¿Quién es Jesús? /3

El Salvador — El Cristo, el Mesías

El Salvador

“El Padre ha enviado al Hijo, el Salvador del mundo” (1 Juan 4:14). El nombre mismo de Jesús revela ese carácter: Jehová salva. El ángel dijo a los pastores: “Os ha nacido... un Salvador” (Lucas 2:11). Los samaritanos de Sicar dieron testimonio de ello: “Nosotros mismos hemos oído, y sabemos que verdaderamente éste es el Salvador del mundo, el Cristo” (Juan 4:42). 2 Timoteo 1:10 afirma la plena realidad de ello: “Nuestro Salvador Jesucristo... quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio”.

1. La salvación

“El Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lucas 19:10). Hay que sentirse perdido para apreciar el hecho de ser salvo. Hallarse un día o varios ante la santidad de Dios, quien no puede ver el mal; aceptar que, al haber ofendido tantas veces a ese Dios santo, uno está condenado a la perdición; captar entonces que somos salvos “por gracia... por medio de la fe; y esto no de nosotros, pues es don de Dios” (Efesios 2:8).

El creyente ha sido y es salvo: “Sois salvos...”. La salvación del alma no es futura, es actual, permanente: “Dios... nos salvó... no conforme a nuestras obras, sino según el propósito suyo y la gracia” (2 Timoteo 1:9).

La salvación es también efectiva en el presente. Filipenses 2:12-13 nos dice: “Ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer”. En este texto, “ocupaos” tiene más bien el sentido de cultivar, como lo atestiguan, en cuanto al significado de la palabra original, varios papiros del siglo primero, encontrados hace poco. No se trata de ganar la salvación, sino de llevarla a buen término por el trabajo, produciendo fruto para que los resultados se vean en nuestra conducta. Sólo el poder divino puede producir en nosotros el querer y el hacer; pero, para ello, es necesario que haya vigilancia de nuestra parte, así como un corazón y un espíritu dispuestos a dejar que Dios actúe en nuestras vidas por su Espíritu.

Finalmente, la salvación completa es algo futuro. “Está más cerca de nosotros... que cuando creímos” (Romanos 13:11). De nuevo, no se trata de adquirirla, sino de despertar del sueño y vestir las armas de la luz, andando como de día, honestamente. En un futuro, sin duda próximo, “el Señor Jesucristo... transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya” (Filipenses 3:21). Ahora “tenemos las primicias del Espíritu”, pero “esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo” (Romanos 8:23).

2. La remisión de los pecados y la purificación

El pecado es presentado de dos maneras distintas: como deuda, por ejemplo en las parábolas; y como contaminación, representada por la lepra. Al aspecto de la deuda, le corresponde la remisión de las culpas, el perdón; al de la contaminación, le corresponde la purificación.

a) Remisión — perdón

El culpable ha sido perdonado, no ha tenido que sufrir el castigo que merecía su falta.

Cuando se trata de perdón humano, como puede ser el de un padre a favor de su hijo, a veces la sanción es levantada debido al afecto, quizá a la debilidad, sin que se ejecute el castigo.

Con el perdón divino no ocurre lo mismo. El castigo debe ser ejecutado, pero sobre otro, sobre un sustituto; entonces Dios puede perdonar. Pero el sustituto no es otro hombre, una víctima humana (como se haría en algunas religiones paganas para aplacar la ira de la divinidad). Dios mismo se ofrece en su Hijo como sustituto: “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas... mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:6).

“Sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (Hebreos 9:22). Se había derramado mucha sangre de toros y machos cabríos como imagen de la muerte de Cristo. Esa sangre no podía quitar los pecados. Para hacer comprensible a los suyos el modo en que fue pagada la deuda, el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, al dar la copa dijo a sus discípulos: “Esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados” (Mateo 26:28).

El perdón es completo, Dios nos perdonó todos los pecados (Colosenses 2:13).

¿Qué ocurre con las faltas del creyente? Solamente la obra misma de Cristo pagó la deuda. Dios pide a los suyos que reconozcan sus faltas: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9). Si decimos que no tenemos pecado, que no tenemos naturaleza pecaminosa, nos engañamos a nosotros mismos; si decimos que no hemos pecado, que no hemos faltado, hacemos a Dios mentiroso (véase v. 10). No se trata de ocultar las faltas sino de reconocerlas, primero ante Dios, y luego ante aquellos a quienes hayamos ofendido o herido. Dios es fiel a su promesa y perdona, pero también es justo con Cristo al hacerlo.

b) La purificación

El que se había contaminado debía ser purificado, lavado.

