El primer libro de Samuel nos relata la vida del rey Saúl. Encontramos allí el cuadro de un hombre carnal que se muestra cada vez más claramente como el encarnizado enemigo de David, el hombre según el corazón de Dios.
Consideraremos lo que Dios nos comunicó en relación con estos dos hombres, empezando con Saúl y siguiendo con David.
La actitud de Saúl
Todo parecía comenzar bien. “Y viniendo David a Saúl, estuvo delante de él; y él le amó mucho, y le hizo su paje de armas. Y Saúl envió a decir a Isaí: Yo te ruego que esté David conmigo, pues ha hallado gracia en mis ojos” (1 Samuel 16:21-22). Sin embargo, las apariencias engañan, y las cosas iban a cambiar pronto.
Cuando David venció al gigante Goliat con una simple honda, las mujeres festejaron la victoria sobre los filisteos cantando: “Saúl hirió a sus miles, y David a sus diez miles” (18:7). Aunque verdadera, esta declaración produjo en Saúl una reacción carnal. Su orgullo se vio herido. “Y se enojó Saúl en gran manera, y le desagradó este dicho” (v. 8). Sintiendo que David podía llegar a reemplazarlo, dejó escapar estas palabras: “No le falta más que el reino” (v. 8). “Y desde aquel día Saúl no miró con buenos ojos a David” (v. 9). Sin embargo, este fue solo el comienzo.
La maldad de Saúl fue manifestándose progresivamente. Algunos días más tarde, mientras David tocaba el arpa delante de él, Saúl arrojó su lanza contra el joven diciendo: “Enclavaré a David a la pared” (v. 11). Sucedió en dos ocasiones, y en cada una de ellas, por la gracia de Dios más que por su agilidad, David esquivó el golpe. “Mas Saúl estaba temeroso de David, por cuanto Jehová estaba con él, y se había apartado de Saúl” (v 12).
Esto llevó a Saúl a tomar diversas medidas contra David. Para alejarlo de sí, lo hizo jefe de mil (v. 13), alimentando la esperanza secreta e innoble de que David caería en la guerra (v. 17). Sin embargo, todo esto no calmó en ninguna manera su inquietud. Veía que David se conducía “tan prudentemente” (v. 15), y tuvo temor de él.
Entonces concibió uno de los planes más perversos. Aprendiendo que su hija Mical amaba a David, dijo para sí: “Yo se la daré, para que le sea por lazo, y para que la mano de los filisteos sea contra él” (v. 21). “Pero Saúl pensaba hacer caer a Daviden manos de los filisteos” (v. 25). Pero Dios hizo fracasar sus planes. David salió victorioso de sus combates contra los filisteos.
El estado de ánimo de Saúl se agravó. Estaba obsesionado por el temor. Al ver que Dios estaba siempre con David, “tuvo más temor” (v. 29). Cayó en la trampa del temor de los hombres (Proverbios 29:25). Brotó la raíz de amargura (Hebreos 12:15).
Tiempo después, su determinación de querer dar muerte a David se hizo conocida en la corte (1 Samuel 19:1). Entonces, Jonatán intervino y se comprometió claramente en favor de David. Habló bien de David a Saúl su padre (v. 4).
Al principio, el resultado fue positivo, pues su padre lo escuchó y juró por Dios que David no moriría. “Y llamó Jonatán a David, y le declaró todas estas palabras; y él mismo trajo a David a Saúl, y estuvo delante de él como antes” (v. 7). La situación parecía haberse normalizado, pero nada había cambiado realmente.
Era solo un momento de calma antes de la tormenta. Hubo otra guerra, y con ella otra victoria de David. Esto incitó nuevamente a Saúl a querer deshacerse de él. Mientras David tocaba el arpa, Saúl trató de enclavarlo con su lanza. Pero David se apartó y la lanza hirió la pared (v. 10). Después de esto, David, advertido por su esposa Mical, huyó de los planes de homicidio de su padre. Entonces, ella simuló que estaba enfermo, por lo que Saúl respondió: “Traédmelo en la cama para que lo mate” (v. 15). Y cuando se dio cuenta del engaño, dijo a su hija: “¿Por qué me has engañado así, y has dejado escapar a mi enemigo?” (v. 17).
David huyó en busca de Samuel, y luego fue a ver a Jonatán. Más tarde, de acuerdo con Jonatán, no participó en un festín con el rey, para poner en evidencia las verdaderas intenciones de este. El primer día, Saúl logró disimular sus malos pensamientos, suponiendo alguna excusa posible (20:26). Pero al día siguiente, su cólera estalló y dijo: “Ha de morir” (v. 31). Con el corazón profundamente turbado, Jonatán debió convencerse de que la decisión de su padre era irrevocable. A David no le quedaba otra alternativa que huir.
