Un gran interés se vincula a la persona de este rey de las naciones. El lugar que él ocupa en los planes de Dios, las circunstancias que lo han puesto en contacto con los hombres de Dios, al fin su propia historia, todo contribuye a darle una gran importancia y a proporcionarnos enseñanzas preciosas.
Por él Dios elevó y estableció a los gentiles. La casa de David, el trono de Judá, se habían corrompido, la iniquidad del pueblo sobrepasaba la medida y la paciencia divina había llegado a su término en los días de Nabucodonosor. El Señor lo emplea como la vara de Su cólera contra Jerusalén y le confía la espada de Su juicio sobre la tierra.
La gloria se había ido de Jerusalén y había dejado la tierra. El profeta Ezequiel la había visto elevarse poco a poco con los querubines y las ruedas (Ezequiel 10-11) y había seguido su ascensión hasta el momento en que ella se detuvo sobre la montaña. Pero aunque se podía decir de Jerusalén: “¡Traspasada es la gloria... !” (1 Samuel 4:21), no se podía decir de ninguna ciudad de entre las naciones: «La gloria está aquí».
Nabucodonosor, ese caldeo, rey de Babilonia, es escogido por Jehová, quien le entrega la espada del juicio. Como la gloria había dejado la tierra y el momento en que el Señor debía venir como Rey de Israel no había llegado, Dios confía a Nabucodonosor la autoridad necesaria para castigar a los malvados y recompensar a aquellos que hacen el bien.
Nabucodonosor era feliz agrandando su reino y multiplicando sus conquistas, y consideraba a Jerusalén como una presa importante; pero en toda esta parte de su historia no hacía más que cumplir los decretos de Dios. Más tarde, cuando su espada hubo entrado en la funda, no aparece más en relación con los consejos de Dios, sino en conexión con los santos; vemos entonces en él al hombre bajo la acción divina y no más solamente el poder que Dios había escogido. Este lado más personal del carácter de Nabucodonosor nos es revelado en los primeros capítulos de Daniel.
El primer capítulo nos muestra a Nabucodonosor en su capital, Babilonia; se propone ornar su corte de todo lo más perfecto que la sabiduría y la ciencia humanas pueden ofrecer; sus últimas conquistas —y entre ellas, el reino de Judá— servirán su gloria y sus deseos. La fama de Babilonia, tan grande ya por los conocimientos de sus adivinos y encantadores, será realzada todavía con la presencia de jóvenes cautivos de Judá “enseñados en toda sabiduría, sabios en ciencia y de buen entendimiento” (Daniel 1:4).
En el capítulo 2, el Señor, como ocurre a menudo, viene a perturbar a Nabucodonosor. Su imperio no es trastornado y queda en las mismas condiciones, pero su espíritu está agitado. En esa noche memorable, los pensamientos invaden su espíritu y se pregunta qué había de ocurrir a continuación (2:29). Entonces se duerme y sueña. El sueño, que tenía por tema “lo que había de ser en lo por venir”, nos muestra que la mano de Dios estaba en toda esta escena. No obstante, el rey no comprende nada de todo eso.
Le queda un sentimiento de malestar una vez que su sueño se ha disipado; está turbado, pero no comprende. ¡Cuán frecuentemente el alma pasa por un camino semejante! Está inquieta y atormentada, pero no ve la causa de esta inquietud y no distingue los efectos; el objeto es inasequible a la comprensión del hombre; es la mano de Dios. Toda la sabiduría de Babilonia es deficiente; el sueño que ha turbado el corazón del rey no puede ser explicado por la ciencia de los caldeos. Este relato tiene para nosotros una maravillosa significación. Vemos a Dios operar revoluciones y milagros en los corazones de los hombres, y la obra así comenzada termina en bendiciones para los elegidos. El hombre de Dios penetra ese trabajo secreto; comprende la intención del Señor en esta obra de su mano. Daniel explica todo al rey. Nabucodonosor se siente transportado de admiración; la sabiduría del profeta es maravillosa a sus ojos; y todo lo que puede hacer en favor de Daniel, está dispuesto a hacerlo. Proclama también la potestad del Dios de Daniel e incluso parece regocijarse.
Pero, a pesar del testimonio que da de la potestad de Dios, Nabucodonosor continúa siendo el mismo; es juguete de todas las pasiones humanas y de todas las astucias del diablo. Su vanidad parece incluso complacerse con las revelaciones que el profeta de Dios le ha hecho y, sin embargo, ¡qué solemnes verdades le habían sido anunciadas! ¡Qué visión horrorosa la de esa estatua golpeada con una piedra y todas sus partes desmenuzadas hasta que fueron como “tamo de las eras del verano” (2:35)! Pero el rey no ha retenido más que una cosa de esta profecía terrible: Él es la cabeza de oro; su orgullo se engrandece con este pensamiento y no quiere pensar en la destrucción final en un lejano futuro. Hace entonces la estatua de oro que todo el mundo debe adorar, y los pueblos, naciones y lenguas son reunidos al son de diferentes instrumentos de música, con el fin de prosternarse ante el ídolo que había erigido el rey.