1 Corintios 6:9-10 nos da una lista de diez «leprosos» que no heredarán el reino de Dios. Sin embargo, el apóstol puede añadir: “Y esto erais algunos; mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios”. Aquí se trata del lavamiento inicial, completo, el cual hace cantar a todos los que han pasado por él: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre... a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 1:5-6).

Este lavamiento inicial de todo el cuerpo no debe ser repetido, sino que el creyente, cuando se ensucia en el camino, debe lavarse los pies mediante la aplicación de la Palabra (agua) y el trabajo del Señor por su Santo Espíritu. Esto es lo que enseñó Jesús a sus discípulos en Juan 13, concluyendo que: “el que está lavado (totalmente bañado), no necesita sino lavarse (palabra empleada sólo para una parte del cuerpo) los pies” (v. 10). Si esto no se lleva a cabo, le dice a Pedro, “no tendrás parte conmigo” (v. 8), es decir, no puedes gozar de la comunión con tu Señor.

3. La justificación

El pecador debe ser declarado justo; de lo contrario, será condenado.

“Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:22-23). ¿Hay que hacer “obras” para que en cierto modo se reciba un salario como cosa debida? En absoluto. “Mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia” (Romanos 4:5).

En resumen, somos “justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús... por medio de la fe en su sangre”. Porque Dios es justo y “justifica al que es de la fe de Jesús” (Romanos 3:24-26).

4. La redención

Éramos esclavos del pecado y de Satanás. Por lo tanto, teníamos que ser libertados.

El original griego emplea palabras como «agorazö»: comprar en el mercado (a un esclavo), «exagorazö»: comprar y sacar del mercado, «lutroö»: soltar, poner en libertad mediante el pago de un rescate. Estas palabras son traducidas en español por “redención” o “rescate”.

Nos hallábamos “vendidos al pecado” (Romanos 7:14), “en esclavitud bajo los rudimentos del mundo” (Gálatas 4:3); bajo la maldición de la ley (Gálatas 3:10). Pero “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición” (v. 13). “Fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir... con la sangre preciosa de Cristo” (1 Pedro 1:18-19). Y cuando ante el trono suba el cántico nuevo, recalcará: “Con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación” (Apocalipsis 5:9).

Hemos sido, pues, librados del poder de Satanás y del pecado por el precio infinito de la sangre de Cristo: “Cristo... por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención” (Hebreos 9:12).

5. La reconciliación y la propiciación

La reconciliación es una de las bendiciones que nos concede la obra de Cristo; la propiciación es el lado de Dios.

a) La reconciliación

“Vosotros también, que erais en otro tiempo... enemigos... ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte” (Colosenses 1:21-22). La reconciliación conlleva un cambio total de actitud y mentalidad. Dios no era nuestro enemigo, al contrario: “De tal manera amó Dios al mundo...” (Juan 3:16). Somos nosotros quienes con nuestro entendimiento, con nuestra concepción de las cosas del mundo y con nuestro modo de ser, estábamos contra Dios. El profundo cambio que, de enemigos, ha hecho de nosotros hijos de Dios, se ha producido “por la muerte de su Hijo” (Romanos 5:10).

“Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo”. Nos dio “el ministerio de la reconciliación”. “Os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios”, aceptando por fe la obra del que “no conoció pecado” y que fue hecho pecado por nosotros “para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Corintios 5:18-21).

b) La propiciación

El gran día de la expiación, en Levítico 16, el sumo sacerdote debía degollar, entre otros, el macho cabrío del sacrificio por el pecado, llevar su sangre detrás del velo y hacer aspersión de ella sobre el propiciatorio (la tapa del arca), y delante del mismo. Con este acto, la sangre era puesta sobre el arca, bajo la mirada de dos querubines que lo coronaban. Hermosa imagen de la sangre de Cristo, cuyo valor es presentado ante Dios. “La redención... es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación” (Romanos 3:24).

No se trata de volver favorable a un Dios vengador, de aplacar una divinidad ofendida; por la perfecta obediencia y el sacrificio de Cristo se posibilita que Dios sea justo al ser misericordioso. La sangre sobre el propiciatorio demuestra que la obra ha sido realizada y que respondió plenamente a la justicia demandada por Dios. El pecado era “cubierto” por los sacrificios del Antiguo Testamento, pero éstos no podían nunca “hacer perfectos a los que se acercan” (Hebreos 10:1). Ahora el pecado ha sido “quitado”. Cristo “es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo” (1 Juan 2:2). Su obra es válida delante de Dios para todo el mundo, pero sólo se beneficia con ella el que se la apropia por la fe.