Sin embargo, Saúl continuó alimentando sus oscuras maquinaciones. Cuando se enteró de que David había derrotado a los filisteos en Keila, pensó que había caído en una trampa. “Entonces dijo Saúl: Dios lo ha entregado en mi mano, pues se ha encerrado entrando en ciudad con puertas y cerraduras” (23:7). Y convocó a su pueblo para ir a la guerra. Pero David y sus hombres escaparon sin sufrir daño, yéndose adonde pudieron. Y continuaron así. “Y lo buscaba Saúl todos los días, pero Dios no lo entregó en sus manos” (v. 14).
Saúl perseveró en el mal. Había determinado eliminar a David. Lo buscó “entre todos los millares de Judá” (v. 23). Lo persiguió en “el desierto de Maón” (v. 25), pero sin éxito. Luego tomó tres mil hombres escogidos, y “fue en busca de David y de sus hombres, por las cumbres de los peñascos de las cabras monteses” (24:2). Allí entró Saúl en una cueva donde David estaba escondido. ¡Era una ocasión que no había que desperdiciar!, se dijeron los hombres de David. Sin embargo, este rechazó categóricamente matar al ungido de Dios. Cuando Saúl supo que se le perdonó la vida, quedó estupefacto. “¿No es esta la voz tuya, hijo mío David? Y alzó Saúl su voz y lloró” (v. 16). ¿Eran sinceros sus sentimientos? La continuación de la historia nos muestra que no. Si hubieran sido sinceros, ¿cómo habría podido dar a Mical su hija, mujer de David, a otro hombre? (25:44).
Habiendo recibido una información de parte de los zifeos acerca de David, Saúl salió nuevamente con tres mil hombres escogidos para buscarlo (26:2). Durante la noche, David y Abisai lograron entrar sin ser vistos en el campamento, y tomaron la lanza y la vasija de Saúl. Cuando fue puesto frente a la evidencia de los hechos, Saúl confesó: “He pecado; vuélvete, hijo mío David, que ningún mal te haré más, porque mi vida ha sido estimada preciosa hoy a tus ojos. He aquí yo he hecho neciamente, y he errado en gran manera” (v. 21). Pero esto era solo una confesión de labios. Ningún fruto demostró la sinceridad del arrepentimiento, ¡sino todo lo contrario! Saúl era capaz de pronunciar hermosas palabras: “Bendito eres tú, hijo mío David; sin duda emprenderás tú cosas grandes, y prevalecerás” (v. 25). Aun siendo una verdad lo que dijo, ¿de qué servían esas declaraciones?
Finalmente, Saúl cosechó lo que había sembrado. Acababa de profetizar su propia derrota y la encontró en la próxima batalla contra los filisteos (31:1). Como Esaú, fue un hombre que no pudo encontrar el camino del arrepentimiento, aun cuando algunas veces sus palabras vacías lo aparentaron. Anduvo por un camino de descenso sin aprovechar las ocasiones que Dios le preparó para volverse. Era un injusto que intentaba quitarle la vida a un justo. Y esto lo llevó a una muerte terrible: se echó sobre su propia espada (v. 4). Saúl pasó a la historia como el triste ejemplo de un hombre impío y carnal.
La actitud de David
Así como la historia de Saúl es triste, este mismo relato es precioso si lo consideramos del lado de David.
Saúl actuaba siempre según su propia voluntad, mientras que David buscaba cumplir la voluntad de Dios. En esto correspondía exactamente a la imagen del rey que Dios quería establecer sobre su pueblo. “Jehová se ha buscado un varón conforme a su corazón” (1 Samuel 13:14). Y Dios pudo dar este testimonio: “He hallado a David hijo de Isaí, varón conforme a mi corazón, quien hará todo lo que yo quiero” (Hechos 13:22).
El relato de su vida nos muestra cómo maduró progresivamente en la escuela de Dios, particularmente a través de los sufrimientos que soportó de parte de Saúl. Salvo algunas raras debilidades, su actitud a lo largo de la prueba es admirable. De muchas maneras, tiene el honor de ser una luminosa figura del Señor Jesús.
Consideremos otra vez, pero desde este nuevo ángulo, los diferentes acontecimientos que marcaron esta parte de la vida de David, frente a la creciente hostilidad de Saúl.
David no devolvía mal por mal. En la integridad de su corazón, permaneció puro e inocente. Cuando Saúl reveló a su hijo que quería dar muerte a David, Jonatán intervino en su favor dando este testimonio: “Ninguna cosa ha cometido contra ti, y… sus obras han sido muy buenas para contigo” (1 Samuel 19:4). Y David podía mirar a Jonatán a los ojos cuando le decía: “¿Qué he hecho yo? ¿Cuál es mi maldad, o cuál mi pecado contra tu padre, para que busque mi vida?” (20:1).
De la misma manera, el Señor Jesús podía preguntar a sus enemigos: “¿Quién de vosotros me redarguye de pecado?” (Juan 8:46). Nadie podía responder esa pregunta.
