incrédulo no le gusta tomar semejante postura delante de Dios; desde luego, consentirá a veces, y de buena gana, en escuchar himnos, pero le es sumamente difícil pasar de los versículos 3 y 4 del Salmo 32 al versículo 5, es decir, confesar su falta. Para un creyente que ha pecado, la dificultad viene a ser casi siempre la misma, pues el corazón humano sigue siendo el mismo y le cuesta trabajo confesar su falta con rectitud y arrepentirse. Para llegar a este resultado debe ser ejercitada la conciencia del culpable, y solo Dios puede obrar en ella.
Lo que acabamos de decir no significa que, si el culpable no se humilla ni arrepiente, el que haya sido perjudicado deba permanecer siempre en una actitud indiferente, sin intentar alguna intervención oportuna. Adoptar dicha actitud sería falta de caridad, del mismo modo que el hecho de conceder un perdón completo al culpable impenitente.
Es verdad que sólo Dios puede obrar en las almas; sin embargo, en numerosos casos, Él se complace en valerse de sus hijos como instrumentos suyos. Nuestra incapacidad no ha de ser pretexto para que perdamos de vista la responsabilidad que es nuestra en un servicio que nos incumbe. Este servicio debemos llevarlo a cabo, no pretendiendo obrar nosotros mismos en el corazón del culpable, sino con la seguridad de que Dios mismo obrará en su momento, contestando así a la esperanza de la fe.
El amor, del cual debemos revestirnos (Colosenses 3:14), llevará a aquel que está dispuesto a perdonar —pero que todavía no puede hacerlo— hacia el culpable cuya conciencia ha de ser ejercitada. Esta caridad, manifestada en la verdad, sabrá hacer mella en el corazón; obrará con perseverancia, sin dejarse entibiar o desalentar por cuanto podría desanimarla, y dicho servicio solo terminará cuando el culpable —ganado por la poderosa gracia divina— se arrepienta y confiese su pecado con rectitud de corazón y profunda humillación. Entonces, cuando Dios haya obrado plenamente, los resultados serán manifiestos y el perdón podrá ser otorgado sin restricción ni reserva alguna. Tanto en su medida como en su carácter será verdaderamente un perdón según Dios.
Si entendiéramos mejor estas enseñanzas, veríamos entre los creyentes un feliz desenvolvimiento de las relaciones fraternales y pronto desaparecerían las nubes que a veces las enturbian.
Desgraciadamente, debemos confesar que a menudo no obramos así. Con frecuencia desatendemos disensiones o faltas graves, evitando así, de ambas partes, los ejercicios y actividades a los cuales la Palabra de Dios nos exhorta. Otras veces otorgamos el perdón sin demora, sin procurar la confesión o el arrepentimiento. Desde luego, eso resulta mucho más cómodo, pues no exige ningún verdadero ejercicio de corazón, ninguna muestra de sincera solicitud, pero es una actitud que estorba la restauración del culpable. En ambos casos hay una pérdida para los interesados, como también para la asamblea.