6. La vida eterna

“Aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo..., y juntamente con él nos resucitó” (Efesios 2:5-6; véase también Colosenses 2:13 y 3:1). El nuevo nacimiento nos ha hecho empezar una nueva vida. Somos hechos “participantes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1:4). Podemos, entonces, andar “en vida nueva” (Romanos 6:4).

El cambio manifiesto que se produce en alguien que se hallaba lejos de Dios y ha sido traído al Señor Jesús, muestra la evidencia de esa nueva vida. Los gustos, las tendencias, el aspecto de todas las cosas han cambiado. Lo que antes podía tener mucho valor para nosotros, ahora ya no lo tiene y, en cambio, las cosas de Dios se han convertido en una realidad.

“Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida. Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna” (1 Juan 5:11-13).

7. El peso sobre Cristo

Qué poca importancia damos a los indescriptibles sufrimientos nuestro Salvador para llevarnos a Dios: “...habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, (le convenía a Dios) perfeccionase1 por aflicciones al autor de la salvación de ellos” (Hebreos 2:10).

El profeta ya lo había anunciado: “Llevó; él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores... herido fue por nuestras rebeliones... el castigo de nuestra paz fue sobre él... Todos nosotros nos descarriamos como ovejas... mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros... llevará las iniquidades de ellos... habiendo él llevado el pecado de muchos” (Isaías 53:4-7, 11-12).

Hablando de su pasión, el Señor Jesús pudo decir de sí mismo que padecería mucho y sería tenido en nada (Marcos 9:12). El apóstol Pedro, quien fue “testigo de los padecimientos de Cristo”, subraya: “llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 5:1; 2:24).

“Fue ofrecido... para llevar los pecados de muchos” (Hebreos 9:28).

Cómo debieron de agotarte, Señor,
Estando solo en la hora sombría,

El abandono, la angustia y el horror
De mis pecados que ni contar sabría

 

El Cristo — el Mesías

Unos jóvenes amigos creyentes nos pidieron una vez que habláramos del tema siguiente: ¿Son una misma persona el Cristo profético, el Cristo histórico y el Cristo vivo? Veamos, pues, lo que nos dice la Palabra al respecto.

La palabra hebrea “Mesías” (ungido) ha dado origen a la palabra Cristo en griego y en español. Es un título de nuestro Señor, mientras que Jesús es su nombre propio. No por eso hemos de pensar que él vino a ser Cristo en un momento determinado de su existencia, como lo pretenden algunos. Volvamos a Romanos 9:5: “Cristo, el cual es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos”.

1. Cristo en la profecía

Sin nombrarle expresamente, Proverbios 8:23 nos dice acerca de la Sabiduría: “Eternamente tuve el principado, desde el principio, antes de la tierra”. El concepto tener “el principado” significa literalmente en hebreo «ser ungido», lo cual implica a Cristo.

a) La “simiente”

Después de la caída, Dios dijo a la serpiente: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta (la simiente de la mujer) te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar” (Génesis 3:15). Aquí encontramos la primera promesa explícita tocante a Aquel que había de venir y vencer a Satanás, hiriéndole en la cabeza. El diablo “heriría en el calcañar” al descendiente de la mujer, Cristo hecho hombre, quien pasó por la muerte para salir de ella victorioso, “para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo” (Hebreos 2:14). A lo largo de toda la Historia ha subsistido la enemistad entre la simiente de la mujer y la del diablo. A los que con Él discutían, Jesús les dijo: “Vosotros sois de vuestro padre el diablo” (Juan 8:44), y ¿cómo reaccionaron al escuchar estas palabras del Señor? “Tomaron entonces piedras para arrojárselas” (v. 59).

Siglos después de la caída, el Ángel de Dios se dirige a Abraham después de haber ofrecido a su único hijo: “Multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar... en tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra” (Génesis 22:17-18). Hay tres simientes en estos versículos; una celestial: Abraham es el padre de todos los creyentes (Romanos 4:16); una terrenal: Israel; y, finalmente, “tu simiente” en la cual serán benditas todas las naciones de la tierra, “la cual (simiente) es Cristo” (Gálatas 3:16).