Cuando Jonatán reveló a su amigo que su padre había decidido resueltamente darle muerte, lloraron “el uno con el otro; y David lloró más” (v. 41). No dijo ninguna palabra. Sus lágrimas expresaban todo. Su actitud nos hace pensar en Aquel que “no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente” (1 Pedro 2:22-23).
Es notable ver cómo David estaba dispuesto a cargar con toda la falta. Cuando escuchó que Saúl asesinó al sacerdote Ahimelec y a los suyos, David dijo a Abiatar: “Yo he ocasionado la muerte a todas las personas de la casa de tu padre” (22:22).
David es para nosotros un modelo en su dependencia de Dios. Cuando supo que Saúl quería cercarlo en Keila, no consultó “con carne y sangre” (Gálatas 1:16), sino que consultó al Dios de Israel (23:10-12). Y Dios le dio una respuesta clara que le permitió huir a tiempo. El Señor Jesús, el supremo modelo, pudo decir: “Padre, gracias te doy por haberme oído. Yo sabía que siempre me oyes” (Juan 11:41-42).
Cuando Saúl entró en la cueva donde estaban escondidos David y sus hombres, estos le susurraron: “He aquí el día de que te dijo Jehová: He aquí que entrego a tu enemigo en tu mano, y harás con él como te pareciere” (1 Samuel 24:4). Sin embargo, David tan solo cortó calladamente la orilla del manto de Saúl. Y aun después de esto, su delicada conciencia lo reprendió por haberlo hecho. Rechazó firmemente extender su mano al “ungido de Jehová” (v. 6), y retuvo a sus hombres de hacerle algún mal.
David se dejó conducir por el temor de Dios y por una conciencia sensible. Reconoció plenamente la autoridad que Dios había dado a Saúl como rey. No quería ser culpable hacia este hombre, y encomendó su causa “al que juzga justamente” (1 Pedro 2:23).
Trató de ganarse el corazón de Saúl, cuando le dijo: “¡Mi señor el rey!... ¿Por qué oyes las palabras de los que dicen: Mira que David procura tu mal? He aquí han visto hoy tus ojos cómo Jehová te ha puesto hoy en mis manos en la cueva; y me dijeron que te matase, pero te perdoné, porque dije: No extenderé mi mano contra mi señor, porque es el ungido de Jehová. Y mira, padre mío, mira la orilla de tu manto en mi mano… No hay mal ni traición en mi mano… Juzgue Jehová entre tú y yo, y véngueme de ti Jehová; pero mi mano no será contra ti” (1 Samuel 24:8-12). Anduvo en el temor de Dios, plenamente confiado en él.
Encontramos también una actitud similar cuando se dirigió a Saúl después de la segunda ocasión en la cual hubiera podido matarlo. “¿Por qué persigue así mi señor a su siervo? ¿Qué he hecho? ¿Qué mal hay en mi mano? Ruego, pues, que el rey mi señor oiga ahora las palabras de su siervo. Si Jehová te incita contra mí, acepte él la ofrenda; mas si fueren hijos de hombres, malditos sean ellos en presencia de Jehová… Porque ha salido el rey de Israel a buscar una pulga, así como quien persigue una perdiz por los montes. Y Jehová pague a cada uno su justicia y su lealtad; pues Jehová te había entregado hoy en mi mano, mas yo no quise extender mi mano contra el ungido de Jehová” (26:18-20, 23).
Después de que Saúl cayera en el monte de Gilboa, un amalecita, con un fin interesado, fue a anunciar a David que había matado al rey, pero este lo mandó matar. Luego entona una endecha a Saúl y sus hijos: “Hijas de Israel, llorad por Saúl” (2 Samuel 1:24). Ningún rastro de gozo, ningún pensamiento de venganza hacia el hombre que le había hecho tanto mal.
Una mirada al libro de los salmos nos revelará el secreto que permitió a David tener esa actitud y esos sentimientos. Mantenía en su corazón una relación secreta con su Dios. Cuando Saúl hizo vigilar su casa para darle muerte, lo escuchamos decir: “Pero yo cantaré de tu poder, y alabaré de mañana tu misericordia; porque has sido mi amparo y refugio en el día de mi angustia. Fortaleza mía, a ti cantaré; porque eres, oh Dios, mi refugio, el Dios de mi misericordia” (Salmo 59:16-17).
Tenía a Dios ante sus ojos, y no a los hombres. En el desierto de Judá dijo: “Dios, Dios mío eres tú; de madrugada te buscaré; mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela, en tierra seca y árida donde no hay aguas, para ver tu poder y tu gloria, así como te he mirado en el santuario” (Salmo 63:1-2).
Esta relación de confianza con el Dios vivo lo protegía de cometer cualquier desliz en sus relaciones con un hombre malo.