¿No es extraordinario que nuestros corazones interpreten a su manera las revelaciones divinas? Dios había hablado de una imagen destruida en mil pedazos que el viento se llevaría como el tamo; y Nabucodonosor hace una estatua y obliga a todo el mundo a adorarla. ¡Qué falsamente actúa el corazón del hombre con la Palabra de Dios! Interpreta para conveniencia de su vanidad las más solemnes verdades. No es suficiente admirar la sabiduría de Dios: Nabucodonosor se había inclinado ante esta sabiduría, pero se adoraba a sí mismo y sacrificaba todo en aras de su orgullo. Sadrac, Mesac y Abed-nego, quienes habían sido, indirectamente, los instrumentos de Dios para revelar su poder al rey, serán echados en un horno de fuego ardiente si se niegan a prosternarse ante la estatua de oro. Pero, si bien la sabiduría es de Dios, de él también es la potestad; si puede revelar los secretos y hacer conocer los pensamientos del corazón, también puede apagar la violencia del fuego y salvar los cuerpos de en medio de un horno de fuego ardiente.
Ante ese espectáculo, Nabucodonosor se emociona de admiración, e incluso va más lejos que la primera vez. Había colmado de honores a los siervos del Dios de sabiduría; ahora va a honrar al mismo Dios Todopoderoso; reconoce públicamente el nombre de Dios y establece, como una ley en sus estados, el respeto que se debe tener por ese Nombre. Así termina el tercer capítulo.
¿Qué ocurre en el capítulo siguiente? Encontramos a Nabucodonosor con su orgullo y su vanidad; un hombre que, como antaño Adán, quisiera ser semejante a Dios. Después de haber sido testigo de la sabiduría y de la potestad divinas, después de haber sido tocado en su corazón y su conciencia, estaba de nuevo como antes, “tranquilo en mi casa, y floreciente en mi palacio” (4:4).
La naturaleza humana resiste a las lecciones y a las advertencias. El vino nuevo puesto en los odres viejos se derrama y se pierde. Los repetidos llamados de Dios no son escuchados por oídos desatentos. “Os tocamos flauta, y no bailasteis; os endechamos, y no lamentasteis” (Mateo 11:17). Pero el Señor es paciente; sabe esperar, como esperó más tarde, sentado sobre el borde del pozo, para hablar a la mujer pecadora.
Dios se dirige otra vez a Nabucodonosor, y le envía un sueño que Daniel interpreta. Pero como el vino nuevo en un odre muy viejo, esta nueva advertencia se pierde para el rey. Doce meses después de haber oído este llamado tan serio, Nabucodonosor, “paseando en el palacio real de Babilonia” (4:29), se envanece en su miserable corazón orgulloso hasta decir: “¿No es ésta la gran Babilonia que yo edifiqué para casa real con la fuerza de mi poder, y para gloria de mi majestad?” (v. 30).
Ahí todavía encontramos, en Nabucodonosor, el “viejo hombre”. Las revelaciones de Dios han quedado sin efecto para él; todas sus mejores emociones se han evaporado como el rocío por la mañana. Para que se conserve, el vino nuevo debe ser metido en odres nuevos. Y Nabucodonosor debe ser un recipiente nuevo. Esta obra es solemne; la sentencia de muerte es pronunciada contra el rey. La sabiduría y la potestad de Dios le habían sido reveladas; había recibido, por medio de un sueño reciente, la prueba de la solicitud de Dios para con él: Todo eso es en vano. Ahora la arcilla debe ser vuelta a amasar por la mano del alfarero para hacer de ella un nuevo vaso. “El hombre que está en honra y no entiende, semejante es a las bestias que perecen” (Salmo 49:20). Nabucodonosor había estado colocado en posición honorable, pero no había tenido inteligencia; y ahora va a llegar a ser como una bestia. “Fue echado de entre los hombres; y comía hierba como los bueyes, y su cuerpo se mojaba con el rocío del cielo, hasta que su pelo creció como plumas de águila, y sus uñas como las de las aves” (4:33). Así tuvo que aprender a conocerse; tuvo que hacer la experiencia de que, en medio de toda su gloria, no tenía más inteligencia que las bestias de los campos; pero, al mismo tiempo, aprendió a conocer a Aquel que “levanta del polvo al hombre” (Salmo 113:7); y cuando el momento requerido llegó, Dios, en su gracia, levantó a Nabucodonosor. Su inteligencia le fue devuelta; la majestad de su reino, su dignidad y su grandeza volvieron a él y sus gobernadores y sus consejeros le buscaron; incluso su grandeza fue aumentada extraordinariamente. Entonces le vemos llegar al conocimiento de Dios y al de su propio corazón, pues no piensa más en honrar a Dios con decretos y órdenes, sino que se inclina ante Él, como ante el Soberano, rey del cielo y de la tierra, y proclama sus magníficas obras. Nabucodonosor ya no es más el rey orgulloso, sino el humilde sujeto del Rey de los cielos. Las cosas viejas han pasado, todas las cosas han sido hechas nuevas.