Está también la simiente de David, según 1 Crónicas 17:13, citado expresamente en Hebreos 1:5 como aplicado al Hijo. Por supuesto, la profecía de Natán se refería a Salomón de un modo inmediato; pero la visión iba mucho más lejos, hasta Aquel de quien Dios podía decir: “Lo confirmaré en mi casa y en mi reino eternamente, y su trono será firme para siempre” (1 Crónicas 17:14).

b) El Ungido

Moisés había anunciado que Dios suscitaría para su pueblo un profeta como él, tomado de entre sus hermanos (Deuteronomio 18:15-19). Dios pondría sus palabras en su boca y le daría autoridad. Si alguien no le escuchaba, se le pedirían cuentas. Los judíos habían comprendido muy bien que se trataba del Mesías cuando le preguntaron a Juan el Bautista: “¿Tú, quién eres?” Él negó ser el Cristo o Elías; por lo cual le volvieron a preguntar: “¿Eres tú el profeta?” (Juan 1:19-21, véase también Hechos 3:22).

Según el Salmo 2, también es el rey: “Pero yo he puesto mi rey sobre Sion, mi santo monte. Yo publicaré el decreto; Jehová me ha dicho: Mi hijo eres tú; yo te engendré hoy. Pídeme, y te daré por herencia las naciones, y como posesión tuya los confines de la tierra” (v. 6-8).

El Salmo 110 lo presenta como sacerdote: “Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec” (v. 4), cosa que confirma la epístola a los Hebreos en varios pasajes, entre ellos el del capítulo 2, versículo 17.

En la Palabra, tanto el profeta, como el rey y el sacerdote, debían ser ungidos.

c) Los sufrimientos y las glorias

En el camino a Emaús, Jesús recordó: “¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria?” (Lucas 24:26). Los profetas de antaño habían quedado perplejos, pues “el Espíritu de Cristo que estaba en ellos... anunciaba de antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos” (1 Pedro 1:11). ¡Cuántas profecías hablan de sus sufrimientos! Las tan notables de Isaías 53, de los Salmos 22, 69, 102 y de tantos otros. A Daniel se le reveló que se le quitaría la vida al Mesías (9:26). Pero poco antes, en la visión, el profeta vio la gloria de este hijo del hombre llevado ante el Anciano de días, a quien fueron dados “dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran; su dominio es dominio eterno” (Daniel 7:13-14).

Isaías también vio su gloria: el siervo humillado y maltratado, varón de dolores, sería exaltado y puesto muy en alto (52:13). “Yo le daré parte con los grandes, y con los fuertes repartirá despojos” (53:12).

¡Cuántas horas de bendición podríamos pasar buscando en todas las Escrituras los versículos que hablan de sus sufrimientos y de sus glorias!

2. El Cristo histórico

a) Su nacimiento

La genealogía de Mateo 1 termina diciendo que, “de María... nació Jesús, llamado el Cristo”. El ángel dijo a los pastores: “Os ha nacido hoy... un Salvador, que es CRISTO el Señor” (Lucas 2:11). Simeón estaba seguro de que vería al Ungido del Señor. Los magos vinieron para adorar al rey.

b) Durante su ministerio

Juan el bautista, viendo a Jesús, dijo: “He aquí el Cordero de Dios” (Juan 1:29). Andrés y otro discípulo le siguen y se quedan con él. Después, Andrés encuentra a su hermano Simón y le dice: “Hemos hallado al Mesías (que traducido es, el Cristo)” (Juan 1:41).

Más tarde el mismo Pedro dirá: “Tú eres el Cristo” (Marcos 8:29), lo cual significaba un peligro para él, pues “los judíos ya habían acordado que si alguno confesase que Jesús era el Mesías, fuera expulsado de la sinagoga” (Juan 9:22).

En el pozo de Sicar, la mujer samaritana había dicho: “Sé que ha de venir el Mesías, llamado el Cristo”. Y Jesús le respondió: “Yo soy, el que habla contigo” (Juan 4:25-26).

Cuatro son los testimonios dados acerca del Señor: el de Juan el bautista (Juan 5:33); uno mayor que el de Juan: “las obras que el Padre me dio para que cumpliese” (v. 36); el Padre mismo había dado testimonio de él (v. 37); y, por último, Jesús dijo: “Escudriñad las Escrituras... ellas son las que dan testimonio de mí” (v. 39). El que las Escrituras habían anunciado y el que ahora estaba presente en la tierra, eran la misma persona: el Cristo.

Ante el concilio, el sumo sacerdote interroga a Jesús: “Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios”. Aunque le valiera ser condenado a muerte, Jesús responde: “Tú lo has dicho” (Mateo 26:63, 64). Pilato no se equivoca a este respecto, habla de “Jesús, llamado el Cristo” (27:22). Y ante él, el Señor dio testimonio de la “buena profesión” de que era rey de los judíos y, por lo tanto, el Mesías (Juan 18:33 y 37; 1 Timoteo 6:13).

c) El testimonio de los apóstoles

El libro de los Hechos está lleno de ellos. A pesar de las persecuciones que padecían, los apóstoles “no cesaban de enseñar y predicar a Jesucristo” (5:42). Pablo no se cansará de exponer “por medio de las Escrituras, que era necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos; y que Jesús, a quien yo os anuncio... es el Cristo” (17:3). Apolos, “con gran vehemencia... demostraba por las Escrituras que Jesús era el Cristo” (18:28).

El Cristo que había vivido en la tierra y que había dado su vida en una cruz, ¿no era el que habían anunciado las profecías?

d) Reconocerlo

Es necesario que los judíos le reconozcan como tal. Actualmente Israel está parcialmente reunido en su país y constituye de nuevo un estado soberano; pero Zacarías 12 nos enseña cuánto tendrán que lamentar y arrepentirse de no haber admitido que Jesús era el Cristo. Entre tanto, no habrá ninguna bendición, sino guerras y castigos. Cuando se hayan arrepentido, “habrá un manantial abierto para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y de la inmundicia” (Zacarías 13:1). Entonces aparecerá el Mesías para librar a su pueblo y bendecirle.

El apóstol Juan es en extremo severo con aquel que no confiesa que Jesús es el Cristo: “¿Quién es el mentiroso, sino el que niega que Jesús es el Cristo? Éste es el anticristo, el que niega al Padre y al Hijo. Todo aquel que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre” (1 Juan 2:22-23). En cambio, “todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios” (5:1).

El apóstol termina su epístola con esta aseveración: “Sabemos que el Hijo de Dios ha venido (el Cristo de la Historia), y nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero (el ministerio del Espíritu Santo); y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo (lo que enseñan las epístolas). Éste es el verdadero Dios y la vida eterna”. Y añade: “Hijitos, guardaos de los ídolos”, no sólo de los ídolos de piedra o de oro, sino de todos los ídolos filosóficos y de todo tipo que el fecundo espíritu humano imagina para sustituir a Cristo.

3. El Cristo vivo

El Cristo que vivió en este mundo murió, pero también resucitó. Es el testimonio que los apóstoles dan repetidas veces —Pedro especialmente— en el libro de los Hechos. Ésta es la seguridad de que habla Pablo, guiado por el Espíritu de Dios, en 1 Corintios 15:14: “Si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe”. “Mas ahora Cristo ha resucitado de los muertos; primicias de los que durmieron es hecho... en Cristo todos serán vivificados... Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida” (v. 20-23).

Hay, sin embargo, una diferencia entre el ministerio de Pedro y el de Pablo. Pedro proclama la resurrección; vivió junto al Señor Jesús cuando éste anduvo sobre la tierra; pudo ver su muerte; fue al sepulcro; lo vio resucitado y da testimonio de ello. Pablo no conoció a Jesús en los días de su carne; no lo vio resucitado; pero lo vio en la gloria, en camino a Damasco, y en el Templo de Jerusalén (Hechos 22:17). Para él, Jesús, el Cristo, vive: “...un cierto Jesús, ya muerto, el que Pablo afirmaba estar vivo” (Hechos 25:19).

Vive, hoy, en el cielo, “viviendo siempre para interceder por ellos... los que por él se acercan a Dios” (Hebreos 7:25). Espiritualmente, el creyente ha resucitado con él (Colosenses 3:1). Y también Cristo habita por la fe en nuestros corazones (Efesios 3:17). Pablo nos asegura algo maravilloso: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gálatas 2:20).

Cristo, anunciado por los profetas, aparecido una primera vez aquí abajo, ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos, “aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan” (Hebreos 9:28).
Siempre la misma Persona. Fue anunciado; vivió; resucitó y subió a la gloria: “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Hebreos 13:8).

  • 1En la epístola a los Hebreos (véase 2:10; 5:9 7:28) perfeccionar es hacer lo necesario para capacitar a alguien para un oficio (N.d.E).